Transcurridos unos minutos, entró Umegat, secándose las manos en un trapo y alisándose el tabardo.
—Bienvenido, mi lord —dijo, cordial. Cazaril se sintió súbitamente inseguro respecto a la mejor manera de devolver el saludo, si poniéndose de pie como si estuviera ante un superior o quedándose sentado como si tuviera delante a un lacayo. En la corte roknari no había ningún protocolo gramatical adecuado que comprendiera la relación secretario-santo. Se sentó y se inclinó a medias desde la cintura, torpemente, optando por un término medio.
—Umegat.
Umegat cerró la puerta, para garantizar la intimidad. Cazaril se inclinó hacia delante, enlazando las manos sobre la mesa, y habló con la urgencia que correspondería a un paciente que al fin logra entrevistarse con su médico.
—Tú ves los fantasmas del Zangre. ¿Alguna vez los has oído?
—Normalmente no. ¿Tú sí? —Umegat cogió una silla y se sentó en perpendicular a la derecha de Cazaril.
—A éstos no… —Espantó al más persistente, que lo había seguido hasta el interior. Umegat frunció los labios y lo ahuyentó esgrimiendo su trapo—. Al de Dondo. —Cazaril describió el cisco interno que había vivido la noche anterior—. Pensé que estaba intentando liberarse. ¿Es posible? ¿Si la diosa afloja su presa?
—Estoy seguro de que ningún fantasma puede derrotar a un dios.
—Ésa no es… la respuesta que esperaba oír. —Cazaril rumió la réplica. Quizá Dondo y el demonio se propusieran acabar con él de puro agotamiento—. ¿No me puedes sugerir al menos una manera de cerrarle la boca? Taparme la cabeza con la almohada no sirvió de nada.
—Existe una especie de simetría —observó Umegat, despacio—. Fantasmas de fuera que puedes ver pero no oír, fantasmas de dentro que puedes oír pero no ver… si la mano del Bastardo está de por medio, quizá tenga algo que ver con la conservación del equilibrio. En cualquier caso, estoy seguro de que tu salvación no fue ningún accidente y no será burlada accidentalmente.
Cazaril asimiló aquello por un momento. Quehaceres diarios, ja. Los de la jornada habían dado un giro curioso. Habló entonces como un camarada a otro.
—Umegat, escucha, se me ocurre una idea. Sabemos que la maldición ha seguido la rama masculina de la Casa de Chalion, de Fonsa a Ias y de éste a Orico. Pero la royina Sara viste una sombra casi tan oscura como la de su marido, y ella no desciende de Fonsa. Debe de haberse casado con la maldición, ¿sí?
Las finas líneas del rostro de Umegat se acentuaron cuando arrugó el entrecejo.
—Sara exhibía ya la sombra cuando llegué aquí, hace años, pero supongo… sí, supongo que debió de ser algo así.
—Lo mismo con Ista, supongo.
—Supongo.
—Así que… ¿podría Iselle
divorciarse
de la maldición? ¿Desprenderse de ella al pronunciar los votos nupciales, cuando renuncie a su cuna y entre en la familia de su marido? ¿O la seguiría su maldición para corromperlos a ambos?
Umegat arqueó las cejas.
—No lo sé.
—Pero tampoco sabes que eso sea descabellado. Estaba pensando que podría haber una forma de rescatar… algo.
Umegat se acomodó en su asiento.
—Es posible. No lo sé. Nunca me hizo falta pararme a pensarlo, con Orico.
—Tengo que saberlo, Umegat. La rósea Iselle está atosigando a Orico para que inicie las negociaciones de su matrimonio fuera de Chalion.
—Algo que sin duda no permitirá el canciller de Jironal.
—Yo no subestimaría su poder de persuasión. Ella no es como Sara.
—Tampoco Sara era así, antes. Pero tienes razón. Ah, pobre Orico, atrapado entre dos piedras de molino.
Cazaril se mordió el labio e hizo una larga pausa antes de atreverse a formular la siguiente pregunta.
—Umegat… tú que llevas muchos años observando esta corte, ¿ha sido siempre de Jironal un desfalcador tan ponzoñoso, o es que la maldición lo ha ido corrompiendo poco a poco también a él? ¿Arrastró la maldición a este hombre a su puesto de poder, o se corrompería del mismo modo cualquier siervo de la Casa de Chalion, con el tiempo?
—Planteáis cuestiones muy interesantes, lord Cazaril. —Umegat, pensativo, juntó las cejas entrecanas—. Ojalá tuviera mejores respuestas. Martou de Jironal fue siempre convincente, inteligente, capaz. No entraremos en consideraciones con su hermano pequeño, que se forjó una reputación de brazo fuerte en el campo de batalla, no de cabeza pensante en la corte. Cuando ocupó el cargo de canciller, yo hubiera juzgado que el mayor de los de Jironal no era ni más ni menos susceptible a las tentaciones del orgullo y la codicia que cualquier otro alto señor de Chalion con un clan por el que velar.
Bonito elogio. Y aun así…
—Y aun así creo que… —Pareció que Umegat continuara con el propio pensamiento de Cazaril; cruzó la mirada con su huésped—, la maldición tampoco le ha hecho ningún bien.
—Entonces… ¿deshacerse de de Jironal no es la solución a los problemas de Orico? ¿Ocuparía su lugar otro hombre, tal vez peor, así de simple?
Umegat abrió las manos.
—La maldición adopta un millar de formas distintas, retorciendo todo lo bueno que pudiera ser de Orico en función de la debilidad de su naturaleza. Su esposa será yerma en lugar de fértil. Su consejero en jefe será corrupto en vez de leal. Sus amistades, volubles en vez de leales, la comida lo enfermará en lugar de fortalecerlo, y así sucesivamente.
¿Su secretario tutor se volverá cobarde e inepto en vez de valiente y sabio? O a lo mejor sólo verá visiones y se volverá loco…
Si todo aquel que entraba en el radio de acción de la maldición era vulnerable, ¿estaría él destinado a convertirse en la preocupación de Iselle, como era de Jironal la preocupación de Orico?
—Y Teidez, e Iselle… ¿son las opciones de ella tan reducidas como las de Orico, o acarrea él una carga especial, al tratarse del roya?
—Creo que la maldición de Orico ha empeorado con el tiempo. —El roknari entornó los ojos grises—. Me habéis hecho una docena de preguntas, lord Cazaril. Permitid que os pregunte yo una. ¿Cómo entrasteis al servicio de la rósea Iselle?
Cazaril abrió la boca y se pegó al respaldo, pensando en el día que lo había abordado la provincara con su oferta de empleo. Pero no, antes de eso hubo… y antes de aquello… Se encontró relatando a Umegat la crónica del día en que un soldado de la Hija, a lomos de un caballo impetuoso, había dejado caer al suelo una moneda de oro, y cómo había llegado él a Valenda. Umegat hirvió té en la fogata y puso una taza humeante delante de Cazaril, que hizo una pausa sólo para lubricar el gaznate reseco. Cazaril describió cómo había desconcertado Iselle a aquel avieso juez el Día de la Hija, y, al cabo, cómo habían recalado todos en Cardegoss.
Umegat se tiró de la coleta.
—¿Crees que tus pasos han estado predestinados desde hace tanto tiempo? Inquietante. Aunque los dioses son parsimoniosos, y aprovechan la ocasión cuando se les presenta.
—Si son los dioses los que tienden este camino ante mí, ¿dónde está mi libertad de elección? ¡No, no puede ser!
—Ah. —Umegat se animó ante aquella espinosa cuestión teológica—. Se me ha ocurrido otra teoría relativa a tales destinos, que niega a los dioses y a los hombres. Quizá, en lugar de controlar cada paso, los dioses han puesto a un millar de cazariles y umegats al comienzo de este camino. Y sólo lo toman los que deciden hacerlo.
—Pero ¿soy el primero en tomarlo, o el último?
—Bueno —respondió Umegat, lacónico—, puedo prometerte que no eres el primero.
Cazaril soltó un gruñido, comprendiendo. Tras dedicar un momento a digerir esto, dijo de repente:
—Pero si los dioses te han dado a Orico, y a mí me han dado a Iselle, aunque para mí que Alguien ha cometido un santo error, ¿quién está encargado de la protección de Teidez? ¿No deberíamos ser tres? Un hombre del Hermano, seguramente, aunque no sé si será una herramienta, o un santo, o un necio… ¿o es que se han quedado por el camino el centenar de potenciales protectores del muchacho, uno detrás de otro? Puede que ese hombre no haya llegado todavía. —Una nueva idea dejó sin aliento a Cazaril— A lo mejor se suponía que fuera de Sanda. —Se inclinó hacia delante, con el rostro enterrado en las manos—. Si me quedo aquí mucho más tiempo hablando de teología contigo, juro que acabaré borracho como una cuba de nuevo, aunque sólo sea para conseguir que deje de darme vueltas el cerebro en el cráneo.
—La adicción a la bebida es un vicio bastante frecuente, en realidad, entre los divinos.
—No me extraña. —Cazaril apuró las últimas gotas de té, ya frío en su taza, y la posó—. Umegat… si debo preguntarme si cada acción es no sólo sabia o buena, sino también si es la que se supone que debo elegir, me volveré loco. Más todavía. Terminaré acurrucado en una esquina sin hacer nada más que balbucir y llorar.
Umegat soltó una risita —cruel, pensó Cazaril— pero luego negó con la cabeza.
—No te puedes adelantar a los dioses. Atente a la virtud, si es que logras identificarla, y confía en que la tarea que se te encomiende es la tarea que se espera que lleves a cabo. Y que los talentos que te han sido concedidos son los talentos que deberás aplicar al servicio de los dioses. Créeme si te digo que los dioses no te pedirán nada que no te hayan prestado antes. Ni siquiera la vida.
Cazaril se frotó el rostro, e inhaló.
—En tal caso, tendré que esforzarme con ahínco para promover este matrimonio de Iselle, para romper la maldición que pesa sobre ella. Debo confiar en mi razón, ¿por qué si no elegirían los dioses a un hombre razonable para guardar a Iselle? —Aunque, en susurros, añadió—: Al menos, antes era un hombre razonable… —Asintió, con más firmeza de la que sentía, y se levantó de la silla—. Reza por mí, Umegat.
—A todas horas, mi lord.
Oscurecía cuando entró lady Betriz con una vela delgada en el despacho de Cazaril y deambuló un instante encendiendo las velas de lectura en sus respectivos recipientes de cristal. Cazaril sonrió y asintió para darle las gracias. Ella le devolvió la sonrisa y apagó su vela delgada, pero luego se detuvo, sin regresar todavía a los aposentos de las mujeres. Se había quedado, observó Cazaril, en el mismo lugar en que se despidieron la noche de la muerte de Dondo.
—Parece que las cosas comienzan a serenarse, gracias a los dioses.
—Sí, un poco. —Cazaril posó su pluma.
—Empiezo a creer que todo saldrá bien.
—Sí. —Sintió un retortijón.
No
.
Una larga pausa. Retomó su pluma, y la mojó, aunque no tenía nada que escribir.
—Cazaril, ¿es preciso que creas que estás a punto de morir para atreverte a besar a una chica? —preguntó Betriz, de repente.
Cazaril agachó la cabeza, sonrojándose, y carraspeó.
—Mil perdones, lady Betriz. No volverá a ocurrir.
No se atrevió a mirarla, por miedo a que ella intentara traspasar de nuevo sus endebles barreras. Por miedo a que lo consiguiera.
¡Oh, Betriz, no sacrifiques tu dignidad por mi futilidad!
La voz de la muchacha se tornó engolada.
—Lamento mucho oír eso, castelar.
Cazaril mantuvo la vista clavada en su libro mayor mientras los pasos de Betriz se apagaban.
Transcurrieron varios días e Iselle continuó su campaña de concienciación de Orico. Transcurrieron varias noches, convertidas en pesadillas para Cazaril por culpa de los aullidos que profería el alma de Dondo en su tormento particular. Aquellas visitas intestinales demostraron ser siempre nocturnas, un cuarto de hora que repetía el terror de aquella muerte. Cazaril no lograba conciliar el sueño antes del interludio de medianoche, enfermo de aprensión, y no por mucho tiempo después, en estremecida resonancia, por lo que su semblante adquirió el tinte gris de la fatiga. Los borrosos fantasmas del pasado comenzaron a antojársele mascotas mimosas en comparación. No había manera de que pudiera beber vino suficiente, todas las noches, hasta caer rendido, por lo que se armó de valor para soportarlo.
Orico soportaba las visitas de su hermana con mucho menos estoicismo. Empezó a esquivarla con pretextos cada vez más extraños, pero ella daba con él de todos modos, en su cámara, en la cocina y, una vez, para escándalo de Nan de Vrit, en la bañera. El día que partió a caballo rumbo a su cabaña de caza en el robledal, al amanecer, Iselle lo siguió en cuanto hubo desayunado. A Cazaril lo alivió percatarse de que su séquito espectral se rezagaba cuando se alejaron del Zangre, como si los fantasmas estuvieran ligados al lugar de su muerte.
Era evidente que el rápido galope infundía a Iselle un alborozo inexpresable, pues dejaba atrás las ligaduras y tensiones propias de su estricta existencia en el castillo. Un día a caballo gozando del frío aire del nuevo invierno, en viaje de ida y vuelta a una entrevista por lo demás infructuosa, le iluminó los ojos y le devolvió el color a las mejillas. Lady Betriz evidenciaba el mismo rejuvenecimiento. Los cuatro guardias baocios a los que se había encomendado que los acompañaran mantenían el ritmo, aunque a duras penas, esforzados en sus sillas; Cazaril disimulaba su agonía. Había perdido sangre esa tarde, algo que hacía días que no le ocurría, y la serenata nocturna de Dondo resultó especialmente desgarradora porque, por primera vez, el oído interno de Cazaril consiguió distinguir palabras intercaladas entre los gritos. No eran palabras que tuvieran sentido, pero sí reconocibles. ¿Vendrían más?
Temiéndose otra cabalgata parecida, Cazaril subió agotado las escaleras que conducían a los aposentos de Iselle a la mañana siguiente. Acababa de acomodarse con dificultad en la silla ante su mesa y se disponía a abrir el libro de cuentas cuando apareció la royina Sara, acompañada de dos de sus damas. Pasó junto a Cazaril envuelta en una nube de lana blanca. Cazaril se puso en pie, sorprendido, y realizó una honda reverencia; la royina reconoció su existencia con un asentimiento de cabeza tan ligero como distante.
Un frenesí de voces femeninas que procedían de las cámaras vedadas adyacentes anunció su visita a su hermana política. Las damas de compañía de la rósea y Nan de Vrit se exiliaron a la sala de estar, donde se sentaron a coser y chismorrear en voz baja. Transcurrida una media hora, la royina Sara salió de nuevo y cruzó la antecámara de Cazaril con la misma severa abstracción.
Betriz apareció poco después.
—La rósea solicita vuestra presencia en su sala de estar —dijo a Cazaril. La preocupación pesaba sobre sus cejas negras. Cazaril se incorporó sin dilación y la siguió.