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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La luna de papel (13 page)

BOOK: La luna de papel
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Diez

Llamó al portero automático, entró y subió. Michela lo esperaba en la puerta, vestida como el día que Montalbano la conoció.

—Buenas tardes, comisario. Me había dicho que hoy no podría pasar por mi casa, ¿verdad?

—En efecto. Pero es que la reunión con el jefe superior se ha anulado y entonces… —¿Por qué no lo invitaba a entrar?—. ¿Su madre cómo está?

—Mejor, dadas las circunstancias. Hasta el punto de que la tía ha podido convencerla de que se fuera a dormir a su casa.

No se decidía a invitarlo a pasar.

—Quería decirle que, sabiendo que yo estaba sola, una amiga mía ha venido a verme. Está aquí. Puedo pedirle que se vaya, si usted quiere. Pero puesto que no tengo nada que ocultarle, usted puede comportarse como si ella no estuviera delante.

—¿Me está diciendo que puedo hablar abiertamente delante de esta amiga suya?

—Exacto.

—En tal caso, por mí no hay problema.

Sólo entonces Michela se apartó para dejarlo pasar.

Lo primero que vio el comisario al entrar en el salón fue una gran mata de cabello pelirrojo.

«¡Paola la Roja!», la amante de Angelo sustituida por Elena.

Si se la miraba bien, Paola Torrisi-Blanco era una cuarentona, pero por su aspecto a primera vista, habría podido quitarse de encima tranquilamente diez años. Una guapa mujer, no cabía duda, estaba claro que a Angelo le gustaban las de primera categoría.

—Si estoy de más… —dijo Paola levantándose y tendiéndole la mano al comisario.

—¡No, por favor! —contestó él ceremoniosamente—. Además, me ahorra usted un viaje a Montelusa.

—Ah, ¿sí? ¿Y eso por qué?

—Porque pensaba mantener una charla con usted.

Los tres se sentaron e intercambiaron unas mudas sonrisas de complacencia. Una agradable reunión entre amigos. Transcurrido el tiempo necesario, Montalbano empezó por Michela.

—¿Qué tal ha ido con el fiscal Tommaseo?

—¡No me hable! Ese hombre es un… sólo tiene una cosa metida en la cabeza… te hace cada pregunta… es muy violento.

—¿Qué te ha preguntado? —inquirió Paola con picardía.

—Después te lo digo.

Montalbano se imaginó la escena. Tommaseo, perdido en el mar de la mirada de Michela, con la cara colorada y la respiración afanosa, tratando de imaginar la forma de sus tetas bajo el vestido de penitente, que le pregunta: «¿Tiene usted alguna idea de por qué su hermano la tenía toda fuera mientras lo mataban?»

—¿Le ha dicho Tommaseo cuándo podrán celebrar el entierro?

—No antes de tres días. ¿Hay alguna novedad?

—¿En la investigación? En estos momentos todo está detenido. Y he venido precisamente para ver si adelantamos un poco.

—Estoy a su disposición.

—Michela, si lo recuerda, cuando le pregunté cuánto ganaba su hermano, usted me contestó que llevaba a casa lo necesario para mantener debidamente a tres personas y dos apartamentos. ¿Es así?

—Sí.

—¿Podría ser más concreta?

—No es fácil, comisario. No se trataba de ingresos fijos ni de sueldos mensuales, sino que eran variables. Él tenía un mínimo garantizado, el reembolso de los gastos y un porcentaje sobre los productos que conseguía que le aceptaran. De vez en cuando cobraba también primas de productividad. Pero eso no sabría traducirlo en cifras.

—Tengo que hacerle una pregunta delicada. Usted me ha dicho que Angelo le hacía a Elena regalos muy caros. Me lo ha confirmado la…

—¿La puta? —terminó Michela por él.

—¡Toma ya! —exclamó Paola, riendo.

—¿Y por qué no tendría que llamarla así?

—No me parece que venga al caso.

—¡Pero si durante algún tiempo lo hizo de verdad! Comisario, cuando Elena todavía era menor de edad se escapó a Milán…

—Lo sé todo —la cortó él.

Aunque Elena le hubiera confiado a Angelo sus andanzas juveniles, era difícil que él se lo hubiese revelado a su hermana. Por lo visto, Michela había tenido el valor de recurrir a alguna agencia para obtener información acerca de la amante de su hermano.

—En cualquier caso, a mí jamás me hizo un regalo —terció Paola—. Mejor dicho, una vez me regaló unos pendientes comprados en un tenderete callejero de Fela. Tres mil liras recuerdo que le costaron, el euro todavía no existía.

—Volvamos al tema que me interesa —dijo Montalbano—. Para hacerle esos regalos a Elena, ¿Angelo sacaba el dinero de la cuenta común de ustedes dos?

—No —contestó Michela con firmeza.

—Pues entonces, ¿de dónde lo sacaba?

—Cuando recibía alguna gratificación o alguna prima de productividad en cheques, las cobraba y se guardaba el dinero en efectivo en casa. En cuanto alcanzaban cierta suma, le compraba un regalo a esa…

—Por consiguiente, ¿usted descarta que tuviese una cuenta personal en algún banco que usted no conociera?

—Lo descarto.

Rápida, firme, decidida. Quizá demasiado rápida, demasiado firme, demasiado decidida.

¿Sería posible que jamás la hubiera asaltado la menor duda? O quizá sí la había asaltado, y de qué manera, pero puesto que con ello habría podido dar lugar a que surgiera alguna sospecha, alguna sombra acerca de su hermano, prefería negarlo.

Montalbano inició una maniobra de rodeo de aquella posición fortificada. Se dirigió a Paola.

—Acaba de decir que Angelo le compró un par de pendientes en Fela. ¿Por qué en Fela? ¿Acaso usted lo acompañaba?

Paola esbozó una leve sonrisa.

—A mí, a diferencia de lo que ocurría con Elena, me permitía acompañarlo a menudo en sus recorridos por la provincia.

—¡La otra no hacía falta que lo acompañara porque ella misma lo seguía! —saltó Michela.

—En caso de que yo estuviera libre de mis compromisos escolares, naturalmente —terminó Paola.

—¿Lo vio entrar alguna vez en algún banco?

—Que yo recuerde, no.

—¿Mantenía relaciones de amistad con algunos de los médicos o farmacéuticos a quienes iba a ver?

—No entiendo.

—Entre sus llamémoslos clientes, ¿había alguno con quien mantuviera relaciones más amistosas?

—Verá, comisario, yo no los conocía a todos. Angelo me presentaba como su novia. Y en cierto sentido, era verdad. Aunque tengo la impresión de que trataba así a todas.

—Cuando la llevaba consigo, ¿estaba usted presente en todas sus entrevistas?

—No. Algunas veces me decía que me quedara en el coche o que fuera a dar un paseo.

—¿Le explicaba por qué motivo?

—Pues no sé, bromeaba al respecto. Decía que debía entrevistarse con un médico joven y guapo y temía que… o bien me explicaba que se trataba de un médico ultracatólico y mojigato que no habría aprobado mi presencia…

—Comisario —terció Michela—. Mi hermano establecía una neta distinción entre los amigos y las personas con las cuales mantenía relaciones de negocios. No sé si ha observado que guardaba dos agendas en el cajón, una con las direcciones de los amigos y familiares y otra…

—Sí, lo he observado —respondió. Y se dirigió a Paola—: Me parece que usted enseña en el liceo de Montelusa, ¿verdad?

—Sí. Lengua y literatura italianas. —Esbozó otra sonrisita—. Ya entiendo adónde quiere ir a parar. Emilio Sclafani no sólo es compañero mío sino que, además, somos en cierto modo amigos. Una vez invité a cenar a Emilio y su joven esposa. También estaba presente Angelo. Fue entonces cuando empezó todo entre ellos.

—Oiga, Elena me ha dicho que su marido lo sabía todo acerca de su relación con Angelo. ¿Usted estaría casualmente en condiciones de confirmarlo?

—Así es. A tal punto que ocurrió una cosa de lo más absurda.

—¿O sea?

—Me enteré de que Angelo se había convertido en el amante de Elena precisamente a través de Emilio; su mujer se lo había dicho unas horas antes. No podía creérmelo, pensé que Emilio quería gastarme una broma pesada. Al día siguiente, Angelo me llamó para decirme que, durante algún tiempo, no podríamos vernos. Entonces estallé y le repetí lo que me había dicho Emilio. Lo confirmó, tartamudeando. Sin embargo, me suplicó que tuviera paciencia, que se trataba de un capricho pasajero… Pero yo me mostré inflexible. Y ahí fue donde terminó mi historia con él.

—¿Ya no volvieron a verse?

—No. Y jamás volvimos a hablarnos.

—¿Usted conservó su amistad con el profesor Sclafani?

—Sí, pero no lo invité a cenar nunca más.

—¿Lo ha visto después de la muerte de Angelo?

—Sí. Precisamente esta misma mañana.

—¿Cómo lo ha encontrado?

—Trastornado.

Montalbano no esperaba una respuesta tan rápida.

—¿En qué sentido?

—Comisario, no vaya a hacerse una idea equivocada. Emilio está trastornado porque su mujer ha perdido a su amante, eso es todo. A lo mejor Elena le había revelado lo mucho que quería a Angelo, lo muy celosa que estaba de él…

—¿Quién le ha dicho que estaba celosa? ¿El profesor?

—Emilio jamás me ha hablado de los sentimientos de Elena por Angelo.

—He sido yo —intervino Michela.

—Me ha hecho también una especie de resumen de las cartas de Elena —añadió Paola.

—Por cierto, ¿las encontró? —preguntó Michela.

—No —mintió Montalbano.

Acerca de aquel tema, adivinaba instintivamente, por simple intuición, que cuanto más enturbiara las aguas, tanto mejor.

—Seguro que ella las destruyó —dijo Michela, convencida.

—¿Con qué objeto? —preguntó el comisario.

—¿Cómo con qué objeto? ¡Esas cartas pueden ser una prueba de cargo!

—Pero verá —dijo Montalbano con cara de angelito inocente—. Elena ha admitido haberlas escrito. Incluidas las expresiones de celos y las amenazas de muerte. Si lo admite, ¿qué razón podría tener para destruirlas?

—Pues entonces, ¿usted a qué espera? —preguntó Michela con su voz especial de papel de lija.

—¿Para qué?

—¡Para detenerla!

—Hay un problema. Elena dice que las cartas las escribió casi al dictado.

—¿De quién?

—De Angelo.

Las mujeres experimentaron dos reacciones completamente distintas.

—¡Guarra! ¡Infame! ¡Mentirosa! —gritó Michela, levantándose de un salto.

Paola, en cambio, se hundió más si cabe en el sillón.

—¿Y qué sacaba Angelo haciéndose escribir cartas de celos? —preguntó, más curiosa que perpleja.

—Eso ni siquiera Elena ha sabido explicármelo —contestó Montalbano, soltando otra trola.

—¡No ha sabido explicárselo porque no es cierto en absoluto! —dijo a voces Michela.

Del papel de lija estaba pasando peligrosamente al empleo de las dos ruedas de molino. Montalbano, que no tenía el menor interés en asistir a otra escena de tragedia griega, pensó que, por aquella tarde, ya podía darse por satisfecho.

—¿Me ha preparado las direcciones? —le preguntó a Michela.

Ella lo miró desconcertada.

—¿No se acuerda? Las dos mujeres, una me parece que se llamaba Stella.

—Ah, sí. Un momento.

Abandonó la estancia.

Y entonces Paola, inclinándose ligeramente hacia delante, le dijo al comisario en voz baja:

—Tengo que hablar con usted. ¿Me llama a casa mañana por la mañana que no tengo clase? Estoy en la guía.

Michela regresó con una hoja que entregó a Montalbano.

—Aquí tiene la lista de los ex amores de Angelo.

—¿Hay alguna a la que yo no conozca? —preguntó Paola.

—Creo que Angelo no te ocultó nada acerca de su historia amorosa.

Montalbano se puso en pie. Pasaron a las despedidas.

* * *

Se había levantado una humedad tan grande que no era cuestión de permanecer en la galería, por más que estuviese cubierta. El comisario entró y se sentó a la mesa. Total, tanto dentro como fuera el cerebro le funcionaba igual. En efecto, desde hacía media hora se estaba desarrollando en su interior un animado debate centrado en el tema: «En el transcurso de una investigación, ¿un verdadero policía debe tomar apuntes o no?».

Él, por ejemplo, jamás lo había hecho. Y no sólo eso, sino que le molestaban los que lo hacían y que, a lo mejor, eran mejores policías que él.

Eso, en el pasado. Porque ahora, desde hacía algún tiempo, experimentaba la necesidad de hacerlo. ¿Y por qué experimentaba esa necesidad? Elemental, querido Watson. Porque había comprendido que estaba empezando a olvidar ciertas cosas importantes. Ay, amigo mío, ilustre comisario, ya hemos llegado a las cinco de la tarde, el punto doloroso de toda aquella cuestión. Uno empieza a olvidar las cosas cuando el peso de la edad comienza a dejarse sentir. ¿Qué decía más o menos un poeta?

Cómo pesa la nieve en las ramas,

cómo pesan los años en los hombros que amas,

los años de la juventud son años lejanos.

Quizá fuera más apropiado cambiar ligeramente el título del debate: «En el transcurso de una investigación, ¿un viejo policía debe tomar apuntes o no?».

Teniendo en cuenta la vejez, el hecho de tomar apuntes le parecía a Montalbano menos indecoroso. Lo cual significaba una rendición sin condiciones al avance de la edad. Había que encontrar una solución de compromiso. Entonces se le ocurrió una ingeniosa idea. Tomó pluma y papel y se escribió una carta a sí mismo.

Querido comisario Montalbano:

Sé que en este momento las pelotas le están dando vertiginosas vueltas como consecuencia de cuestiones totalmente personales debidas a la idea de la vejez que llama testaruda a su puerta, pero tengo el gusto por la presente de exigirle el regreso al cumplimiento de sus deberes, exponiéndole algunas observaciones que se refieren a la actual investigación acerca del homicidio de Angelo Pardo.

Primero. ¿Quién era Angelo Pardo?

Un ex médico expulsado del Colegio de Médicos por la historia de un aborto practicado a una chica que él mismo había dejado embarazada
(hablar sin falta con Teresa Cacciatore, que vive en Palermo).

Empieza a trabajar como informador médico-científico, y gana mucho más de lo que le dice a su hermana: en efecto, hace costosos regalos a su última amante, Elena Sclafani.

Es muy probable que tuviera una cuenta corriente en un banco que no se consigue identificar.

Seguro que tenía una caja blindada más bien grande que no se ha encontrado.

Ha sido asesinado de un disparo en la cara
(¿significa algo?).

Además, en el momento de su muerte, tenía la polla fuera
(y eso seguro que significa algo, pero ¿qué?).

Posibles móviles del homicidio:

a) asunto de faldas;

b) siniestro tráfico de compadreos, hipótesis no desdeñable formulada por Nicolò
(verificarlo con el comandante Laganà).

Utiliza sin duda una clave
(¿para qué?).

Tiene tres archivos con contraseña. El primero, que Catarella ha conseguido abrir, está todo en clave.

Lo cual significa que Angelo Pardo tenía algo que deseaba mantener cuidadosamente oculto.

Una última nota: ¿por qué las tres cartas de Elena se escondieron debajo de la alfombrilla del maletero del Mercedes?
(percibo que es un punto de cierta importancia, pero no sé explicarme el porqué).

Le ruego me disculpe, mi querido comisario, en caso de que este pequeño párrafo dedicado al muerto resulte un tanto desordenado, pero es que he ido escribiéndolo sobre la marcha, a medida que se me iban ocurriendo las cosas, sin seguir una línea lógica.

Segundo. Elena Sclafani.

Se habrá preguntado, naturalmente, por qué escribo el nombre de Elena Sclafani en segundo lugar. Sé muy bien, mi queridísimo amigo, que a usted la chica le hace tilín, tal como suele decirse. Es guapa (guapísima, de acuerdo, no tengo el menor inconveniente en aceptar sus rectificaciones), y usted sería capaz de acuñar moneda falsa con tal de no tener que colocarla en el primer lugar de la lista de sospechosos. Le gusta la sinceridad con que habla acerca de sí misma, pero ¿no le ha pasado por la cabeza la duda de que a veces la sinceridad puede ser un método destinado a obstaculizar el descubrimiento de la verdad, tal como ocurre con el método aparentemente contrario, es decir, el de la mentira? ¿Dice usted que estoy haciendo filosofía?

Pues entonces seré brutalmente policía.

No cabe ninguna duda de que existen unas cartas en las cuales Elena, por celos, amenaza de muerte a su amante.

Elena sostiene que las escribió al dictado de Angelo. Pero no hay ninguna prueba de lo que dice, son tan sólo afirmaciones que escapan a cualquier posibilidad de comprobación. Y las explicaciones que da acerca del motivo por el cual Angelo la habría obligado a escribir las cartas son muy, admítalo, mi querido comisario, muy confusas.

Para la noche del homicidio Elena no tiene coartada.
(Cuidado: usted tuvo la impresión de que ella ocultaba algo, ¡no lo olvide!)
Dice que fue a dar una vuelta con el coche, sin rumbo fijo, con el simple propósito de demostrarse que podía prescindir de Angelo. ¿Le parece poco la falta de una coartada precisamente aquella noche?

Acerca de los ciegos celos de Elena, aparte de las cartas, está también la declaración de Michela. Una declaración discutible, es cierto, pero que, delante del fiscal, tendría su peso.

¿Quiere, querido comisario, que le exponga un argumento que sin duda le resultará desagradable? Durante un instante déjeme interpretar el papel del fiscal Tommaseo.

Ya segura de que Angelo la traiciona, loca de celos, Elena se agencia aquella noche un arma, dónde y cómo lo aclararemos más adelante, y permanece al acecho bajo la casa de Angelo. Pero primero ha llamado a su amante, diciéndole que no podrá ir a verlo. Él cae en la trampa, llama a la otra mujer y, para mayor seguridad, sube con ella al cuarto de la azotea. Por razones que quizá descubriremos o quizá no, no hacen el amor. Pero eso Elena no lo sabe. Y en cualquier caso, la cosa es, en cierto sentido, irrelevante. Cuando la mujer se va, Elena entra en el edificio, sube al cuarto de la azotea, discute o no con Angelo y le pega un tiro. Y después, como último ultraje, le baja la cremallera de los tejanos y saca a la luz el objeto, llamémoslo así, de la contienda.

Esta reconstrucción, lo sé muy bien, hace aguas por todas partes. Pero ¿quiere que Tommaseo no moje en ellas el pan? Ése, en una historia así, se tira de cabeza.

La veo en muy mala situación a su Elena, distinguido amigo.

Y usted, permítame que se lo diga, no está cumpliendo con su deber, que sería el de exponerle la situación al fiscal. Y lo peor es, puesto que me encuentro en la desafortunada circunstancia de conocerlo muy bien, que usted no tiene la menor intención de cumplir con su deber.

No me queda por tanto sino tomar nota de esta su deplorable y parcial manera de actuar.

Y a usted no le queda otro camino que descubrir cuanto antes qué representa la clave contenida en el librito de canciones, a qué se refiere y qué coño significa el primer archivo abierto por Catarella.

Tercero. Michela Pardo.

A pesar de la indudable propensión que manifiesta la mujer hacia la tragedia griega, usted no la considera, a la vista de los datos que obran en su poder, capaz de cometer un fratricidio. Pero no cabe duda de que Michela está dispuesta a lo que sea con tal que no resulte manchado el nombre de su hermano. Y ciertamente sabe mucho más de lo que dice acerca de sus negocios. Entre otras cosas, usted, distinguido amigo, sospecha que Michela ha hecho que desaparezca, aprovechando su simpleza, algo que quizá podría haber sido resolutorio para la investigación.

Y aquí me detengo.

Con mis mejores deseos de éxito, quedo de usted affmo.

SALVO MONTALBANO

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