—No pueden pelear con armas avanzadas —le expliqué—; no les está permitido ni siquiera cuando su vida está amenazada.
Neléis me contempló asombrada de mis palabras. Era extraño que tantas cosas sobre el
Adversario
resultaran ahora tan evidentes para mí.
¿Cuántos conocimientos había introducido aquel diabólico ser en mi mente?
Señor Dios mío
—recé—,
¡qué abismo tan grande y qué profundos secretos me has hecho contemplar para mi desgracia! Sana mi mente y podré participar nuevamente de la alegría de tu luz; porque ahora tan sólo hay tinieblas en mi alma
.
¡Oh Verdad de la Luz, no permitas que me hablen las sombras!
—Pero no nos confiamos —siguió diciendo la consejera—. La lucha contra los
kauli
nos había demostrado que nuestras naves tenían su punto débil en la curva superior de su estructura, donde los
kauli
podían acceder sin que nosotros pudiéramos alcanzarlos con nuestros sifones de fuego.
—Lo vi —dije—. Perforasteis la cubierta, y colocasteis a varios
dragones
armados con lanzafuegos sobre ella.
—Así es —siguió diciendo Neléis—; y después descendimos hacia el palacio que ocupaba toda una vuelta de la espiral y que tú y yo apenas habíamos entrevisto. No pasó mucho tiempo antes de que viéramos aparecer, entre la niebla, el enorme anillo de columnas que parecía un claustro gigantesco. Con la enorme superficie que representaba podríamos haber estado buscándote durante años en aquel lugar, pero tuvimos suerte; vimos cómo la puerta de la cueva se abría y nos acercamos para investigar. Hicimos estallar una bomba contra las columnas, abriendo un espacio entre ellas lo suficientemente grande como para que nuestro aeróstato pudiera entrar por él; y entonces fuimos atacados desesperadamente por los
kauli
y los centauros, y no te vimos hasta que Joanot y los demás llegaron junto a la entrada de la cueva.
Asentí, el resto ya lo sabía. Pero nada de aquello podía explicar las visiones que tuve a partir de ese momento, y cómo contemplé la transformación de mis amigos en monstruos horribles.
Neléis meditó durante un instante y dijo:
—Creo que tenías razón en tus temores. Es posible que no lográramos extirparte el
rexinoos
por completo. Quizás una pequeña parte de él permaneció en tu interior, y le permitió al
Adversario
enviarte esas visiones de locura. En cualquier caso, eso no importa ya, porque nuestro
Adversario
ha muerto para siempre.
Intenté incorporarme, y la pequeña enfermería giró a mi alrededor. Volví a tumbarme sobre la litera.
—No importa ya —dije—, porque estamos todos condenados.
Le conté a la consejera todo lo que había contado la Parca, y su amenaza final de una terrible plaga que acabaría con toda la vida sobre la Tierra si ella moría.
Neléis me miró con preocupación, pero dijo:
—No tiene por qué ser cierto nada de lo que te dijo. Te mintió cuando te hizo creer que tu Amada te conducía hasta su guarida, y cuando te obligó a ver a Joanot, a Sausi y a Mirina como a monstruos sedientos de sangre. ¿Por qué iba a ser sincera en eso otro? Tan sólo buscaba su propia supervivencia. Es evidente que sus fuerzas estaban muy debilitadas, y que había perdido todo su antiguo poder. Hasta el final luchó con todas las armas a su alcance para seguir viviendo, y la mentira era una de sus armas.
Era posible, y tenía mucho sentido, me dije una y otra vez. Pero no podía apartar de mi mente la terrible posibilidad de que la historia de la Plaga fuera cierta. Aquella criatura había demostrado ser capaz de eso, lo había visto. Había suficiente crueldad y despecho en aquel ser como para planear la extinción de razas enteras. Y si tenía los medios a su alcance, lo haría sin dudarlo.
Pero ya nada podíamos hacer contra eso, y recé a Dios para que esa posibilidad nunca se hiciera cierta y para que alejara esos miedos de mi mente:
Señor, aleja de mí la idea de que Tú, Creador del Universo, Creador de las almas y de los cuerpos; aleja de mí la idea de que Tú vas a permitir que el Mal triunfe finalmente
.
Horas después, me sentía lo suficientemente recuperado como para bajar al puente del
Paraliena
, acompañado por Neléis.
Joanot y Mirina estaban junto al telecomunicador, hablando con Apeiron.
—¿Cómo te encuentras, viejo? —me preguntó Joanot, apenas me vio entrar.
—Un poco débil —le respondí, forzando una sonrisa.
—¿Débil? —rió el valenciano—; eres fuerte como un toro, Ramón. Ni el más bravo de mis almogávares hubiera aguantado mejor que tú.
Era agradable oír eso, pero yo sentía mis huesos como si fueran a convertirse en jalea de un momento a otro. Si alguna vez regresaba a mi hogar en Mallorca, jamás volvería a emprender un viaje. Dejaría que mis pobres huesos se calentaran al tibio sol de la isla hasta que llegara el día en que Nuestro Señor tuviera a bien llevarme.
—¿Cómo siguen las cosas en Apeiron? —preguntó la consejera.
—No muy bien —dijo Mirina, levantando la vista del telecomunicador—. El cerco continúa. Al parecer, los gog enloquecieron todos a la vez, súbitamente; desperdigándose por el desierto y peleando entre ellos. Ese momento debió de coincidir con la muerte del
Adversario
, pero los tártaros ccontinúan en su asedio a la ciudad; y la situación no es buena dentro de las murallas.
Neléis suspiró, y dijo que ya habían supuesto que eso podía suceder. Los tártaros blancos y amarillos no eran controlados directamente por el
Adversario
.
Pregunté qué íbamos a hacer a continuación.
Joanot me recordó que había más de seis mil almogávares esperando en Anatolia. Las tropas de Roger, los mejores guerreros de la cristiandad. El valenciano estaba seguro de que con ellos liberaríamos Apeiron y expulsaríamos a los tártaros de vuelta a sus estepas.
—Quizá también podamos contar con la ayuda de las tropas griegas del Imperio, pero no son necesarias, los catalanes de Roger se bastan y sobran para realizar ese trabajo.
—¿Cuál es el plan entonces? —pregunté.
—El
Paraliena
se dirige a Anatolia —dijo Mirina—. En busca de las tropas almogávares de Roger.
Miré a mi alrededor, y dije:
—Se van a llevar una gran sorpresa cuando nos vean aparecer.
Días más tarde, alcanzamos el mar Nitas, y empezamos a bordear su costa. Los pescadores y gentes que nos veían corrían despavoridos convencidos de que habían visto a un enorme dragón cruzar sobre sus cabezas.
Cruzamos Anatolia de tramontana a mediodía, y nos detuvimos a una jornada de las murallas de Filadelfia. El viaje de ida había durado varios meses, pero habíamos realizado el regreso en sólo unos pocos días en aquella maravillosa nave voladora.
Con la tecnología de Apeiron la humanidad entera saldría rápidamente de la oscuridad y la miseria. Un maravilloso nuevo mundo iba a surgir de aquel viaje. Pero sólo si la amenaza de la Parca no era real. Sin embargo no podíamos dejar que este temor nos paralizara. Apeiron estaba a punto de ser destruida, y de su salvación dependía el futuro de todos nosotros. Las noticias que nos llegaban de la ciudad eran cada vez más preocupantes, y Neléis ordenó que el aeróstato descendiese.
Una vez en tierra, nos reunió a todos y dijo que no tenía sentido poner a prueba los miedos supersticiosos de la gente de Filadelfia. Quizá resultara más efectiva una llegada más discreta y no correr el riesgo de que nuestra presencia fuera interpretada como fruto de la magia o la brujería.
Joanot estuvo de acuerdo, y dijo que en primer lugar sería necesario presentarse ante Roger de Flor, y bajo su capitanía, organizar la nueva expedición hacia Apeiron.
—Nosotros poco podemos hacer aquí —dijo entonces Neléis—, y en Apeiron esta nave es necesaria. Debemos regresar para pelear junto a los nuestros.
Joanot de Curial expresó entonces su deseo de volver junto a los cincuenta almogávares que habían quedado en la ciudad. Se volvió hacia mí, y dijo:
—Tú eres el único que puede convencer al Capitán de que lo que hemos vivido en estos últimos meses es cierto. Que la ciudad del Preste Juan existe en el lugar que tú señalaste, y que en su interior hay maravillas y riquezas sin fin; pero que ahora está en peligro, y que necesita de todo su ejercito de almogávares para sobrevivir. Roger sentía un gran respeto por ti, y creerá en tus palabras. —Y añadió—: Yo debo regresar para pelear al lado de Ricard y el resto de mis bravos almogávares.
Después, el joven caballero se despidió de mí abrazándome emocionado, y les ordenó a Sausi, Guzmán y Guillem que me dieran escolta hasta Filadelfia.
—No os fallaremos —dijo Guzmán a su adalid—. Aguantad hasta entonces.
Mientras todos regresaban a bordo del
Teógides
, Neléis se acercó a mí, y dijo:
—Quisiera pensar que volveremos a vernos, Ramón. Tu lugar está en Apeiron.
—Soy demasiado viejo —respondí—, y estoy demasiado cansado para seguir luchando. Ahora sólo deseo regresar a mi tierra, y curar allí mis heridas. Si Roger tiene éxito, la ciudad se extenderá por todo el mundo y la Tierra entera será Apeiron. Quizá Dios tenga a bien permitirme vivir lo suficiente como para ver llegar ese día.
Después todos partieron en su nave aérea de regreso a Apeiron; y Sausi, Guzmán, Guillem y yo caminamos hasta las puertas de Filadelfia.
Estábamos de regreso; sólo tres de los trescientos que un día marcharon hacia Oriente.
El destacamento almogávar de la ciudad de Filadelfia nos recibió sin alegría. Las cosas no habían ido nada bien desde nuestra partida.
Roger de Flor había instalado su cuartel general en Gallípoli, y la ciudad estaba rodeada por un anillo de campos quemados y griegos empalados. El aspecto era desolador; caminamos durante horas rodeados de cadáveres que se pudrían al sol.
Horrorizado, pregunté qué había pasado allí a uno de los almogávares que nos había acompañado desde Filadelfia, y con quienes habíamos cruzado los Dardanelos.
El hombre, encogiéndose de hombros, respondió simplemente que los griegos se negaban a pagar.
Gallípoli era una ciudad aterrorizada por el dominio almogávar. Los griegos contemplaron nuestra llegada a través de las rendijas de las ventanas de sus casas, rodeadas de basura, excrementos y ratas. Los almogávares corrían por las calles, borrachos y cargados de botín de saqueo.
El Capitán Roger de Flor nos recibió en la sala de banderas de lo que había sido el palacio del gobernador. Su aspecto era de profundo agotamiento y desesperación.
Parecía sólo un espectro del hombre que habíamos dejado al inicio de nuestra aventura. Sus ojos estaban hundidos, y sus ropas sucias y descuidadas.
—Te creía muerto hace mucho, viejo —me dijo Roger, apenas nos tuvo ante él.
No era exactamente el recibimiento glorioso que yo había esperado.
—Lo conseguimos, Roger —le dije—; dimos con la ciudad que soñabas.
El nos contempló cuidadosamente a los cuatro; observó con detenimiento, pero sin emoción, los
pyreions
que los tres almogávares llevaban al hombro, y su vista se detuvo en mi brazo en cabestrillo. Y dijo con expresión cansada que ojalá pudiera creerme.
—Me creerás, Roger —le dije con una sonrisa de confianza—; me creerás…
El Capitán ordenó a uno de sus sirvientes que nos condujeran a los alojamientos del palacio, y dijo que esa misma noche, durante la cena, tendríamos ocasión de hablar.
Mientras me lavaba y cambiaba mis ropas, manchadas por la sangre de un centauro, doña Irene llamó a mi puerta, y al entrar en la habitación, sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad por verme de nuevo.
Afirmó haber estado segura de que yo habría perecido en aquella loca aventura; y le rogué que me diera detalles sobre lo acontecido desde nuestra marcha.
—Todo ha ido mal —dijo ella—. Todo se ha convertido en una locura.
Pregunté por doña María, la esposa de Roger; y ella respondió que su hija había regresado a Constantinopla. Ella misma se lo había ordenado, pues consideró que sólo así tendría la joven princesa una oportunidad de sobrevivir cuando todo acabara.
—¿Cuando esto acabe? —pregunté.
—Roger ha enloquecido, y su locura será el final de todos nosotros —dijo ella.
Pregunté por qué entonces permanecía ella junto al Capitán.
—Yo soy vieja, pero mi sacrificio puede ser suficiente para aplacar a los dioses —fue su enigmática respuesta.
Esa noche, tras la cena, Roger de Flor nos dio más detalles de lo sucedido desde aquel día en que nos separamos del grueso del ejército almogávar para buscar la ciudad del Preste Juan.
Tal y como habíamos supuesto todos, lo de Bulgaria era sólo un engaño para sacar a los almogávares de Anatolia. Las tropas de Roger estuvieron dando vueltas arriba y abajo por toda Bulgaria, y las pagas no llegaban nunca; tan sólo cartas de Andrónico en las que se daban largas y vanas esperanzas de cobrar algún día.
Finalmente, Roger, harto de todo ese juego, regresó a Anatolia.
—Dejando un reguero de sangre griega allí por donde pasabais —le acusó doña Irene. Además de los cuatro que habíamos regresado de Oriente, se sentaba en la mesa, junto a Roger, su lugarteniente Berenguer de Rocafort, y un ministro del Imperio fiel a doña Irene; un noble griego con aspecto de galgo viejo, llamado Canavurio.
—Bandas de desertores catalanes se han enseñoreado por los caminos griegos —siguió diciendo doña Irene—, y desvalijan a cuanto viajero cae en sus manos.
—Es posible —admitió Rocafort—; pero los hombres se están volviendo cada vez más incontrolables. Algunos incluso pasan hambre y privaciones, y en esas circunstancias se ven en la obligación de tomar cuanto precisan de las poblaciones griegas.
—Lo que hace cada vez más improbable que mi hermano os pague algún día —apostilló la mujer.
Roger pidió silencio a su amigo y a la madre de su esposa, y siguió contando los desdichados acontecimientos de aquel último año:
—Cansados de deambular por Asia, cruzamos el estrecho de los Dardanelos y nos instalamos en Gallípoli. Desde aquí le mandamos un ultimátum al Emperador; le pedimos que nos pagara y que así continuaríamos a su servicio con mucha fidelidad, prometiéndole que castigaría los excesos de aquellos almogávares que se atrevieran a ofender o maltratar a los pueblos amigos. Andrónico me respondió que deseaba entrevistarse conmigo en persona, para lo que me invitaba a su Palacio en Constantinopla. A lo que me negué; pidiéndole una vez más que nos abonara su deuda. Y el intentó saldarla con esto…