Read La Maldición del Maestro Online
Authors: Laura Gallego García
En un soberano esfuerzo de voluntad, se había lanzado contra uno de los lobos, esperando que él aceptase la provocación y luchara contra él, y lo matara de una vez. Pero el lobo había pensado que era un juego, y de todas formas, no osaría enfrentarse al jefe de la manada. Tendrían que atacarle todos a la vez para hacerle daño.
«Salamandra está viva», insistió la voz.
Fenris soltó una amarga carcajada, que sonó como un bajo gruñido. Estaba viendo perfectamente cómo sus compañeros de manada se repartían los despojos de los cuatro chicos.
«Abre los ojos, Fenris. Esto es solo una pesadilla».
Esa era una posibilidad interesante, se dijo Fenris. Desgraciadamente, no era verdad. Si hubiera sido una pesadilla, habría despertado tiempo atrás, seguro.
«Despierta, Fenris. Estás en el Laberinto de las Sombras. Esto no es real».
Fenris abrió los ojos, aturdido. De pronto, ya no vio ante sí el desfiladero, la nieve salpicada de sangre ni las sombras de los lobos, sino una extraña niebla hecha de luces y sombras. Parecía tan inverosímil que Fenris estuvo a punto de convencerse de que se trataba de un sueño en medio de la pesadilla que estaba viviendo bajo su forma lobuna... cuando, de pronto, el rostro de Kai apareció ante él.
—¡Eh! —exclamó el elfo, algo mareado—. ¿Qué haces tú aquí?
—Estamos buscando a Dana —le recordó el espíritu.
En el Laberinto de las Sombras.
—¿Dana? —Fenris se incorporó de un salto y miró a su alrededor. —¿Dónde están...?
—Salamandra está bien. La he dejado no lejos de aquí. Solo me faltan Nawin, Conrado y Jonás, pero creo que no tardaré en encontrarlos. Este lugar no parece muy grande.
Fenris asintió y se miró las manos, pensativo.
—Eres un elfo —le dijo Kai, y sonrió. —Y los salvaste en el desfiladero. No les hiciste ningún daño.
Fenris recordó.
—El lobo blanco... —murmuró. —Entonces, ¿eso era verdad? —fijó su mirada en Kai.
—¿Y por qué puedo verte yo?
—Porque no estás en tu mundo, sino en otra dimensión —sonrió. —Por cierto, me alegro de que podamos vernos por fin, cara a cara.
Adelantó una mano. Sin tenerlas todas consigo, Fenris le tendió la suya.
—Va a ser algo difícil —opinó.
Trató de estrechar la mano de Kai, pero sus dedos se cerraron en el vacío.
—Con eso me basta —dijo el fantasma. —¿Comprendes ahora lo que se siente?
—Siempre lo he sabido —replicó el mago. —Conozco a Dana muy bien. Nunca ha dejado de pensar en ti, ni de recordarte, a pesar de que nunca ha podido rozarte siquiera.
—En eso te equivocas —Kai sonrió con tristeza. —Hubo una vez... un momento... solo un momento...
Se separó de él bruscamente y sacudió la cabeza para alejar de sí aquellos pensamientos.
—Date prisa —dijo con voz ronca. —Tenemos que encontrar a Dana.
Salamandra se había acurrucado junto a una pared, sujetando a la Señora de la Torre para que no se alejara de ella. Recordaba perfectamente que Kai le había dicho que no se moviera, y ahora era incapaz de encontrar el camino de vuelta. Temía que él no pudiera llegar hasta ella de nuevo, y aquel pensamiento la llenaba de terror.
A menudo, sin embargo, tenía otras cosas en qué pensar. Dana se debatía de vez en cuando en espasmos de terror y gritaba cosas incongruentes, con los ojos azules abiertos de par en par. En tales ocasiones, Salamandra debía sujetarla con fuerza y susurrarle palabras tranquilizadoras al oído, hasta que la aterradora visión que atormentaba a la hechicera pasaba, y ella volvía a sumirse en aquella apatía distante.
«Qué horrible», se dijo Salamandra, acariciando los cabellos de Dana, mientras ella sufría entre sombras y pesadillas. «¿Cuánto tiempo llevará aquí? ¿Y cuánto tiempo será capaz de aguantar ella... o nosotros?»
Luchar por que Dana permaneciese en la realidad le ayudaba a combatir sus propias pesadillas. Sin embargo, Salamandra sabía que no resistiría mucho más.
Fenris y Kai encontraron a Conrado acurrucado en un rincón, sudando y gritando en medio de una pesadilla que parecía tener que ver con su padre. Kai lo escuchó atentamente para tratar de adivinar cuáles eran sus sueños. No le costó mucho sacarlo de ellos.
—Abre los ojos, Conrado —le susurró al oído, —y verás que sigues siendo un aprendiz de mago; verás que puedes volver a la Torre y seguir estudiando, y que nadie va a obligarte a golpes a que regreses a tu cabaña en el bosque para ser leñador, como tu padre y tus tres hermanos —hizo una pausa, y añadió —La Señora de la Torre está muy orgullosa de ti.
—La Señora de la Torre... —murmuró el muchacho.
—Nos está esperando, Conrado. Despierta; hemos de ir a buscarla.
Fenris se irguió de pronto y escuchó atentamente.
—Tenemos suerte, Kai —dijo. —Creo que oigo la voz de Jonás, que grita.
Las voces de sus amigos sacaron a Salamandra de un confuso sueño en el que se mezclaban lobos, fuego y espectros amenazantes. Se sobrepuso y abrió los ojos para despertar de su nueva pesadilla.
Dana seguía junto a ella, con la mirada perdida en las brumas. Salamandra escrutó las sombras y vio a lo lejos una túnica de color rojo.
—¡Fenris!
—¡Salamandra! —era la voz de Jonás—. ¿Estás bien?
Pronto se reunieron todos. Salamandra miró a su alrededor.
—¿Dónde está Nawin?
No le respondieron. Acababan de darse cuenta de que Dana estaba allí, con la muchacha.
—La has encontrado —murmuró Kai.
Se arrodilló junto a ella y la rodeó con sus brazos.
—Dana —dijo. —Dana, soy yo. ¿Me escuchas?
—Los muertos vienen y van —murmuró ella. —Fuego, fuego. Serpiente.
—Dana, respóndeme —la llamó Kai—. Soy yo, Kai. He venido a buscarte.
Ella no dijo nada. Pareció que miraba a través de él, como si no pudiera verlo. Volvió a tararear una melodía nueva.
Un pesado silencio reinó entre sus amigos.
—Hemos llegado a tiempo de evitar que pierda su espíritu —murmuró Fenris, apesadumbrado—. Pero, desgraciadamente, creo que la razón ya no va a recuperarla.
Kai alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.
—No —dijo. —Dana es fuerte, la conoces tan bien como yo. Saldrá de esta.
Se inclinó de nuevo junto a su amiga y susurró —Dana, escúchame. Tienes que dar media vuelta. Ese camino que has escogido no es el adecuado. Vuelve atrás; yo te estoy esperando. Si sigues adelante, ya no podré alcanzarte.
Ella gimió. Salamandra miró a su alrededor, inquieta.
—Deberíamos marcharnos de aquí, antes de que sea tarde.
—Pero falta Nawin —objetó Jonás—. No podemos irnos sin ella.
—Yo iré a buscarla —dijo Fenris. —Quedaos aquí, y no os separéis de Dana y Kai.
Se alejó de ellos, y las sombras se lo tragaron. Salamandra se quedó mirando el lugar por donde se había marchado, llena de sentimientos contradictorios.
Dana gritó algo ininteligible, mientras se convulsionaba torturada por una nueva pesadilla. Kai trató de sujetarla, pero sus brazos inmateriales no lograban retenerla.
—¡Suéltalo! —gritó ella. —¡Haré lo que quieras, pero suéltalo, déjalo marchar!
Por el rostro de Kai pasó una sombra de tristeza.
—¿Entiendes lo que dice? —preguntó Jonás.
—Desgraciadamente, sí.
Rozó la mejilla de Dana, bañada en lágrimas.
—No voy a abandonarte —susurró, —pero tienes que quedarte en un lugar donde yo pueda encontrarte.
——Me prometiste... —musitó ella.
—Y mantengo mi promesa —Kai la abrazó de nuevo, o, al menos, lo intentó. —Solo se trataba de una separación temporal, Dana. Una vida a cambio de una eternidad. Te estaré esperando si regresas a la vida, querida amiga.
Ella no respondió. Kai la miró a los ojos, esperando encontrar algún signo de reconocimiento en ellos. Pero su mirada seguía siendo vacía y ausente.
Nawin corría por los pasillos de su palacio en el Bosque Dorado. Había sucedido lo que llevaba tiempo mascándose en el ambiente, una conspiración. La más poderosa de las familias de la nobleza élfica se había alzado en su contra. Ahora sus asesinos la perseguían en su propio palacio, y aunque Nawin gritaba pidiendo ayuda, nadie parecía escucharla.
Abrió una puerta y se encontró con Shi-Mae. Se sintió muy aliviada. Los padres de Nawin habían muerto mucho tiempo atrás, de modo que Shi-Mae no había sido solamente su tutora y Maestra, sino también su amiga y protectora, casi una madre para ella. Shi-Mae era una Archimaga poderosa; ella desbarataría la revuelta y pondría cada cosa en su lugar.
La llamó, pidiéndole ayuda, y la hechicera tendió las manos hacia ella. Nawin corrió a refugiarse entre sus brazos, convencida de que allí estaría segura. Alzó la cabeza para mirar a Shi-Mae a la cara... ...Y leyó la verdad en sus ojos.
Sintió que las manos de Shi-Mae se cerraban en torno a su cuello, pero era demasiado tarde para escapar.
Transformado en lobo, Fenris recorría el Laberinto de las Sombras. Le había costado mucho tomar aquella decisión, porque todavía lo atormentaban los recuerdos de aquel mal sueño en el que devoraba a sus aprendices. Sin embargo, era la mejor solución. No importaba cuánto lo engañase aquel lugar con sus brumas fantasmales, él se limitaba a seguir el olor de Nawin, que lo llevaba directamente hacia donde se encontraba la princesa elfa.
La halló en un rincón, convulsionándose mientras gritaba palabras incoherentes en élfico. Se detuvo a unos pasos de ella. Su instinto de lobo le dijo que llevaba mucho tiempo sin comer, y que la muchacha apenas opondría resistencia.
Sin embargo, Fenris era perfectamente consciente de lo que estaba pasando. Se visualizó a sí mismo con forma de elfo, y no tardó mucho en abandonar su cuerpo lobuno.
De pronto oyó gritos entre la niebla, y reconoció la voz de Shi-Mae; adivinó entonces que ni siquiera la poderosa Archimaga había logrado escapar de las pesadillas del Laberinto, y decidió que, a pesar de todo, trataría de ayudarla a ella también. «Pero vayamos por partes», se dijo.
Se levantó y caminó hacia Nawin.
—Escúchame —le dijo en élfico—. No es más que una pesadilla...
No muy lejos de allí, Kai todavía luchaba por recuperar a Dana. La Señora de la Torre seguía murmurando cosas que no parecían tener ningún sentido para nadie, excepto para el muchacho que había vuelto del mundo de los muertos para rescatarla.
Salamandra escudriñaba las sombras, esperando ver aparecer a Fenris. Conrado se había encogido sobre sí mismo, temblando, y Jonás miraba pensativo a Kai y a Dana.
—Está tardando demasiado —murmuró la aprendiza.
—No te preocupes, volverá —le aseguró Jonás.
Salamandra lo miró a los ojos, y entendió cuánta razón había tenido Kai al afirmar que tenía el corazón dividido. Jonás no era misterioso y fascinante como el elfo, pero era cálido y agradable, y Salamandra se sentía segura a su lado. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el hombro del muchacho, con un suspiro. Jonás le acarició el pelo.
—Saldremos de aquí —le prometió.
Shi-Mae corría por el Bosque Dorado, huyendo de una espantosa criatura con forma de lobo que pretendía devorarla. Ella era apenas una aprendiza de primer grado y no sabía cómo defenderse de aquel monstruo; pero eso no era lo peor; no, lo más espantoso era que aquella bestia había sido momentos antes un apuesto y joven elfo, un elfo que ella conocía muy bien, y que, súbitamente, se había transformado en un horrible lobo a la luz de la luna llena, justo cuando Shi-Mae acababa de convencerse de que estaba enamorada...
Mientras corría por salvar su vida, Shi-Mae oyó de pronto la voz de él entre los gruñidos de la bestia. Era una voz tan agradable como la de cualquier elfo, y la llamaba por su nombre, y le decía que todo aquello no era más que una pesadilla. Shi-Mae sabía que no era una pesadilla. Sabía que aquel lobo estaba a punto de devorarla, sabía que debajo de aquella forma animal se escondía la persona de la que estaba enamorada, una persona que le había ocultado hasta aquel momento su terrible secreto.
Una persona en la que ya nunca más podría confiar. Shi-Mae cerró los ojos a la bestia; decidió que, si tenía que morir, se dejaría llevar por aquella voz...
Y vio a Fenris frente a ella, y vio que sostenía en brazos a una chica elfa que le resultaba conocida... y recordó de golpe que ella era Shi-Mae, la Archimaga del Bosque Dorado, que había sido arrastrada al Laberinto de las Sombras y que aquella jovencita era lo único que se interponía entre ella y el trono del reino de los elfos.
Sin embargo, estaba demasiado débil para hacer nada, siquiera para moverse. Cuando vio que el elfo volvía a transformarse en lobo, decidió que, seguramente, seguía en medio de una pesadilla.
—¡Kai! —gritó entonces Dana, entre sueños. —Estoy aquí, Dana —dijo Kai suavemente.
—A tu lado. Ella cerró los ojos y sonrió, un poco más relajada.
—Parece que reacciona —comentó Salamandra, esperanzada. —Te ha oído, Kai.
—Mirad —dijo entonces Jonás. —Viene alguien. Todos, excepto Dana, que seguía ausente, se volvieron hacia el lado que señalaba el chico. Vieron entre las brumas la figura de un enorme lobo acercándose. Conrado se irguió, como movido por un resorte.
—No —murmuró. —¿Qué has hecho? Jonás se removió, nervioso; sin embargo, Salamandra mantuvo su mirada clavada en la sombra del lobo, con la esperanza de que las pesadillas de Fenris no se hubiesen hecho realidad. Las sombras seguían susurrando a su alrededor; la muchacha estaba aprendiendo a no escucharlas, pero en esta ocasión no logró evitar que sembraran su corazón de inquietud.
—Fenris —murmuró. —No, Fenris.
Sintió que Jonás la rodeaba con el brazo. Eso la reconfortó.
El lobo se aproximó a ellos, surgiendo de las brumas y del juego de luces y sombras de aquella engañosa prisión. Se detuvo frente a ellos y los miró.
Entonces inclinó la cabeza y todos pudieron ver que, montada sobre su lomo, aferrada al pelaje de su cuello y muy asustada, pero sana y salva, estaba Nawin, la princesa elfa.
—¡Nawin! —exclamó Jonás; sin embargo, no se atrevió a acercarse al enorme lobo.
El animal sonrió, y comenzó su transformación. Lo vieron adoptar de nuevo su forma de elfo, lo vieron desplegar su túnica de color rojo y fijar en ellos la mirada de sus ojos de color miel.
Sostenía entre sus brazos a Nawin. Avanzó hacia ellos y, con gesto serio, depositó a la princesa en el suelo. Entonces se giró y miró hacia atrás, y los otros pudieron ver que tras él estaba Shi-Mae, aturdida, en pie entre las sombras.