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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La luna de papel (19 page)

BOOK: La luna de papel
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—Hazme todas las que quieras.

—A tu juicio, ¿Angelo se chutaba?

—No. Nada de droga.

—¿Segura?

—Segurísima. Recuerda que a ese respecto he sido una auténtica entendida.

Dio un paso al frente.

—Adiós, hasta pronto —dijo Montalbano, echando a correr en dirección a la puerta, abriéndola y saliendo al rellano antes de que la pantera se le echara encima para apresarlo entre sus garras y comérselo vivo.

La joyería Dimora de Montelusa —fundada en 1901, decía por encima del antiguo rótulo escrupulosamente restaurado— era la más conocida de la provincia. Y presumía de sus ciento y pico años de antigüedad; en efecto, el mobiliario era el mismo que el de un siglo atrás. Sólo que ahora entrar resultaba más difícil que en un banco. Puertas blindadas, cristales tintados a prueba de kalashnikovs, vigilantes uniformados con enormes revólveres, tan grandes que sólo con mirarlos te pegabas un susto.

Los dependientes eran tres, todos extremadamente distinguidos: un septuagenario, un cuarentón y una veinteañera. Se habían elegido con toda evidencia para que cada uno de ellos atendiera a los clientes de la edad correspondiente. Pues entonces, ¿por qué le dirigió la palabra el septuagenario en lugar del cuarentón, tal como por derecho le correspondía?

—¿Desea ver algo en particular, señor?

—Sí, al propietario.

—¿El señor Arturo?

—Si el propietario es él, me vale el señor Arturo.

—¿Usted quién es, perdone?

—Soy el comisario Montalbano.

—Acompáñeme, si es tan amable.

Lo condujo a la parte de atrás, que era una especie de saloncito en extremo elegante. Muebles modernistas. Una ancha escalera de madera negra cubierta por una alfombra rojo oscuro terminaba en un rellano por encima del cual había una puerta cerrada de madera maciza.

—Tome asiento.

El septuagenario subió despacio, llamó a un timbre que había al lado de la puerta, que se abrió por medio de un resorte, entró y volvió a cerrar. Al cabo de dos minutos se oyó el sonido de otro resorte, la puerta se abrió y apareció de nuevo el septuagenario.

—Puede subir.

La estancia era espaciosa y estaba llena de luz. Había una supermoderna mesa de cristal de gran tamaño con un ordenador encima. Dos butacas y un sofá de esos que sólo se ven en las revistas de arquitectura. Una caja fuerte enorme, último modelo, que no habría podido abrir ni siquiera un misil tierra-aire. Otra caja fuerte patética, que sin duda se remontaba al año 1901 y que habría podido abrirse con un imperdible. Arturo Dimora, un treintañero que parecía un figurín, se levantó y le tendió la mano.

—A su disposición, comisario.

—No le haré perder el tiempo. ¿Le consta que entre los clientes de los últimos tres o cuatro meses haya habido un tal Angelo Pardo?

—Un momento. —Se situó detrás de la mesa de cristal y pulsó unas teclas del ordenador—. Pues sí. Nos compró…

—Ya sé lo que compró. Quisiera saber cómo pagó.

—Un momento. Sí, aquí está. Dos talones de la Banca Popolare di Fanara. ¿Quiere el número de la cuenta?

Quince

Al salir de la joyería, se lo jugó a pares y nones. ¿Qué hacer? Aunque se pusiera inmediatamente en camino, era muy posible que llegara a Fanara pasada la una y media, es decir, cuando el banco ya estuviese cerrado. Por tanto, lo mejor sería regresar a Vigàta y coger el coche a la mañana siguiente para dirigirse a Fanara. Pero la impaciencia de averiguar algo sin duda importante a través del banco se lo estaba comiendo vivo, y seguramente los nervios lo obligarían a pasarse la noche en vela. De repente recordó que los bancos, con los cuales mantenía muy pocos tratos, abrían una hora por la tarde. Por consiguiente, lo mejor sería ir de inmediato a Fanara y apuntar decididamente hacia una
trattoria
de allí que se llamaba Da Cosma e Damiano, donde había comido un par de veces a su entera satisfacción, y después, sobre las tres de la tarde, presentarse en el banco. Al llegar al lugar donde había aparcado, acudió a su mente un pensamiento de lo más desagradable, y era que tenía una cita con el jefe superior a la que tal vez no consiguiese llegar a tiempo. ¿Qué hacer entonces? Pues olvidarse de la cita con el señor jefe superior y mandarla al carajo: si el otro no había hecho más que retrasar día a día la maldita cita, ¿a él no le estaría permitido fallar una vez? Subió al coche y se puso en marcha.

* * *

Pasar del propietario de la
trattoria
Enzo de Vigàta a los propietarios Cosma y Damiano de la de Fanara era exactamente igual que desplazarse de un continente a otro. Pedirle a Enzo un plato como aquel conejo a la cazadora que se estaba zampando habría sido como pedir chuletas de cerdo en un restaurante de Abu Dhabi.

Cuando se levantó de la mesa, experimentó el inmediato deseo de dar un paseo por el muelle. Pero el caso es que en Fanara no había muelle por la sencilla razón de que el mar se encontraba a ochenta kilómetros de distancia. Ya se había bebido un café en la
trattoria,
pero consideró oportuno tomarse otro en el bar contiguo al banco.

Luego, ya en la puerta del banco, que era de esas giratorias de cristal con alarma incorporada, debió de resultar antipático a primera vista.

«¡Sistema de alarma! ¡Deposite los objetos metálicos!», le ordenó la puerta, abriéndose a su espalda.

El guardia sentado en el interior de un cuartito de cristal blindado levantó los ojos de un crucigrama y lo miró. Él abrió una ventanilla, introdujo en su interior aproximadamente medio kilo de céntimos de euro que le estaban hundiendo el bolsillo, cerró con el llavín de plástico y entró en la puerta tubular.

«¡Sistema de alarma!», dijo la puerta, abriéndose una vez más. ¡O sea que la tenía tomada con él! ¡Aquella puerta se había propuesto tocarle los cojones! El guardia empezó a mirarlo con semblante inquieto. Montalbano sacó las llaves de su casa, las metió en el compartimento, cruzó la puerta, el semitubo se cerró a su espalda, la puerta no dijo nada, pero el otro semitubo, el de delante, no se abrió. ¡Prisionero! La puerta lo había hecho prisionero, y como no lo liberaran en cuestión de pocos segundos, estaría destinado a una muerte horrible por falta de aire. A través del cristal vio al guardia enfrascado en el crucigrama, no se había percatado de nada, y en el interior del banco no se veía ni un alma. Levantó la rodilla y soltó un poderoso puntapié contra la puerta. El guardia oyó el ruido, comprendió lo que estaba ocurriendo, pulsó el botón de un mecanismo que tenía delante, y al final el semitubo se abrió y permitió al comisario entrar en el banco. Había una primera entrada con una mesita y varias sillas a la que daban dos puertas: la de la derecha mostraba un despacho con dos escritorios vacíos y la de la izquierda presentaba el consabido tabique de madera y cristal con dos ventanillas en las que se leía «ventanilla 1» y «ventanilla 2», por si acaso alguien se equivocaba. Pero sólo una de ellas tenía un empleado sentado detrás, concretamente la número 2. No habría podido decirse en conciencia que hubiera demasiada actividad en aquel banco.

—Buenos días, quisiera hablar con el director. Soy el comisario…

—¡Eres Montalbano! —exclamó el cincuentón sentado al otro lado de la ventanilla.

El comisario lo miró sorprendido.

—¿No te acuerdas de mí, eh, no te acuerdas? —dijo el hombre levantándose para dirigirse a una puerta situada al final del tabique de separación.

Montalbano se exprimió el cerebro, pero no acudió a su mente ningún nombre. El empleado se detuvo delante de él, gordo, sin afeitar, con la corbata floja y torcida y los brazos medio extendidos, a punto de estrechar con fuerza al amigo recuperado. Pero ¿es que no se dan cuenta esos que pretenden ser reconocidos cuando el tiempo ya lleva cuarenta años trabajando en su rostro? ¿No se dan cuenta de que cuarenta inviernos, tal como dice el poeta, han excavado profundas trincheras en el campo de la que fue su adorable juventud?

—¿De veras no te acuerdas, eh? Te voy a echar una manita.

¿Una manita? Pero ¿es que aquello era un concurso de la tele?

—Cu… Cu…

—¿Cucuzza? —soltó a ciegas.

—¡Cumella! ¡Giogiò Cumella! —exclamó, echándosele encima y estrujándolo en una presa de serpiente pitón.

—¡Cumella! ¡Pues claro! —farfulló Montalbano.

En realidad no recordaba un carajo. Noche y niebla.

—Vamos a tomar algo al bar. ¡Esto hay que celebrarlo! ¡Virgen santa, cuántos años! —Al pasar por delante de la jaula del guardia, le dijo—: Lullù, estoy en el bar de al lado con mi amigo. Si viene alguien, le dices que espere.

Pero ¿quién era este Cumella? ¿Un compañero del colegio? ¿De la universidad? ¿Un antiguo representante de Mayo del 68?

—¿Te has casado, Salvù?

—No.

—Yo sí, tres hijos, dos varones y una chica, la pequeña es una belleza, se llama Natascia.

Natascia en Fanara, como Ashanti en Canicattì, como Samantha en Fela, como Jessica en Gallotti. ¿Sería posible que ya no hubiera ninguna chica que se llamara María, Giuseppina, Carmela, Francesca?

—¿Qué tomas?

—Un café. —A aquella hora de la tarde un café más o menos daba igual.

—Yo también. ¿Por qué has venido al banco, comisario? Te he visto alguna vez en la tele.

—Necesito una información. Quizá el director…

—El director soy yo. ¿De qué se trata?

—Uno de vuestros clientes, Angelo Pardo, ha sido asesinado.

—Ya me he enterado.

—En su casa no he encontrado los extractos de su cuenta.

—Él no quería que se los enviáramos. Nos dio esa orden por carta certificada, ¡imagínate! Venía personalmente a recogerlos.

—Ah, ya entiendo. ¿Podría saber cuánto tiene en la cuenta y si hizo alguna inversión?

—No; a no ser que tengas una autorización judicial.

—No la tengo.

—Pues entonces no puedo decirte que, hasta el día de su muerte, tenía con nosotros una cifra que giraba en torno a ochocientos mil.

—¿Liras? —preguntó Montalbano un tanto decepcionado.

—Euros.

Las cosas cambiaron de golpe. Más de mil quinientos millones de liras.

—¿Inversiones?

—Ninguna. Necesitaba dinero en efectivo.

—¿Por qué has puntualizado «hasta el día de su muerte»?

—Porque tres días antes retiró cien mil euros. Y por lo que he podido saber, si no le hubieran pegado un tiro, en cuestión de otros tres días habría venido a efectuar otro retiro.

—¿Qué averiguaste?

—Que los había perdido en el juego, en la timba de Zizino.

—¿Puedes decirme desde cuándo era cliente vuestro?

—Menos de seis meses.

—¿Se había quedado alguna vez en números rojos?

—Jamás. En todo caso, con cualquier cosa que hubiera ocurrido, nosotros en el banco no habríamos tenido problemas.

—Explícate mejor.

—Cuando abrió la cuenta, vino en compañía del honorable Di Cristoforo. Y ahora ya basta, hablemos un poco de los viejos tiempos.

Habló sólo Cumella, recordando historias y personas de las cuales el comisario ya nada recordaba, pero le bastó, para simular que lo tenía todo presente en su memoria, decir de vez en cuando «¿cómo no?» o bien «¡pues claro que me acuerdo!».

Al término de la charla, se despidieron con un abrazo y la solemne promesa de llamarse.

Durante el camino de regreso no sólo no consiguió disfrutar del descubrimiento recién hecho, sino que fue poniéndose progresivamente de mal humor. En cuanto subió al coche, empezó a darle vueltas por la cabeza una pregunta tan molesta como un mosquito: ¿por qué Giogiò Cumella se acordaba de la época de su primera etapa de bachillerato y él no? A través de algún nombre mencionado por Giogiò, de algún detalle evocado, habían vuelto a ratos a su memoria algunos retazos semejantes a fugaces relámpagos de recuerdos, pero bajo la forma de fragmentos de un rompecabezas imposible de resolver porque carecía de un esquema definido, y aquellos relámpagos le habían permitido circunscribir el período en que conoció a Cumella a la primera época del bachillerato, basándose en lo que el otro le iba diciendo. Por desgracia, la respuesta sólo podía ser una: estaba empezando a perder la memoria. Señal inequívoca de vejez. Pero ¿no decían que la vejez te hacía olvidar lo que habías hecho la víspera y recordar, en cambio, cosas de cuando eras pequeño? Bueno, se ve que no siempre era así. Estaba claro que había vejeces y vejeces. ¿Cómo se llamaba esa enfermedad que te hacía olvidar incluso que estabas vivo? ¿La que padecía el presidente Reagan? ¿Cómo se llamaba? ¿Lo ves? Ya empiezas a olvidarte hasta de las cosas de hoy.

Para distraerse, evocó una consideración. ¿Filosófica? Puede que sí, pero perteneciente a la parte del pensamiento débil, es más, del pensamiento extenuado. Y a esa consideración le dio incluso un título: «La civilización de hoy en día es la ceremonia del acceso». ¿Qué quería decir? Quería decir que hoy en día, para entrar en el lugar que fuera, un aeropuerto, un banco, una joyería, una relojería, uno tiene que someterse a determinada ceremonia de control. ¿Por qué ceremonia? Porque no sirve para nada en concreto; un ladrón, un secuestrador, un terrorista, si tiene intención de entrar, entra de todos modos. La ceremonia no sirve ni siquiera para proteger a quienes se encuentran al otro lado del acceso. Pues entonces, ¿para qué sirve? Sirve precisamente para el que está entrando, para hacerle creer que, una vez dentro, ya podrá sentirse a salvo.

—¡
Dottori,
ah,
dottori
! ¡Li quería decir que ha tilifoniado el
dottori
Latte con ese al final! Ha dicho que hoy el siñor jefe superior de verdad que no podría.

—¿Hacer qué?

—No mi lo ha dicho,
dottori.
Pero ha dicho que mañana a la misma hora el siñor jefe superior sí podrá.

—Muy bien. ¿Adónde has llegado con el archivo?

—Voy adelantando. ¡Estoy casi al final! ¡Ah, por poco si mi olvida! Ha tilifoniado también el
dottori
Gommaseo, dice que si lo llama cuando venga.

Acababa de sentarse cuando entró Fazio.

—La compañía telefónica ha contestado que técnicamente no es posible remontarse a las llamadas que usted atendió cuando estaba en casa de Angelo Pardo. Me han explicado incluso el motivo, pero no he entendido nada.

—Los que llamaron eran tipos que todavía no se habían enterado de que a Angelo Pardo le habían pegado un tiro. Uno llegó incluso a cortar la comunicación. Si no hubiera tenido nada que ocultar, no lo habría hecho. Paciencia.

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