La madre (43 page)

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Authors: Máximo Gorki

BOOK: La madre
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En pie, la cabeza vuelta hacia los jueces, el codo apoyado en el pupitre, el procurador lanzó un suspiro y comenzó a hablar, agitando en el aire la mano derecha, con gestos convulsos. La madre no entendió las primeras frases. La voz era llena y segura, pero el ritmo desigual, tan pronto lento, tan pronto rápido. Las palabras se estiraban en una larga serie monótona, como una costura uniforme, y repentinamente volaban, se empujaban, giraban como una bandada de negras moscas sobre un trozo de azúcar. Pero Pelagia no encontraba nada de siniestro ni amenazador. Frías como la nieve, grises como la ceniza, se dispersaban, volvían a concatenarse, llenando la sala de un hastío árido, como una arena fina y seca. Este discurso, avaro en sentimientos, abundante en palabras, parecía no llegar a Paul y sus camaradas, que no se preocupaban de él en absoluto y continuaban, tan apaciblemente como antes, charlando en voz baja, unas veces sonriendo abiertamente y otras ocultando su sonrisa bajo un aire adusto.

—Miente —murmuró Sizov.

Ella no diría tanto. Oía las palabras del procurador y comprendía que acusaba a todo el mundo sin distinción. Al citar a Paul se puso a hablar de Théo, a quien colocó en el mismo plano, y luego añadió insistentemente a Boukhine. Parecía meter a todos los acusados en el mismo saco y encerrarlos allí, apretando a unos contra otros. Pero el sentido aparente de sus frases no satisfacía a la madre, no la asustaba ni la conmovía y, sin embargo, continuaba esperando el algo terrible, buscándolo obstinadamente en las palabras, el rostro, los ojos, la voz del procurador, en aquella mano blanca que se movía lentamente en el aire. Sí, allí estaba y era terrible: la madre lo sentía, pero inaprensible, imposible de definir, estrangulándole de nuevo el corazón con un hilo áspero y rugoso.

Miraba a los jueces, a quienes el discurso aburría visiblemente. Los rostros amarillos y grises, sin vida, no expresaban nada. Las palabras del procurador esparcían en el aire una niebla invisible que se espesaba alrededor de los jueces, envolviéndolos en una nube aún más densa de indiferencia y de resignado cansancio.

El presidente no se movía, rígido como una momia; las pequeñas manchas grisáceas tras los cristales de sus lentes desaparecían a ratos, fundiéndose en el rostro. Y ante esta pasividad cadavérica, esta fría indiferencia, la madre se preguntaba perpleja:

«¿Es que juzgan?»

Esta duda le oprimía el corazón, arrojando de él poco a poco el temor de la «cosa horrible» que esperaba, y una aguda sensación de humillación le subía a la garganta.

El discurso del procurador se interrumpió de pronto, añadió algunos rápidos sonidos, se inclinó ante los jueces y se sentó frotándose las manos. El mariscal de la nobleza le hizo un gesto de asentimiento, girando los ojos, el alcalde le tendió la mano, el síndico contempló su vientre y sonrió.

Pero, aparentemente, el discurso no gustó a los jueces, que no hicieron ni un movimiento.

—Tiene la palabra… —dijo el viejecillo poniendo un papel a la altura de su cara—, el defensor de Fedosseiev, Markov y Zagarov. El abogado que la madre había visto en casa de Nicolás se puso en pie. En su ancha fisonomía bondadosa, sus ojillos sonreían luminosos, y parecía que, bajo sus rojas cejas, dos puntas de cuchillo se preparaban para cortar algo en el aire. Se puso a hablar sin precipitarse, con voz sonora y clara, pero la madre no pudo escucharlo. Sizov le dijo al oído:

—¿Comprendes lo que dice? ¿Comprendes? Que son desequilibrados, extravagantes… ¿Es así Théo?

Ella no contestó, abrumada por una penosa decepción. Su humillación aumentaba, oprimiéndole el alma. Comprendía ahora por qué había esperado justicia; había pensado asistir a una discusión leal y severa, entre su hijo con su verdad, y los jueces con la de ellos. Se había imaginado que éstos preguntarían detalladamente a Paul, largamente, con atención, sobre la vida de su corazón; que examinarían con lúcida mirada sus pensamientos y sus acciones, sus ocupaciones todas. Y cuando viesen su rectitud, dirían en alta voz, con toda justicia:

«¡Este hombre tiene razón!»

Pero nada de esto ocurría. Los acusados estaban a cien leguas de los jueces, que parecían no darles frío ni calor. Fatigada, la madre dejó de interesarse en los debates, dejó de escuchar; pensaba ofendida:

""¿Así es cómo se juzga?»

—Esto es bueno para ellos —murmuró Sizov, aprobando con la cabeza.

Ahora hablaba otro abogado, un hombrecillo de cara puntiaguda, pálida e irónica. Los jueces le interrumpían.

El procurador, sobresaltado y con voz rápida y nerviosa, pronunció las palabras «proceso verbal», luego el viejecillo se puso a hablar, exhortándolo a calmarse. El abogado los escuchó, inclinando respetuosamente la cabeza, y luego volvió a tomar la palabra.

—Despanzúrralos —dijo Sizov—. Hazlos polvo.

En la sala volvía la agitación. Un sentimiento belicoso se apoderaba del público. El abogado azotaba con cáusticas palabras la vieja epidermis de los jueces, que parecieron apretarse más unos contra otros, e hincharse para detener sus papirotazos picantes y severos.

Pero, he aquí que Paul se puso en pie, y repentinamente se hizo un inesperado silencio. La madre tendió todo su cuerpo hacia adelante. Paul comenzó tranquilamente:

—Perteneciendo a un partido, sólo reconozco el tribunal de mi partido, y no hablaré para defenderme, sino para satisfacer el deseo de mis camaradas que también han querido defensor. Así, trataré de explicaros lo que no habéis comprendido. El procurador ha calificado nuestra demostración, bajo la bandera de la socialdemocracia, de rebelión contra el poder supremo, hablando constantemente de nosotros como de sediciosos contra el Zar. Debo declarar que, para nosotros, la autocracia no es la única cadena que oprime al país entre sus hierros; no es más que la primera cadena, la más tangible, de que tenemos que liberar al pueblo…

El silencio se hacía más profundo aun al sonido de esta voz firme, que parecía derribar los muros de la sala, como si Paul hubiese retrocedido muy lejos del auditorio tomando, al mismo tiempo, mayor relieve.

Los jueces se agitaron con inquietud. El mariscal de la nobleza murmuró algunas palabras al juez del rostro apático; éste movió la cabeza y se dirigió al viejecillo, a quien el juez de aspecto enfermizo hablaba ya por la otra oreja. El viejo, oscilando de derecha a izquierda en su sillón, dijo algo a Paul, pero su voz se ahogó en el amplio e igual curso de la exposición de éste:

—Somos socialistas. Esto significa que somos enemigos de la propiedad privada que desune a los hombres, los arma unos contra otros, crea una inconciliable rivalidad de intereses, miente pretendiendo ocultar o justificar este antagonismo y pervierte a los hombres con la mentira, la hipocresía y el odio. Nosotros decimos: una sociedad que considera al hombre como un instrumento para enriquecerse, es antihumana, y nos es hostil; no podemos aceptar su moral, hipócrita y embustera. Su cinismo y su crueldad hacia la persona humana nos repugnan; queremos luchar, lucharemos contra todas las formas de servidumbre física y moral del hombre hacia semejante sociedad, contra todos los procedimientos, por medio de los cuales se le aplasta en provecho de la ambición. Nosotros, obreros; nosotros, cuyo trabajo ha creado todo, desde las máquinas gigantescas hasta los juguetes de los niños; nosotros, a quienes se ha privado del derecho de luchar por nuestra dignidad humana, y cada uno se arroga el privilegio de hacer de nosotros instrumentos para alcanzar su objetivo, nosotros queremos ahora tener la libertad suficiente para que, con el tiempo, nos sea posible conquistar el poder. Nuestra consigna es sencilla: ¡abajo la propiedad privada! Todos los medios de producción para el pueblo. Todo el poder para el pueblo. Trabajo obligatorio para todos. Podéis ver que no somos sediciosos.

—Se lo ruego, aténgase a los hechos —dijo el Presidente con voz fuerte y clara.

Se había vuelto hacia Paul y lo miraba. Pareció a la madre que sus ojos mortecinos brillaban con un fulgor malvado y ávido. Todos los jueces miraban al joven con ojos que parecían pegarse a su rostro, adherirse a su cuerpo para chuparle la sangre y reanimar con ella su caduco organismo. El, erguido en toda su altura, se mantenía firme y seguro, tendía el brazo hacia ellos, y con su voz precisa, sin gritar, decía:

—Somos revolucionarios, y lo seremos mientras unos no hagan sino mandar y los otros sino trabajar. Lucharemos contra la sociedad que os ha ordenado defender sus intereses, y de la que somos adversarios irreductibles, como lo somos de vosotros. La reconciliación no será posible mientras no hayamos vencido. ¡Y los obreros, venceremos! Vuestros mandatarios están muy lejos de ser tan fuertes como se figuran. Los bienes que amasan y protegen, sacrificando a los millones de seres que han esclavizado, esta misma fuerza que les da poder sobre nosotros, provocan entre ellos roces y antagonismos, y los arruinan física y moralmente. La propiedad exige una tensión demasiado grande para su defensa, y en realidad, vosotros, nuestros amos, sois más esclavos que nosotros, que sólo lo somos corporalmente, mientras vosotros lo sois en el espíritu. No podéis liberaros del yugo de las convenciones y costumbres que os matan moralmente. En nosotros nada impide la libertad interior, y los venenos con que nos intoxicáis son más débiles que los contravenenos que vosotros mismos, sin proponéroslo, vertéis en nuestra conciencia. Esta conciencia crece, desarrollándose incesantemente, se enciende más cada vez, y arrastra consigo todo lo que hay de mejor y más moralmente sano, incluso en vuestra clase… No tenéis ya a nadie que pueda luchar ideológicamente en nombre de vuestro poder; habéis agotado ya todos los argumentos capaces de protegeros contra el asalto de la justicia histórica; no podéis crear nada nuevo en el dominio de las ideas; sois intelectualmente estériles. Nuestras ideas progresan en claridad, se apoderan de la masa del pueblo y la organizan con vistas a la lucha por la libertad. La conciencia de la gran misión de la clase obrera une a todos los trabajadores del mundo en una sola alma, y no podéis detener el proceso de renovación de la vida, más que con la crueldad y el cinismo. Pero el cinismo es patente y la crueldad engendra la cólera. Y las manos que hoy nos estrangulan, estrecharán muy pronto las nuestras en fraternal saludo. Vuestra energía es la energía mecánica del aumento del oro, y os une en grupos condenados a devorarse mutuamente. Nuestra energía es la fuerza viva de la conciencia, siempre creciente de la solidaridad entre todos los obreros. Todo lo que hacéis es criminal, porque sólo va encaminado a esclavizar a los hombres. Nuestra labor liberará al mundo de los fantasmas y los monstruos engendrados por vuestra mentira, vuestro odio, vuestra avaricia, y destinados a aterrar al pueblo. Habéis arrancado el hombre a la vida y lo habéis aplastado. El socialismo agrupa a todo el universo destruido por vosotros en un solo ser grandioso, y triunfará.

Paul se detuvo un instante, y repitió más suavemente, pero con mayor fuerza:

—¡Y triunfará!

Los jueces murmuraban entre sí con extrañas muecas, sin separar de Paul sus ojos inquietos, y la madre tenía la impresión de que aquellas miradas manchaban el cuerpo flexible y sólido de su hijo, envidiándole la salud, la fuerza, la juventud. Los acusados escuchaban atentamente las palabras de su camarada, pálidos los rostros y brillantes de alegría los ojos. La madre bebía las frases de su hijo. Largos párrafos se grababan en su memoria. Varias veces, el viejecillo detuvo a Paul explicándole algo; incluso una vez sonrió con tristeza. Paul lo escuchaba en silencio, y luego continuaba con voz severa pero tranquila, dominando la atención de los jueces, cuya voluntad sometía a la suya.

Por fin, el viejecillo empezó a gritar, extendiendo la mano hacia Paul. Por toda respuesta, éste dijo con tono levemente irónico: —Termino. No quiero ofenderos personalmente, antes al contrario, debiendo asistir por fuerza a esta comedia que llamáis juicio, siento casi compasión por vosotros. A pesar de todo, sois seres humanos, y siempre es penoso ver a nadie, por muy hostil que sea a nuestro objetivo, descender de modo tan vil al servicio de la represión, perder hasta tal punto la conciencia de su dignidad de hombres.

Se sentó sin mirar a los jueces. La madre, reteniendo el aliento, los observaba y esperaba.

Andrés, resplandeciente, estrechó la mano de Paul, Samoilov, Mazine y todos los demás, se inclinaron hacia él. Paul sonreía, algo confuso ante el entusiasmo de sus camaradas. Miró hacia el banco donde estaba su madre y le hizo con la cabeza un gesto, como preguntando: «¿Ha estado bien?»

Inundada por una ardiente ola de ternura, ella le respondió con un profundo suspiro de alegría.

—Ahora sí que ha empezado el juicio —murmuró Sizov—. Los ha puesto buenos, ¿eh?

Ella inclinó en silencio la cabeza, feliz de que su hijo hubiese hablado con tanta audacia; más feliz aún, quizá, de que hubiese terminado.

Una pregunta martilleaba su cerebro:

«¿Y ahora? ¿Qué va a ser de vosotros?»

XXVI

Lo que su hijo había dicho no era nuevo para ella, que conocía sus ideas, pero por primera vez sentía allí, ante el tribunal, la fuerza extraña y arrebatadora de su fe. La calma de Paul la había conmovido, y el discurso se condensaba en su pecho como un resplandeciente haz de certidumbres luminosas que la confirmaban en la verdad de la causa y en su victoria. Pensaba ahora que los jueces discutirían encarnizadamente con él, le replicarían airados, le opondrían su verdad. Pero he aquí que Andrés se levantó, balanceándose, lanzó al tribunal una ojeada circular y comenzó:

—Señores defensores…

—¡Es el tribunal el que está ante usted, y no la defensa! —gritó el juez de rostro enfermizo, con voz fuerte e irritada.

Por la expresión de su cara, veía la madre que Andrés intentaba bromear. Su bigote temblaba y en sus ojos brillaba una especie de caricia astuta y felina que ella conocía bien. El se frotó vigorosamente la cabeza con su ancha mano y lanzó un suspiro.

—¿Es posible? —dijo—. Yo creía que no erais jueces, sino solamente defensores…

—Le ruego que vaya directamente al asunto —dijo secamente el viejecillo.

—¿Al fondo? ¡Bueno! Quiero creer que realmente sois jueces, hombres independientes y honrados…

—El tribunal no necesita sus apreciaciones.

—¿No las necesita? Vaya…, de todos modos, continuaré. Sois hombres para los cuales no hay amigos ni adversarios, hombres libres. Así que tenéis ante vosotros dos partidos: uno se queja «me han robado y me han roto la cara». Y el otro responde: «Tengo el derecho de robar y de partir caras, porque tengo un fusil…»

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