La madre (10 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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XIV

El día pasó lentamente, seguido por una noche de insomnio, y otro día más largo aún. Ella esperaba a alguien, pero nadie vino. Cayó la tarde y llegó la noche. Una lluvia glacial suspiraba y rezumaba a lo largo de los muros, el viento soplaba en la chimenea. Algo se agitaba en el suelo. El agua goteaba del tejado, y sus, notas melancólicas acompañaban extrañamente el «tic-tac» del reloj. Parecía que la casa entera vacilaba, se debilitaba, indiferente a todo, fija en su angustia…

Llamaron al cristal: un golpe, dos…

Estaba acostumbrada a esta señal y ya no la asustaba, pero esta vez tuvo un gozoso sobresalto. Una confusa esperanza la hizo saltar del lecho. Arrojó un chal sobre sus hombros y abrió.

Samoilov entró, seguido de un personaje que ocultaba el rostro dentro del cuello subido de su abrigo; el gorro le caía sobre los ojos.

—¿La hemos despertado? —preguntó Samoilov, sin saludarla; contra su costumbre, tenía el aire sombrío y preocupado.

—No dormía —dijo ella; y, silenciosa, clavó sobre los visitantes unos ojos llenos de ansiedad.

El compañero de Samoilov, con un profundo suspiro ronco, se quitó el gorro, tendió a la madre una ancha mano de dedos cortos, y le dijo cordialmente, como a una antigua amiga:

—Buenas noches, mamá. ¿No me reconoce?

—¿Usted? —gritó Pelagia, en una súbita explosión de alegría—. ¡Iégor Ivanovitch!

—En carne y hueso —dijo éste, inclinando su gruesa cabeza, de cabellos largos como los de un pope.

Una franca sonrisa iluminaba su rostro redondo; sus ojillos grises envolvían a la madre en una mirada afectuosa y clara. Recordaba un samovar, con su grueso cuello y los cortos brazos. Su cara relucía, respiraba ruidosamente y una especie de resuello ronco se escapaba de su pecho.

—Pasad, voy a vestirme inmediatamente —dijo la madre.

—Tenemos algo que decirle.

—Samoilov parecía preocupado. Le dirigía una mirada oblicua.

Iégor Ivanovitch entró en la habitación y dijo:

—Esta mañana, Nicolás Ivanovitch, a quien usted conoce, ha salido de la cárcel.

—¿Estuvo preso?

—Dos meses y once días. Ha visto al Pequeño Ruso y a Paul, que la saludan; su hijo le ruega que no se inquiete y dice que, en el camino que ha escogido, la prisión sirve de lugar de reposo, según han decidido nuestras benévolas autoridades. Ahora, madre, vamos al grano. ¿Sabe a cuántas personas han detenido ayer?

—No. ¿Hay otros, además de Paul?

—Paul hizo el número cuarenta y nueve —interrumpió tranquilamente Iégor—. Y cabe esperar que la policía encerrará a otra docena. Por ejemplo, este caballero, entre otros…

—Sí, a mí también —dijo Samoilov con aire sombrío. Pelagia sintió que respiraba mejor.

«No está solo allí», pensó en un relámpago.

Cuando se hubo vestido, volvió a la habitación y dirigió a sus huéspedes una valerosa sonrisa.

—Seguramente no los tendrán allí mucho tiempo, si son tantos…

—Justo —dijo Iégor Ivanovitch—. Y si conseguimos embrollar un poco el asunto será mejor. Se trata de esto:

«Si ahora dejamos de propagar nuestros folletos en la fábrica, los malditos gendarmes sacarán lamentables consecuencias, y se servirán de esto contra Paul y sus camaradas de prisión.» —¿Cómo? —gritó la madre, sobresaltada.

—Es muy sencillo —dijo dulcemente Iégor—. Los gendarmes pueden razonar, a veces. Piense: cuando está Paul, hay folletos y letreros; cuando Paul no está, no hay folletos ni letreros. ¿Qué quiere decir? Que era él quien los repartía, ¿no? Entonces, los gendarmes empezarán a actuar: les gusta mucho probar sus dientes en alguien hasta que no queda más que el polvo.

—¡Comprendo, comprendo! —dijo ella, angustiada—. ¡Dios mío! ¿Qué puede hacerse?

Samoilov elevó la voz.

—Los muy cerdos han cogido a casi todo el mundo. Tenemos que seguir el asunto como antes, no solamente por nuestra causa, sino para salvar a los compañeros.

—Pero no hay nadie para hacer el trabajo —añadió Iégor, con una risita—. Tenemos una literatura excelente; la he escrito yo mismo. Pero cómo introducirla en la fábrica…, ahí está el quid.

—Ahora registran a todo el mundo al entrar —dijo Samoilov. La madre adivinó que se esperaba algo de ella, y se apresuró a inquirir:

—Entonces, ¿qué hay que hacer, y cómo?

Samoilov apareció en el dintel:

—¿Está a bien con la vendedora María Korsounov?

—Sí, ¿y qué?

—Háblele: ella puede hacer pasar la propaganda.

La madre hizo con su mano un gesto negativo.

—¡Oh, no! Es una charlatana, ¡no! Se sabría que fui yo…, que esto viene de mi casa, no, no…

Y de pronto, iluminada por una repentina idea, dijo en voz baja:

—Dádmelos a mí. ¡A mí! Ya me las arreglaré, encontraré medio… Pediré a María que me tome como ayudante. Porque, si quiero comer, es preciso que trabaje. Mirad: yo llevaré las comidas a la fábrica. ¡Ya me las compondré!

Las manos sobre el pecho, aseguró con volubilidad que lo haría todo muy bien, sin ser notada, y concluyó triunfalmente:

—Verán que, aunque no esté Paul, su mano los alcanza desde la cárcel. ¡Ya verán!

Los tres se sintieron más animados. Iégor sonreía y se frotaba vigorosamente las manos:

—¡Maravilloso, madre! Si supiese lo que esto significa… Sencillamente, ¡formidable!

—Si sale bien, me sentiré tan contento en la prisión como en una butaca —dijo Samoilov.

—¡Es un tesoro, Pelagia! —añadió Iégor con su ronca voz.

La madre sonrió. Había comprendido: si las hojas aparecían en la fábrica, la dirección admitiría que no era su hijo quien las llevaba. Y, sintiéndose capaz de asumir la tarea, se sentía estremecer de júbilo.

—Cuando vaya a ver a Paul —dijo Iégor a Samoilov—, le dirá que tiene una madre extraordinaria.

—Lo veré pronto —prometió Samoilov esbozando una sonrisa.

—Dígale que haré cuanto haga falta. Que lo sepa.

—¿Y si no lo detienen? —dijo Iégor señalando a Samoilov.

—¿Qué vamos a hacer? Tanto peor.

Los dos hombres rompieron a reír. Ella, comprendiendo su estupidez, se echó también a reír, con una carcajada contenida y confusa, un poco maliciosa.

—Uno tiene bastante con sus propias preocupaciones como para pensar en los demás —dijo bajando la vista.

—Es natural —exclamó Iégor—. Y, volviendo a Paul, no se inquiete ni se entristezca. Saldrá de la cárcel mejor que entró. Allí se descansa, se lee, y, en libertad, nunca hay tiempo para eso. Yo, por ejemplo, estuve preso tres veces, sin gran placer, desde luego, pero para el corazón y el espíritu, me fue muy útil.

—Respira muy mal —dijo ella, mirando amistosamente aquel rostro ingenuo.

—Tengo mis razones particulares —explicó él, alzando un dedo—. Bueno, ¿de acuerdo, mamá? Mañana le procuraremos el material, y la máquina, que disipará las tinieblas seculares, volverá a ponerse en marcha. ¡Viva la palabra libre y el corazón de las madres! Mientras tanto, ¡hasta la vista!

—Hasta la vista —dijo Samoilov, estrechándole fuertemente la mano—. A mí no me pasa lo mismo: no puedo decir a mi madre ni una palabra de todo esto.

—Todos acabarán por comprender —respondió Pelagia, para consolarlo.

Cuando se marcharon, cerró la puerta y, arrodillándose en medio de la habitación, se puso a rezar, mientras fuera batía la lluvia. Oraba sin palabras, uniendo en un solo pensamiento a todos aquellos que, por Paul, habían entrado en su vida. Los veía pasar entre ella y las santas imágenes, todos sencillos, tan extrañamente próximos los unos a los otros; y tan solos.

Al día siguiente, muy temprano, fue a ver a María Korsounov. La vendedora, siempre manchada de grasa, siempre expresiva, la acogió con simpatía.

—¿Te aburres? —preguntó, con un golpecito de su sebosa mano en el hombro de Pelagia— No te inquietes. ¡Se lo han llevado: bonito lío! No hay mal en ello. Antes metían en la cárcel a la gente cuando robaba, pero ahora es cuando dicen la verdad. Quizá Paul ha dicho lo que no debía decir, pero ha sido en defensa de todos, y todo el mundo lo comprende, no te preocupes. No lo dicen todos, pero las personas honradas lo saben. Quise ir a tu casa, pero ya ves, no tengo tiempo. Hago mis trabajos, vendo, y , moriré vagabunda. Son mis condenados cortejos los que me comen todo. Devoran como cucarachas en miga de pan. Ahorro diez rublos, pues cualquiera de esos herejes viene y se los traga en un minuto. Es una desgracia ser mujer. ¡Qué asco de vida! Vivir sola es duro…, y ser dos, es aguantar palos.

—He venido a pedirte que me lleves de ayudante —dijo Pelagia, interrumpiendo aquella oleada de palabras.

—¿Cómo? —preguntó María; luego, cuando su amiga acabó de hablar, bajó la cabeza asintiendo.

—Puede hacerse. ¿Te acuerdas cuántas veces me defendiste de mi marido? Bueno, ahora te defenderé yo de la necesidad. Todos deben ayudarte, porque tu hijo sufre por una causa que atañe a todo el mundo. Es un buen muchacho: todos lo dicen y lo compadecen. Yo no creo que estos arrestos traigan bien a la fábrica, ¿no ves lo que ocurre? No están contentos, querida. En la dirección se dicen «se ha herido al hombre en el talón: no podrá andar mucho». Pero el resultado es que, por diez que se ha alcanzado, hay centenares encolerizados.

Las dos mujeres se pusieron de acuerdo. Al día siguiente, a la hora del almuerzo, Pelagia estaba en la fábrica con los manjares preparados por María en dos recipientes, en tanto que María, por su parte, iba a vender al mercado.

XV

Los obreros vieron en seguida a la nueva cantinera. Algunos se acercaban para animarla:

—¿Has encontrado trabajo, Pelagia?

Y la consolaban diciéndole que Paul estaría pronto libre; otros alarmaban con palabras de condolencia su corazón herido. Otros se deshacían en invectivas contra la dirección y los gendarmes, y esta cólera encontraba eco profundo en la madre. No faltaban quienes la mirasen con maligna alegría, e incluso el punzador Isaías Gorbov le dijo, apretando los dientes:

—Si yo fuese el gobernador, haría ahorcar a tu hijo. Así aprendería a no desviar al pueblo del buen camino.

Esta odiosa amenaza la heló con un frío mortal. No contestó a Isaías, se limitó a echar una ojeada sobre su rostro estrecho, cubierto de manchas rojizas, y bajó los ojos suspirando.

En la fábrica había agitación: los obreros se reunían en pequeños grupos, discutían entre sí a media voz; preocupados, los capataces rondaban por todas partes, y a cada momento estallaban juramentos y burlas irritadas.

Pelagia vio pasar junto a ella a Samoilov, entre dos policías. Llevaba una mano en el bolsillo y pasaba la otra por sus cabellos, de un rubio cobrizo. Les daba escolta un centenar de obreros, que abrumaban a los policías con ironías e insultos:

—¿Vas a dar un paseo? —gritó alguien.

—¡Qué honra para los obreros! —dijo otro—. Se les concede escolta…

Y lanzó un vigoroso juramento.

—Ya se ve que es menos provechoso atrapar a los ladrones —gruñó encolerizado uno grande y tuerto—. Ahora detienen a las gentes honradas.

—¡Si siquiera fuese de noche! —prosiguió otra voz entre la multitud—. Pero, ¡no les da vergüenza, en pleno día, los bribones…!

Los policías andaban de prisa, el aspecto sombrío; se esforzaban en no ver nada y parecían no oír las exclamaciones que los acompañaban. Tres obreros avanzaron hacia ellos, llevando una gruesa barra de hierro con la que los amenazaron, gritando:

—¡Atención los aficionados a la pesca!

Al pasar cerca de Pelagia, Samoilov, riendo, le hizo una seña con la cabeza y dijo:

—¡Me atraparon!

Silenciosa, respondió con un gran saludo, conmovida por el espectáculo de aquellos jóvenes valerosos, que no bebían e iban a la prisión con la sonrisa en los labios. Comenzaba a sentir hacia ellos un comprensivo amor de madre. De regreso de la fábrica, pasó toda la tarde en casa de María, ayudándola en su trabajo y escuchando su charla. Volvió entrada la noche a su casa vacía, fría, hostil. Largo rato anduvo de aquí para allá, sin encontrar dónde acomodarse ni saber qué hacer. La inquietaba ver llegar la noche sin que Iégor hubiese aparecido con los folletos, como le había prometido.

Tras la ventana danzaban los pesados copos grises de la nieve de otoño. Se pegaban a los cristales, se deslizaban sin ruido y se fundían, dejando una huella húmeda. Ella pensaba en su hijo.

Llamaron cautelosamente a la puerta. Corrió vivamente a abrir el cerrojo y entró Sandrina. Hacía tiempo que la madre no la veía, y lo primero que le chocó fue el anormal engrosamiento de la muchacha.

—Buenas noches —dijo, feliz de tener compañía y no pasar tan sola aquella parte de la velada—. Hace mucho que no nos veíamos. ¿Estaba de viaje?

—No, en la cárcel —dijo la joven sonriendo—. Con Nicolás Ivanovitch, ¿se acuerda de él?

—¡Cómo podría olvidarlo! —exclamó la madre—. Iégor me ha dicho ayer que lo habían soltado, pero de usted no sabía… Nadie me dijo que usted estaba…

—¡Bah! ¿a qué hablar de ello? Tengo que cambiarme mientras viene Iégor —dijo la muchacha, mirando a su alrededor.

—Está empapada…

—He traído las hojas y los folletos.

—¡Démelos! —dijo vivamente la madre.

La joven desabrochó rápidamente su abrigo, se sacudió y de su cuerpo se desprendieron, como hojas de árbol, fajos de papeles. La madre los recogió riendo:

—Estaba diciéndome al verla tan gruesa, «seguro que está casada y espera un niño». ¡Todo lo que ha traído! ¿No habrá venido a pie?

—Sí —dijo Sandrina. Estaba esbelta y fina como antes.

La madre observó sus mejillas hundidas: los ojos, cercados de negro, parecían inmensos.

—Acaban de ponerla en libertad…, debería descansar —dijo la madre moviendo la cabeza—. Y en vez de eso…

—Hay que hacerlo… Dígame, ¿cómo está Paul? ¿No está demasiado deprimido?

Hablaba sin mirar a la madre: inclinando la cabeza arreglaba sus cabellos con dedos temblorosos.

—¡No! Por supuesto que aguantará.

—Tiene buena salud, ¿verdad? —preguntó muy bajo la muchacha.

—Nunca ha estado enfermo. ¡Cómo tiembla usted! Voy a darle té con confitura de frambuesa.

—¡Eso estará bien! Pero, ¿por qué darle ese trabajo? Es tarde. Traiga, lo haré yo misma.

—¿Cansada como está? —replicó la madre en tono de reproche, y comenzó a preparar el samovar. Sandrina la siguió a la cocina, se sentó en el banco con las manos tras la nuca, y dijo:

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