Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
Se abrió camino entre los uniformes, motocicletas y coches negros sin pensar en las consecuencias de la agresividad que le brotaba del cuerpo. En un camión los esbirros amontonaban a hombres y mujeres que sacaban a los empujones de San Rafael. Alberto dejó de diferenciar entre la espalda de un uniformado o los brazos de un civil y empujó con redoblada furia. Separaba los obstáculos con insolencia, aunque automáticamente murmuraba “perdón, déjenme pasar”. Ojos y armas giraron hacia él.
—¡Alto!
—¡Vengo a buscar a mi esposa! —le brillaba la transpiración, pese al frío.
—No puede entrar ahí. ¡Retroceda!
—Soy diplomático.
—¡Fuera! No es lugar para diplomáticos.
Alberto intentó llegar al camión repleto de gente asustada.
—¡Alto! ¡Alto!
Vio a Edith en el hueco del vehículo militar y perdió los estribos. Un soldado lo tomó por el hombro derecho y casi lo levantó. Alberto se desprendió rabioso y maldijo. Le descargaron un bastonazo en el cuello.
—¡Fuera de aquí! ¿Entiende?
—¡Mi mujer! Soy diplomático. Devuélvanmela —el pelo le cubría la frente, sus labios estaban cubiertos de espuma.
Lo empujaron hacia atrás.
—¡Fuera!
Desesperado, empujó también. Tamaña rebeldía encrespó a los nazis. Otro bastonazo le dio en el vientre y un soldado le tironeó los pelos para forzarlo a marcharse. Alberto le devolvió un puñetazo en la cara. La respuesta fue peor, masiva. Lo rodearon, lo hicieron caer y descargaron patadas en tropel.
El incidente desvió la atención del operativo y quedó parcialmente descuidada la vigilancia de los arrestados. Edith saltó entonces a la calle y se abalanzó sobre el tumulto de soldados que castigaban a Alberto. Su irrupción produjo un giro lamentablemente trágico. Dos soldados la alzaron por las axilas y la devolvieron al hueco del trepidante vehículo militar. Alberto aprovechó para levantarse y, pese a las contusiones, saltó tras ella. Estaba deformado por la paliza recibida. Escuchaba los aullidos de su mujer, la cabeza le daba vueltas, no iba a permitir que se la llevasen.
—¡Alto!
Sus doloridas piernas renguearon grotescamente hasta el borde del camión. Sonó un disparo. Alberto agitó los brazos como alas y se elevó unos centímetros. Sus cabellos se abrieron en abanico mientras voceaba ¡Ediiiiiith! Vio sus ojos negros, increíblemente cerca y su despeinada cabellera de oro. Escuchó extraños sonidos y vio a la gente del Teatro Colón, vestida con elegancia, que rumbeaba hacia la confitería en una de cuyas mesitas lo aguardaban sus padres. Vio el altar iluminado de la iglesia de San Roque y la hermosa mano de su novia, en cuyo dedo puso el anillo nupcial. Hasta sus labios llegaba la perfumada y suave mejilla de Edith.
Luego tambaleó.
Aterrorizada, ella fue testigo de su lento desmoronamiento sobre el húmedo asfalto. Gritó “¡No puede ser!”, como se grita cuando abruma la certeza de que algo horrible es. Los soldados la empujaron al espantable fondo del camión y cerraron la puerta trasera con gruesas barras. Los metales del vehículo fueron atravesados por un llanto tan desgarrador que pareció detener el viento.
Tras quince horas de hacinamiento e incertidumbre Edith fue separada del grupo y llevada a la Embajada argentina en otro coche militar, con fuerte custodia dentro y fuera del vehículo. La entregaron al embajador Eduardo Labougle en persona. Estaba envejecida.
Entonces se enteró, con sus oídos más llagados que nunca.
Alberto había sido perforado por dos balas y trasladado en ambulancia a un hospital. No murió en el acto, sino en el camino; los médicos sólo pudieron certificar su defunción.
La noticia le produjo vértigo y estuvo a punto de caer. Una puñalada le cruzó el esternón. Dejó de respirar. Labougle le tomó la cabeza con ambas manos. En la calle seguían rugiendo las ráfagas y esperó unos minutos antes de continuar. Insistió en que bebiese algo de café y terminó de cumplir con su obligación de comunicarle que el gobierno del Reich había querido evitar nuevos problemas y por eso la liberó. La liberó aunque la habían acusado de participar en las actividades subversivas de San Rafael, Cáritas y San Agustín, lo cual merecía pesadas sanciones. A cambio de esta libertad debía irse del país en el término de cinco días como máximo. La autorizaban a llevarse los restos de su marido, si era su voluntad repatriarlos.
El sollozo de Edith se mezcló con bramidos y ahogos. No podía soportar lo que escuchaba, quería arrancarse los cabellos. El Dios de la crueldad no terminaba de quitarle seres queridos.
Pálida y ojerosa, ayudada por Margarete, empacó las pertenencias de Alberto. Las suyas deseaba quemarlas. Entre los objetos que guardó estaba el cuaderno donde su marido había volcado apuntes de su vida, una extraña mezcla de diario y memoria. La última frase decía “coincidíamos con Edith en que los presentimientos de Zalazar Lanús eran correctos”. Eran presentimientos trágicos, eran los que se estaban convirtiendo en una tenebrosa realidad. Curiosamente, el cuaderno empezaba con una referencia ajena a su propia historia, “un sujeto llamado Rolf Keiper”. Edith movió la cabeza ante los absurdos del destino o las inexplicables razones de Dios.
Buenos Aires instruyó con inusitada rapidez a su Embajada en Berlín para que los reclamos por el “accidente” fuesen más formales que duros.
El embajador Eduardo Labougle fue trasladado a Chile; la tensión generada por el “accidente” exigía un cambio de titular a fin de no perjudicar las cordiales relaciones de ambos países.
Víctor French por fin consiguió ser sacado de Alemania, esta vez con rango de embajador: Egipto era un país donde podría encontrar consuelo a sus angustias, aparentemente alejado del nudo bélico. Pero se despidió con una fiesta triste.
Margarete Sommer pasó a trabajar en la
Berliner Hilfwerks,
que asistía a los perseguidos no arios. Denunció ante el cardenal Bertram las deportaciones de judíos hacia el Este y las atrocidades que se cometían contra ellos. Por milagro sobrevivió a las persecuciones y a la guerra. Continuó ayudando a los refugiados. En 1956 visitó la Argentina y se reencontró con Edith. Falleció en 1965.
El general Ludwig Beck no cesó de conspirar contra el Führer. Se las ingenió para seguir vinculado a la
Wehrmacht
y participó en el levantamiento del 20 de junio de 1944. Condenado a muerte en un juicio vil, se le permitió suicidarse con un revólver. Pero el tiro que se disparó no fue mortal y lo ultimó un sargento, con patriótico placer.
El canónigo Bernhardt Lichtenberg fue nombrado prelado magistral de la Catedral Santa Eduviges de Berlín.
Rezó abiertamente por los judíos y los internados en los campos de concentración. Por su osadía fue arrestado el 23 de octubre de 1941; en el interrogatorio declaró que, como sacerdote, estaba obligado a rechazar la doctrina nazi. Fue encarcelado de por vida por cometer “abusos desde el púlpito”. En 1943, con precario estado de salud, lo condenaron al campo de concentración de Dachau. Falleció durante su traslado. En el año 1995 el Papa Juan Pablo II lo elevó a la dignidad de los altares.
El rabino Leo Baeck, único hombre de quien Hitler dijo tener aprensión, fue finalmente encerrado en el campo de Theresienstadt, donde permaneció hasta el final de la guerra. Al ser liberado viajó a Gran Bretaña y los Estados Unidos, donde fue recibido con veneración. Se convirtió en emblema de la resistencia espiritual contra el totalitarismo.
Ricardo Lamas Lynch siguió militando en el nacionalismo católico argentino con fuerte convicción, celebró el golpe de Estado de 1943, no ocultó su adhesión al nazifascismo y en febrero de 1946 ofrendó los votos de sus simpatizantes a Juan Domingo Perón a cambio de su ambicionada silla de diputado nacional. Lo apoyó el padre Gregorio Ivancic. También predicó en favor de Perón el padre Antonio Ferlic.
Emilio Lamas Lynch, en cambio, deploró el golpe del año '43 y colaboró activamente en la Unión Democrática antiperonista. Jamás volvió a hablar con su hermano.
María Eugenia y María Elena se casaron con hijos de estancieros. Mónica, en cambio, con un médico italiano; la pareja decidió radicarse en los Estados Unidos.
Edith se instaló en Bariloche, en casa de sus tíos. Volcó su duelo y su rabia en la pintura. Alberto reaparecía en dolorosos sueños. También Rolf.
Rolf fue ascendido a
Obersturmführer.
Tras la invasión de Polonia en septiembre de 1939, fue asignado al frente oriental, donde se desempeñó con júbilo asesino.
Salomón Eisenbach se retorció los encanecidos bigotes y confesó a Raquel su profunda aflicción: la humanidad había adoptado un modelo desaprensivo y cruel del que no sería fácil liberarse.
FIN