La luz de Alejandría

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Authors: Álex Rovira,Francesc Miralles

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: La luz de Alejandría
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Cuando la oscuridad se cierne sobre ti, es el momento de encontrar la luz que marque un nuevo camino. Tras una etapa de fracasos profesionales, Javier, guionista de radio y aventurero, decide tomarse un año sabático para replantearse su futuro. Pero justo antes de iniciarlo, se entera de una trágica noticia: Marcel Bellaiche, un viejo amigo de la universidad, ha aparecido sin vida en el faro de Finisterre.

Javier decide poner todos los medios a su alcance para descifrar las extrañas circunstancias de la muerte, y así descubre que Bellaiche investigaba la existencia de un informe secreto que contenía las enseñanzas perdidas de los siete sabios más importantes de la Antigüedad. Un enigmático documento que se perdió durante la destrucción de la legendaria biblioteca de Alejandría, pero que podría haber reaparecido tras permanecer más de veinte siglos oculto. Junto a su compañera de aventuras, la enigmática profesora Sarah Brunet, Javier se embarca en una peligrosa persecución por medio mundo tras un descubrimiento que podría sacar a la humanidad de las actuales tinieblas en las que se ve inmersa. Pero una sombra amenaza su investigación y la avivada relación entre ambos…

Álex Rovira & Francesc Miralles

La luz de Alejandría

ePUB v1.0

Crubiera
28.01.13

Título original:
La luz de Alejandría

Álex Rovira & Francesc Miralles, 2012.

Diseño/retoque portada: Cover Kitchen

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

Unos discípulos buscaban la

iluminación, pero no sabían en qué

consistía ni cómo podía llegarse a ella.

El maestro les dijo:

—No puede ser conquistada. No

podéis apoderaros de ella.

Pero, al ver el abatimiento de los

discípulos, el maestro añadió:

—No os aflijáis: tampoco podéis perderla.

Todavía hoy los discípulos andan

buscando lo que ni puede ser perdido

ni puede ser adquirido.

Tradicional Zen

PRIMERA PARTE

Herméticos

Caída libre

Un cielo extrañamente plomizo auguraba que el primer día de verano no traería nada bueno. Mientras daba gas a mi Vespa, comprobé que Barcelona estaba casi desierta aquel lunes por la mañana. Gracias a eso tardé diez minutos menos de lo habitual en llegar a los estudios de radio.

Después de una accidentada investigación sobre una fórmula secreta de Einstein
[1]
, había recuperado mi trabajo de guionista
free-lance
en uno de los programas con menos audiencia de las ondas.
La Red
no lograba atrapar a más de treinta y cinco mil fieles en todo el país, pese a emitirse a una hora inmejorable de la noche: justo antes del magacín de fútbol.

El móvil empezó a vibrar en mi bolsillo, pero estaba tan preocupado por aquella reunión que no quise detenerme para contestar. En lugar de eso, seguí acelerando hacia un lugar donde sabía que me esperaban malas noticias. Nunca me habían convocado un lunes y la anunciada presencia del gerente sólo podía significar dos cosas: o me fichaban en plantilla —algo insólito en época de recortes— o estaba a punto de perder el trabajo.

Faltaba un cuarto de hora para las diez cuando llegué a las puertas de la radio. Hernán, el conductor del programa, sostenía un cigarrillo con expresión amargada.

—No sabía que habías vuelto a fumar —le saludé.

—Pues ya ves. Fumarte un pitillo es lo menos que puedes hacer cuando todo se hunde a tu alrededor. Debe de haber un gran agujero en la red, porque estamos en caída libre. Dirección dice que la ciencia divulgativa ha dejado de interesar. Al menos como programa diario.

Yvette, la productora del programa, salió a la calle y me desafió con su mirada penetrante.

—Haces cara de cordero degollado. ¿Por qué no aplicas el pensamiento positivo? —Se burló—. Si entras con ese careto en la reunión convencerás al gran jefe para que nos acabe de fulminar, aunque tengo buenas noticias…

—¿De verdad? —dijo Hernán apagando la colilla contra la pared—. ¿Qué has oído?

—No se cargarán el programa. Todavía no.

Mientras yo respiraba aliviado, por la puerta de cristal asomó un barbudo con aspecto de hipertenso.

—Sólo tengo cinco minutos —dijo el gerente—. Entrad ya y acabemos con esto.

Hernán le siguió con expresión sumisa mientras la jefa de producción parecía divertirse con aquella situación. Quizás le traía sin cuidado que la echaran.

Tal como se había anunciado, la reunión fue despachada en un santiamén. El programa se mantendría en septiembre, eso sí, pero de cinco días por semana pasaba a emitirse sólo el sábado y a una hora intempestiva: a las dos de la madrugada.

Hernán e Yvette, que tenían contrato indefinido en la casa, serían recolocados en informativos el resto de los días.

Por mi parte, de mileurista pasaría a cobrar 200 euros al mes. Y no tenía más colaboraciones aquel mes de junio.

Salí del despacho tocado de muerte. Busqué en la pantalla de mi móvil algún mensaje esperanzador que me compensara de aquella hecatombe, pero sólo encontré la llamada que había recibido mientras me dirigía a la picota.

Era un número de móvil desconocido y no había ningún mensaje en el buzón de voz, así que me despreocupé.

Di gas a la moto para arrastrar el alma por el asfalto, camino de casa.

A mis cuarenta y dos años, había vivido suficiente para saber que los días que empiezan mal ya no se enderezan. Hay que dejarlos morir y esperar que el siguiente amanecer tenga un signo más benévolo.

Mientras cargaba una cápsula de Vivalto en la Nespresso, algo me dijo que la cosa no terminaba allí. Miré con desconfianza el portátil sobre la mesa. Tras el palo que acababa de recibir, no tenía estómago para digerir una mala noticia más, así que dejé el correo electrónico para más tarde.

Con el café en la mano, me desplomé sobre el sofá y encendí el televisor para evadirme de aquel estrecho comedor para gnomos. Tenía en el reproductor de DVD
Vivir rodando
. Esta película de quien fuera director de fotografía de Jim Jarmusch narra la filmación imposible de una escena. Con cada intento sucede algo distinto en el plató que impide llevarla a buen término.

Más o menos ésa era mi historia. Después de veinte años haciendo guiones para todo el mundo —ahora ya para casi nadie—, no tenía un guión para mi propia vida.

El teléfono vibró en mi bolsillo con la entrada de un mensaje. Comprobé con antipatía que era el mismo número desconocido de la mañana. Había enviado un SMS que me dejó perplejo:

Por favor.

Nada más.

Era como si la persona hubiera tenido que interrumpir, por algún motivo, el mensaje que pensaba teclear.

Volví a la película totalmente desconcentrado, aunque tampoco se podía decir que
Vivir rodando
tuviera un argumento.

El teléfono volvió a vibrar. Al mirar la pantalla, encontré otro mensaje del mismo remitente:

Usted no sabe quién soy, pero necesito que hablemos. ¿Ha visto mi correo?

«Malo», me dije mientras apagaba el televisor.

Fui al portátil esperando el aviso de una antigua deuda o cualquier otra amenaza que acabara de dinamitar aquel lunes.

El correo, que tenía como remitente una combinación de nombres y números, sólo contenía el link a una noticia.

Al abrirla, sentí cómo se me erizaba la piel de la nuca. Supe que aquella breve nota de prensa traería consecuencias.

La noticia

UN HOMBRE ES HALLADO MUERTO BAJO EL FARO DE FISTERRA

Lunes 21 de junio. Agencias

De acuerdo con un comunicado de la policía autonómica gallega, el cuerpo descubierto ayer domingo bajo el faro de Fisterra, en la Costa da Morte, corresponde al historiador y arabista Marcel Bellaiche, de cuarenta y un años, natural de Barcelona.

El fallecido llevaba alojado tres días en el cercano hotel O Semáforo, donde el personal lo describió como un hombre taciturno pero exquisito en el trato. Según el gerente del establecimiento, el difunto afirmó estar realizando un estudio sobre faros emblemáticos.

Corroborando este particular, dos testimonios aseguran haber visto con anterioridad al muerto en la torre de Hércules, un faro del siglo I cercano a La Coruña.

Aunque la causa exacta de la muerte no ha sido aclarada, fuentes no oficiales aseguran que no se trata de un suicidio, como se pensó inicialmente, ya que se ha hallado el rastro de un segundo hombre en el lugar donde se descubrió el cuerpo.

Hipnotizado por esta noticia, tuve que hacer un ejercicio de memoria para saber quién era aquel Marcel Bellaiche.

Recordé que en mis tiempos de estudiante, cuando el mundo parecía un lugar menos hostil, había conocido a alguien con ese nombre. Fue durante mis prácticas de periodismo. Yo había obtenido una plaza en la revista del CIDOB, un centro de estudios interculturales. La institución se hallaba en un antiguo colegio de los agustinos, la Casa de la Misericordia, en pleno barrio chino de Barcelona.

Era divertido perder allí la mañana, con sus correspondientes pausas para tomar café en los bares frecuentados por las prostitutas. Podía dedicar toda una semana a redactar un artículo de una página que ahora escribiría en tres horas.

«Marcel Bellaiche…», me repetí.

Una vez trasladado el foco a esa época idílica, identifiqué bajo aquel nombre a un tipo con gafas de montura dorada que llevaba la agenda de la revista. No era un futuro periodista, sino un estudiante de historia que parecía prematuramente envejecido.

Evoqué su rostro concentrado ante la pantalla del ordenador mientras fumaba un tabaco negro apestoso. El editor de la revista, un buenazo que nos concedía todos los caprichos, me había chivado que Marcel hacía prácticas allí gracias a un mecenas del centro. Al parecer, era hijo de una familia muy acaudalada, pero no tenía intención de dedicarse a nada productivo.

Su extraño fin en el faro corroboraba que había cumplido esos planes.

Abstraído por aquella arqueología de la memoria, recordé que en una ocasión le había hablado de unas chicas que venían a menudo por la biblioteca del CIDOB. Me miró asustado, como si acabara de convocar al mismo diablo. Inmediatamente después, me habló de viajes remotos que tenía programados, así como de sus estudios de árabe en la Escuela Oficial de Idiomas.

Estaba fascinado con el hecho de que la lengua del Corán tuviera singular, dual y plural. Eso revelaba la importancia de la amistad para los árabes, había dicho.

Curiosamente, ésa fue la primera y la última vez que intercambiamos más de una frase.

Aquella noticia insólita y el flashback a mi época en el CIDOB me habían apartado de lo más urgente: el SMS del desconocido que necesitaba hablar conmigo.

Sintiéndome como en un sueño, marqué el número de móvil y esperé. Al cabo de pocos segundos, una gruesa voz de hombre respondió con un escueto «Sí…».

—¿Con quién hablo? —pregunté.

—Eso debería preguntarlo yo, puesto que he recibido su llamada. ¿Quién es usted?

—Soy alguien a quien han telefoneado hoy temprano desde este número y que luego ha recibido dos SMS y un correo con una noticia de prensa. ¿Se puede saber qué quiere?

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