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Authors: Hanns Heinz Ewers

La mandrágora

BOOK: La mandrágora
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La Mandrágora nos ubica en una comunidad de intelectuales sibaritas, donde todo lo que se hace se hace por placer. En un ámbito como aquel, el hastío funciona como vehículo del Mal.

Un tal Bronken, científico que sacrifica a niños en sus experimentos, comienza a elaborar un procedimiento por el cual es capaz de crear una criatura infernal, que consiste en inyectar en el útero de una "prostituta vocacional" la simiente de un condenado a muerte. De esta fecundación abominable se gesta una mujer siniestra, la Mandrágora, que ya en los trabajos de parto demuestra su naturaleza diabólica al destrozar los órganos de su madre, de hecho, su primera víctima.

Hanns Heinz Ewers

La mandrágora

ePUB v1.0

rosmar71
02.07.12

Título original:
Alraune

Hanns Heinz Ewers, abril de 1975.

Traducción: José Rodríguez Ponce

Editor original: rosmar71 (v1.0)

ePub base v2.0

PRELUDIO

¿Cómo quieres negar, querida amiga, que hay seres —ni hombres ni animales—, extraños seres, que surgen del placer malvado de absurdos pensamientos?

Bien sabes tú, mi dulce amiga, que la ley es buena, buenas todas las reglas y todas las normas severas. Bueno es el gran Dios que creó estas normas, estas reglas y leyes. Y bueno es el hombre que las respeta, que sigue sus caminos con humildad y paciencia y en fiel seguimiento de su buen Dios.

Muy otro es el príncipe que odia al Bueno. Destruye las leyes y las normas y crea... contra Natura.

Éste es malo, perverso. Y perverso es el hombre que obra como él: un hijo de Satán.

Perverso, muy perverso es entremeterse en las leyes eternas, desencajándolas con mano atrevida de sus quicios de hierro.

Quizá esto beneficie al malo, porque le ayuda Satán, que es un señor poderoso; podrá crear según sus propios deseos, según su orgullosa voluntad; podrá hacer cosas que arruinen todas las reglas e inviertan la Naturaleza. Pero que tenga cuidado: lo que cree será mentira y delirante espejismo. Su obra podrá levantarse y crecer en los cielos, para derrumbarse al final y sepultar en su caída al loco orgulloso que la imaginara.

* * *

Su Excelencia Jakob ten Brinken, doctor en Medicina, profesor numerario y consejero secreto efectivo, creó la extraña mujer, la creó... contra Natura. La creó él solo, aun cuando el pensamiento perteneciera a otro. Y aquella criatura, que hicieron bautizar y llamaron Alraune
[1]
, creció y vivió como un ser humano. Cuanto tocaba se convertía en oro; donde quiera que miraba reían los sentidos sobreexcitados. Pero donde su aliento alcanzaba, rugían todos los pecados capitales, y las pálidas flores de la Muerte brotaban de las huellas de sus pies ligeros. Y la mató el mismo que antes la imaginara: Frank Braun, el que marchaba al margen de la vida.

* * *

No es para ti, hermanita rubia, para quien escribo este libro. Tus ojos son azules y buenos, y nada saben del pecado. Tus días son como los opulentos racimos de las glicinas azules, que gotean sus florecillas hasta formar una muelle alfombra, por la que discurre mi pie ligero, bajo las bóvedas de follaje, relucientes del sol de tus días plácidos. No escribo este libro para ti, niña rubia, linda hermanita de mis días de tranquila ensoñación.

Para ti lo escribo, salvaje pecadora, hermana de mis noches ardientes. Cuando las sombras caen, cuando el mar cruel devora el sol de oro, palpita sobre las olas un rápido rayo de un verde venenoso. Es la primera y pálida sonrisa del pecado ante la angustia mortal del Día temeroso. Y el pecado se engalana con incendiados rojos y amarillos, con intensos tonos violeta, y respira en la noche profunda y exhala su pestífero aliento sobre todos los pueblos.

Y tú sientes ese hálito ardoroso. Entonces tus ojos se dilatan y se hincha tu pecho joven y tiemblan ansiosas las aletas de tu nariz y se distienden tus manos, húmedas por la fiebre. Caen los velos de los suaves días burgueses y la Serpiente nace de la negra noche. Y entonces se despereza tu alma salvaje, hermana, alegre de todas las vergüenzas, embriagada de todos los venenos; y del tormento y de la sangre y de los besos y de los placeres se levanta exultante, desciende ululando... por todos los cielos y los infiernos.

Hermana de mis pecados, para ti escribo yo este libro.

CAPÍTULO I
Que muestra cómo era la casa en que saltó al mundo el pensamiento Alraune

La casa blanca, donde se originó la idea Alraune ten Brinken —mucho tiempo antes de nacer ella, mucho tiempo antes de ser engendrada—, estaba junto al Rin. Un poco apartada de la ciudad, en la calle mayor de la villa que parte del antiguo palacio del arzobispado que hoy alberga la Universidad. Allí estaba. Y allá vivía entonces el consejero de justicia Sebastian Gontram.

Viniendo de la calle, se cruzaba un largo y feo jardín, que no conocía jardinero. Se llegaba a la casa, cuyas paredes se desconchaban; se buscaba la campanilla en vano, se gritaba, y nadie acudía. Por fin, se empujaba la puerta y se entraba, subiendo las sucias escaleras de madera, jamás lavadas. Tal vez un gato grande saltaba atravesando la oscuridad.

Otras veces el jardín se animaba con los hijos de Gontram: Frieda, Philipp, Paulche, Emilche, Jösefche y Wölfchen. Se les veía en todas partes, trepando por las ramas de los árboles, arrastrándose por cavas profundas en la tierra. Luego estaban los canes: dos descarados perros de lanas y un faldero, más el grifón enano del abogado Manasse, que parecía un membrillo, pardo, redondo como una bola, apenas mayor que un puño. Se llamaba Cyklop.

Y todos alborotaban y chillaban. Wölfchen, que apenas tenía un año, yacía en su cochecillo, berreando con terquedad horas enteras. Sólo Cyklop podía sostener este record y ladraba sin cesar, con ladridos roncos y entrecortados. Como Wölfchen, no se movía de su puesto; no hacía más que ladrar y aullar.

Los chicos de Gontram jugaban en el jardín hasta muy avanzada la tarde. Frieda, la mayor, tenía que vigilarlos y cuidar de que fueran buenos. Pero ella pensaba: ya son bastante juiciosos. Y se sentaba al fondo, junto al cenador de las lilas con su amiga, la pequeña princesa Wolkonski. Ambas charlaban y disputaban, pensando que pronto cumplirían catorce años y podrían casarse, o, por lo menos, tener novio. Pero ambas eran piadosas y estaban resueltas a esperar todavía catorce días, hasta después de la primera comunión.

Entonces se vestía una de largo. Entonces se era ya mujer y se podía tener novio.

Ellas se creían muy virtuosas con esta determinación. Y pensaron que era procedente ir a la iglesia en seguida, a los oficios de mayo. En estos días debía una recogerse y ser seria y razonable.

—Y quizá vaya también Schmitz —dijo Frieda Gontram.

Pero la pequeña princesa frunciendo el ceño dijo:

—¡Bah! ¡Schmitz!...

Frieda la cogió por el brazo.

—Y los bávaros, con sus gorras azules...

Olga Wolkonski se reía.

—¿Ésos?... Ésos son unos descamisados..., ¿sabes, Frieda? Los estudiantes distinguidos no van nunca a la iglesia.

Era verdad que los estudiantes distinguidos nunca hacían semejante cosa.

Frieda suspiró, dio un rápido empujón al coche del llorón Wölfchen y pisó a Cyklop, que quería morderla en el pie.

No, no. La princesa tenía razón. No había nada que buscar en la iglesia. «Quedémonos», decidió. Y las dos muchachas volvieron al cenador.

Todos los hijos de Gontram tenían un insaciable apetito de vida. No lo sabían, pero lo adivinaban. Sentían en la sangre que tenían que morir jóvenes y en la flor de la vida, que sólo gozarían de una pequeña parte del breve tiempo concedido al resto de los hombres. Y ellos triplicaban ese tiempo, alborotando y jugando, y devoraban y bebían la vida hasta hartarse. Wölfchen berreaba en su coche tanto como otros tres niños juntos. Sus hermanos, en cambio, correteaban por el jardín, multiplicándose, como si entre los cuatro hicieran cuatro docenas. Sucios, mocosos y en harapos, siempre sangrando por una cortadura en los dedos, un desollón en la rodilla o un respetable arañazo.

Cuando el sol se ponía, callaban los chicos de Gontram. Volvían a casa y se encaminaban a la cocina. Allí devoraban enormes montones de pan con mantequilla, cubiertos con una espesa capa de embutido, y bebían el agua que la enjuta criada teñía ligeramente con vino tinto. Luego los bañaban: los desnudaba, los metía en la tina y tomaba jabón negro y un áspero cepillo, con el que los frotaba como un par de botas. Ni siquiera con esto quedaban limpios. Y otra vez gritaban y alborotaban aquellos salvajes muchachos dentro de sus tinas de madera.

Luego, muertos de cansancio, pesados como sacos de patatas, se metían en la cama y no se movían más. Siempre se olvidaban de taparse, de lo que cuidaba la criada.

* * *

A esa hora, generalmente, llegaba el abogado Manasse a casa.

Subió la escalera, golpeó con el bastón un par de puertas; no recibió respuesta alguna, y pasó, finalmente, adentro.

La señora Gontram le salió al paso. Era alta, medía casi el doble que el señor Manasse, que era sólo un enano, redondo como una pelota, igual que Cyklop, su horrible perro. En las mejillas y mentón y sobre sus labios brotaban cortos cañones, y en medio destacaba la nariz, pequeña y redonda como una rabanilla. Cuando hablaba parecía como un perro que quisiera morder.

—Buenas tardes, señor abogado —dijo la señora—. ¿No ha venido aún mi señor colega?

—Buenas tardes, señor abogado —dijo la señora—. Póngase usted cómodo.

El pequeño Manasse gritó:

—Pero ¿no ha venido todavía mi señor colega? Haga usted el favor de mandar que metan al niño dentro; no entiende uno ni sus propias palabras.

—¿Qué? —preguntó la señora Gontram; destaponándose entonces los oídos.

—¡Ah!, sí —prosiguió—; es Wölfchen. Debería procurarse usted también unos tapones de algodón, señor abogado, y no oiría usted nada.

Fue hacia la puerta y gritó:

—¡Billa, Billa! ¡Frieda! ¿No oís? ¡Meted a Wölfchen en casa!

Estaba todavía en traje de mañana, de color melocotón; llevaba el abundante cabello castaño desordenadamente recogido, medio colgando. Sus ojos negros parecían infinitamente grandes, rasgados, dilatados, llenos de un fuego devorador y siniestro. Pero la frente se ahuecaba en las sienes, la delgada nariz se hundía y las pálidas mejillas se atirantaban, descarnadas, y sobre ellas ardían grandes manchas héticas.

—¿Tiene usted un buen cigarro, señor abogado? —preguntó.

Sacó su petaca irritado, casi furioso:

—¿Cuántos ha fumado usted hoy, señora?

—Unos veinte —dijo ella riendo—; pero ya sabe usted la basura que dan a cuatro céntimos la pieza. Un cambio me hará bien. Deme usted ese gordo de ahí —y tomó un fuerte cigarro mejicano, casi negro.

Manasse suspiraba.

—¿Qué le parece a usted? ¿Cuánto va a durar todavía esto?

—¡Bah! No se impaciente usted. El doctor opinaba anteayer que duraría todavía seis meses. Pero, ¿sabe usted?, hace dos años dijo exactamente lo mismo. Yo pienso siempre que esta tisis galopante no galopa nada, sino que va bonitamente al paso.

—¡Si, por lo menos, no fumara usted tanto!... —gritó el pequeño abogado.

Ella se miró con ojos dilatados estirando los delgados labios azules sobre los dientes brillantes.

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