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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (20 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—No me preocupa si quepo en ella —lo interrumpió Haplo, ceñudo—. Pensaba en los relámpagos. —Su magia lo protegería, pero no a Bane ni a los enanos—. Si un rayo alcanza ese metal...

—¡Ah, no debes inquietarte por eso! —Respondió Limbeck, con el pecho henchido de orgullo—. Observa esas varillas metálicas en la parte superior de cada carretilla. Si cae un rayo, la varilla transporta la centella por el costado del vehículo y a través de las ruedas hasta el suelo. Yo las llamo «atraparrayos».

—¿Funcionan?

—Bueno —concedió Limbeck a regañadientes—, en realidad no se ha comprobado nunca. Pero la teoría parece sólida. Algún día —añadió con tono esperanzado—, nos caerá un rayo encima y entonces lo veremos.

Los demás enanos parecieron sumamente alarmados ante tal perspectiva. Era obvio que no compartían el entusiasmo de Limbeck por la ciencia. Tampoco Haplo lo hacía. Llevaría a Bane en su vehículo y usaría la magia para invocar un hechizo en torno a ambos que los protegería de cualquier daño.

Haplo abrió la escotilla. La lluvia entró con fuerza, el viento aullaba y el trueno hacía vibrar el suelo bajo sus pies. Bane, ahora con la furia desatada de la tormenta a su alrededor, estaba pálido y con los ojos desorbitados. Limbeck y los enanos salieron a toda prisa. Bane se detuvo junto a la escotilla abierta.

—No tengo miedo —dijo, aunque le temblaban los labios—. Mi padre podría detener el rayo.

—Sí, claro. Pero papá no está. Y dudo que ni siquiera Sinistrad pudiera hacer mucho por dominar esta tormenta.

Haplo agarró al muchacho por la cintura, lo levantó a pulso y corrió a la primera carretilla, con el perro trotando a sus talones. Limbeck y sus compañeros de armas ya habían alcanzado las suyas. Los enanos levantaron los artilugios y se escabulleron debajo con notable rapidez. Las carretillas cayeron sobre ellos, ocultándolos por entero y poniéndolos a cubierto de la terrible tormenta.

Los signos mágicos de la piel de Haplo emitieron su resplandor azul y formaron en torno a él un escudo protector que los puso a salvo de la lluvia y el granizo. Allí donde el brazo del patryn u otra parte de su cuerpo entraba en contacto con Bane, éste también quedaba protegido, pero Haplo no podía apretarlo contra sí y, al mismo tiempo, meterlo en el vehículo.

En la oscuridad completa, Haplo manoseó con torpeza la carretilla. Los lados estaban resbaladizos y no lograba introducir los dedos bajo el borde metálico. Un relámpago iluminó el cielo, y una piedra de granizo golpeó en la mejilla a Bane. El pequeño se llevó la mano al corte, pero no gritó. El perro respondió al trueno con unos ladridos, como si fuera una amenaza viva que el animal podía ahuyentar.

Por último Haplo consiguió levantar la carretilla lo suficiente como para introducir en ella a Bane. El perro se deslizó dentro junto al muchacho.

—¡Quédate quieto! —le ordenó Haplo, y corrió otra vez a la nave.

Los enanos ya avanzaban a campo abierto en sus cascarones, camino de la seguridad. Haplo tomó nota de la dirección que seguían y volvió a sus asuntos. Rápidamente, trazó un signo mágico en el casco exterior de la nave. La runa emitió un destello azul y otras, en cadena, prendieron el fuego mágico. Luces rojas y azules se extendieron en dibujos por el casco. Haplo permaneció bajo la tormenta, observando minuciosamente que la magia hubiera cubierto por completo la nave. Una leve luz azulada irradiaba de ella y Haplo asintió satisfecho, seguro de que nadie —elfo, humano o enano— podía ahora causar daño a la embarcación. Dio media vuelta, corrió a la carretilla y se arrastró a su interior. Bane estaba acurrucado en el centro, con los brazos en torno al perro.

—Largo, desaparece —ordenó Haplo al animal, y éste se desvaneció. Bane miró a su alrededor, perplejo, y olvidó el miedo.

—¿Eh, qué ha pasado con el perro? —chilló. —Silencio —gruñó Haplo. Doblándose por la cintura, encajó la espalda contra la parte superior de la carretilla—. Ponte debajo de mí —dijo a Bane.

El chiquillo se colocó a duras penas bajo los brazos extendidos de Haplo.

—Cuando empiece a gatear, haz lo mismo.

Moviéndose torpemente, con muchos altos y vacilaciones, sin dejar de tropezar a cada instante, avanzaron penosamente. Un agujero abierto en la plancha de la carretilla permitía a Haplo ver por dónde iban, y el camino era mucho más largo de lo que había calculado. La coralita, donde era dura, resultaba resbaladiza debido al agua; en otros lugares, se hundían hasta el codo en el fango y chapoteaban entre los charcos.

La lluvia seguía cayendo y el granizo repiqueteaba sobre la cubierta de la carretilla metálica con un estrépito ensordecedor. Fuera, se oía al perro responder a los truenos con sus ladridos.

—¡«Atraparrayos»! —murmuró Haplo.

CAPÍTULO 12

WOMBE,

DREVLIN REINO INFERIOR

—¡No voy a deciros nada de la estatua! —declaró Jarre—. ¡Sólo causaría más problemas, estoy segura!

Limbeck enrojeció de furia y lanzó una mirada colérica a la enana a través de las gafas. Al instante, abrió la boca para soltar algún improperio contra Jarre; un improperio que no sólo habría puesto fin a sus relaciones sino que le habría deparado la rotura de las gafas, probablemente. Haplo se apresuró a dar un pisotón al enano, disimuladamente. Limbeck comprendió la indicación y guardó silencio a duras penas.

Se encontraban de nuevo en la SALA DE CALDERAS, la vivienda de Limbeck, iluminada ahora por lo que Jarre llamaba un «guingué». Harta de quemar discursos de Limbeck y harta también de oír que podía ver en la oscuridad si se concentraba en ello, Jarre había salido a dar una vuelta y le había quitado de las manos el guingué a un compañero de armas, diciendo que lo necesitaba el survisor jefe. El compañero de armas, según resultó, no sentía mucho aprecio por el survisor jefe, pero Jarre era muy corpulenta y perfectamente capaz de subrayar con los músculos su influencia política.

Así pues, se quedó con el guingué, un desecho de los elfos, reliquia de los días en que éstos pagaban el agua a los enanos con sus desperdicios. El guingué, colgado de un gancho, resultaba bastante útil cuando una se acostumbraba a la llama humeante, al olor y a la grieta de uno de los lados, por la que rezumaba hasta el suelo una sustancia obviamente muy inflamable.

Jarre lanzó una mirada de desafío al grupo. La luz del guingué endureció aún más su expresión ceñuda y terca. Haplo pensó que la cólera de la enana era un disfraz que enmascaraba su afectuosa preocupación, tanto por su pueblo como por Limbeck. Aunque no necesariamente por este orden.

Bane llamó la atención del patryn arqueando una ceja.

Yo puedo manejarla
, se ofreció el muchacho.
Si me das permiso
.

Haplo respondió con un encogimiento de hombros. No podía hacer ningún mal. Además de una insólita intuición, Bane poseía clarividencia. A veces podía ver los pensamientos más íntimos de otra gente..., es decir, de otros mensch. El muchacho no tenía manera de penetrar en la mente de Haplo.

Bane se deslizó junto a Jarre y tomó las manos de la enana entre las suyas.

—Puedo ver las criptas de cristal, Jarre. Puedo verlas y no te culpo por tener miedo de volver allí. Realmente, es muy triste. Pero Jarre, querida Jarre, es preciso que nos digas cómo entrar en los túneles. ¿Acaso no quieres descubrir si los elfos han dejado fuera de servicio la Tumpa-chumpa...? —insistió en tono halagador.

—¿Y qué harás, si es así? —inquirió Jarre, retirando las manos—. ¿Y cómo sabes lo que vi? Estás imaginándolo todo. Eso, o Limbeck te lo ha contado. —No, te aseguro que no —gimoteó Bane, dolido en su orgullo.

—¿Ves lo que has hecho ahora? —intervino Limbeck, pasando el brazo en torno a los hombros del muchacho para consolarlo.

Jarre se sonrojó de vergüenza.

—Lo siento —murmuró, retorciendo entre sus rechonchos dedos la falda de su vestido—. No quería chillarte. Pero insisto: ¿qué vais a hacer? —Levantó la cabeza y miró a Haplo con los ojos nublados por las lágrimas—. ¡No podemos luchar contra los elfos! ¡Muchísimos de nosotros moriríamos, lo sabéis muy bien! ¡Sabéis lo que sucedería! ¡Tenemos que rendirnos, decirles que cometimos un error, que nos equivocamos! ¡Así, tal vez se marcharán y nos dejarán en paz y todo volverá a ser como antes!

Hundió el rostro entre las manos. El perro se acercó a ella y le ofreció su silenciosa comprensión.

Limbeck se hinchó hasta que Haplo creyó que el enano iba a estallar. Al tiempo que le dirigía un gesto de advertencia con el índice extendido hacia arriba, el patryn habló con voz serena y firme.

—Ya es demasiado tarde para eso, Jarre. Nada puede volver a ser como antes. Los elfos no se marcharán. Ahora que tienen el control del suministro de agua de Ariano, no lo entregarán. Y, tarde o temprano, se cansarán de vuestros hostigamientos y vuestra táctica de guerrillas. Enviarán un gran ejército y esclavizarán a vuestro pueblo o lo barrerán de Drevlin. Es demasiado tarde, Jarre. Habéis ido demasiado lejos.

—Lo sé. —Jarre se enjugó las lágrimas con la punta de la falda y suspiró—. Pero para mí es evidente que los elfos se han apoderado de la máquina. Y no sé qué crees que puedes hacer tú —añadió en tono sombrío, sin esperanza.

—Ahora no te lo puedo explicar —dijo Haplo—, pero existe la posibilidad de que no hayan sido los elfos quienes han dejado fuera de servicio la Tumpa-chumpa. Y tal vez están más preocupados que vosotros, incluso, ante lo sucedido. Y, si es así y Su Alteza puede ponerla en funcionamiento otra vez, será el momento de coger a los elfos y decirles que ya pueden ir saltando de cabeza al Torbellino.

—¿Quieres decir que podemos recuperar el control de los Levarriba? — preguntó Jarre, no muy convencida.

—No sólo los Levarriba —intervino Bane con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡De todo Ariano! ¡De todo el mundo! ¡Todas sus gentes, elfas y humanas, bajo vuestro mando!

Jarre puso una expresión más alarmada que complacida ante tal perspectiva e incluso Limbeck pareció un tanto desconcertado.

—En realidad, no queremos tenerlos bajo nuestro mando —empezó a decir; luego hizo una pausa, meditando la cuestión—. ¿O sí?

—Claro que no —sentenció Jarre, enérgica—. ¿Qué haríamos con un montón de humanos y de elfos en nuestras manos, siempre peleándose, siempre insatisfechos?

—Pero, querida...

Limbeck parecía dispuesto a discutir y Haplo se apresuró a cortarlo.

—Perdonad, pero aún estamos muy lejos de todo eso; no es preciso que nos preocupemos de ello, de momento.

Por no mencionar el hecho, añadió el patryn en silencio, de que Bane estaba mintiendo por aquella boquita de dientes blancos como perlas. Sería el Señor del Nexo quien gobernaría Ariano. ¡Pues claro que su señor dominaría aquel mundo! No se trataba de eso, sino de que a Haplo le desagradaba engañar a los enanos, impulsarlos a arriesgarse con falsas esperanzas, con falsas promesas.

—Hay otro aspecto que no habéis tomado en cuenta. Si no han sido los elfos quienes han detenido el funcionamiento de la Tumpa-chumpa, probablemente pensarán que es cosa vuestra. Lo cual significa que estarán aún más preocupados por vosotros de lo que vosotros lo estáis por ellos. Al fin y al cabo, con la máquina inactiva, se han quedado sin agua para su pueblo.

—¡Tal vez están preparando un ataque ahora mismo! —murmuró Limbeck, abatido. Haplo asintió.

—¿De veras crees que los elfos tal vez no se han hecho con el control de la...? —Jarre empezaba a titubear.

—No saldremos de dudas hasta que lo veamos con nuestros propios ojos.

—La verdad, querida —dijo Limbeck con voz suavizada—. En eso creemos.

—En eso creíamos —murmuró la enana. Con un suspiro, añadió—: Está bien, os diré lo que pueda de la estatua del dictor, pero me temo que no sé gran cosa. Resultó todo tan confuso, con la pelea y los gardas y...

—Hablanos de la estatua —sugirió Haplo—. Tú y el otro hombre que estaba con nosotros, ése tan torpe, Alfred. Tú entraste en la estatua con él y lo acompañaste por los túneles.

—Sí —murmuró Jarre, alicaída—. Y resultó muy triste, mucho. Toda aquella gente tan bella, muerta. Y Alfred, tan abrumado de pena. No me gusta recordarlo.

El perro, al oír el nombre de Alfred, meneó la cola y soltó un gañido. Haplo le dio unas palmaditas y le recomendó silencio. El perro jadeó y se dejó caer en el suelo con el hocico entre las patas.

—No pienses en eso —dijo Haplo—. Háblanos de la estatua. Empieza por el principio.

—Bien... —Jarre frunció el entrecejo, pensativa, y se mordisqueó las largas patillas—, la lucha continuaba. Yo andaba buscando a Limbeck y lo vi cerca de la estatua. El survisor jefe y los gardas intentaban llevárselo y corrí a ayudarlo pero, cuando llegué, ya no estaba allí. Miré a mi alrededor... ¡Y vi que la estatua se había abierto!

Jarre asintió enérgicamente.

—Vi sus pies, que sobresalían de un hueco bajo la estatua.

Por aquel hueco descendían unos peldaños, y Alfred estaba caído de espaldas en ellos, con los pies en el aire. En aquel momento, vi acercarse más gardas y comprendí que debía ocultarme o me encontrarían. Me colé por el hueco y entonces tuve miedo de que vieran los pies de Alfred, de modo que lo arrastré conmigo escaleras abajo.

»Entonces sucedió algo extraño. —Jarre sacudió la cabeza—.

Cuando arrastré a Alfred hacia abajo, la estatua empezó a cerrarse. Estaba tan asustada que fui incapaz de reaccionar. Allí abajo estaba oscuro y silencioso. — Jarre se estremeció y miró a su alrededor—. Un silencio horrible. Como éste de ahora. Yo me eché a gritar.

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