La mejor venganza (65 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
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El barril que estaba a la derecha estalló con un relámpago cegador, seguido casi al instante por el otro. Dos grandes chorros de tierra salieron disparados hacia el cielo. El caballo que iba en cabeza, y que se había quedado atrapado entre los dos, pareció detenerse, quedarse inmóvil, retorcerse, y luego estalló con su jinete. La mayor parte de los que iban detrás quedaron rodeados por las nubes de polvo que se levantaron y, presumiblemente, reducidos a trocitos de carne.

La ola de viento que aplastó una vez más a Morveer contra el costado del granero estuvo a punto de arrancarle la destrozada camisa, los cabellos y los ojos. Instantes después, la detonación doble llegaba como un trueno a sus oídos, haciendo que le castañeasen los dientes. En ambos extremos de la línea, dos caballos seguían enteros, pero moviéndose como si no tuvieran esqueleto, como si fueran los juguetes que un niño pequeño, muy enfadado, acabase de arrojar al suelo. El que estaba patas arriba había dejado varios regueros de sangre en el trigal que llegaban hasta los árboles de donde había salido.

La lluvia de terrones de barro golpeteaba el muro. El polvo comenzó a asentarse. Varios corros de trigo mojado ardían a regañadientes alrededor de los bordes de la explosión, despidiendo remolinos de humo acre. Aún proseguía la lluvia de astillas chamuscadas, broza ennegrecida y fragmentos humeantes de hombres y de bestias. La brisa aún seguía arrastrando las cenizas del desastre.

Morveer seguía metido en el hueco, helado hasta lo más hondo por lo sucedido. Fuego gurko, o algo más siniestro, más… ¿mágico? Justo cuando conseguía liberarse y se metía entre el trigo para mirar desde allí, una figura dobló la humeante esquina del granero.

Ishri, la mujer gurka. Uno de sus brazos y el dobladillo de su casaca marrón estaban en llamas. Sólo cuando éstas lamieron su rostro pareció ser consciente de ello. Entonces reaccionó, quitándose tranquilamente la prenda que ardía y tirándola a un lado, para quedarse cubierta sólo con las vendas que le llegaban de pies a cabeza, tan blancas e intactas como si envolviesen el cadáver de alguna antigua reina del desierto recién embalsamada y lista para su entierro. Miró largo y tendido hacia los árboles, sonrió y movió lentamente la cabeza.

Dijo en kántico algo que le resultaba divertido. Aunque Morveer no dominase aquel idioma, le pareció que significaba «Ishri, aún no lo has perdido». Barrió con sus ojos negros la parte del trigal donde se ocultaba Morveer, quien no tardó en zambullirse en él con la mayor alacridad posible; luego dio media vuelta y dobló la destrozada esquina del granero por donde había salido. Escuchó que seguía diciéndose:

—Aún no lo he perdido.

Morveer se quedó solo, con un deseo insuperable (aunque, en su opinión, completamente justificado) de huir y no volver jamás a aquel lugar. Por eso reptó como un gusano por el trigal sembrado con restos de cadáveres y cuajarones de sangre. Hacia los árboles, despacio, a pesar del dolor que sentía, resollando por los pulmones que le ardían, con el terror pegado a su trasero mientras recorría aquel trayecto que se le hacía tan largo.

No mucho peor

Cuando Monza echó la espada hacia atrás, el hombre emitió un quejido ahogado, el rostro compungido por la sorpresa, mientras se tocaba la pequeña herida que acababa de recibir en el pecho. Luego retrocedió, sin saber casi qué hacía, y levantó la espada corla como si le pesara tanto como un yunque. Ella adelantó un pie hacia la izquierda y le alcanzó en el costado, justo debajo de las costillas, metiéndole un buen palmo de su bien manejado acero por el justillo guateado que llevaba. El hombre volvió la cabeza hacia ella, el tembloroso rostro sonrosado, las venas saliéndosele del cuello que tenía muy estirado. Cuando Monza sacó la espada de su cuerpo, él cayó al suelo, como si aquella hoja que le había atravesado fuese lo único que lo mantuviera en pie. Sus ojos fueron en su dirección cuando dijo con voz entrecortada:

—Dile a mi…

—¿Qué?

—Dile… a ella… —con media cara cubierta de polvo, intentó levantarse del suelo; luego tosió, expulsando un vómito de color negro por la boca, y ya no se movió.

Entonces Monza le reconoció. Se llamaba Baro, o Paro, o como fuese, pero con una «o» al final. Uno de los primos del viejo Swolle. Había estado en Musselia después del asedio, después de que saquearan la ciudad. Había reído uno de los chistes de Benna. Lo recordaba porque, después de que mataran a Hermon y le robaran el oro, no le había parecido el momento apropiado para hacer un chiste. Y recordaba que por entonces no tenía muchas ganas de reír.

—¿No sería Varo? —dijo para sí, mientras intentaba recordar el chiste. Escuchó un crujido de tablones y captó un movimiento justo a tiempo de tirarse al suelo, golpeándose en la cabeza al caer. Se levantó mientras la habitación daba vueltas a su alrededor y sacó un codo por la ventana, estando a punto de caerse al intentar salir por ella. Fuera, todo estaba dominado por los rugidos, el estruendo del metal y el ruido de los golpes de la batalla.

Como, a pesar de tener la cabeza llena de lucecitas, percibió que algo se acercaba a ella, se apartó de su trayectoria antes de escuchar el sonido que aquello, lo que fuese, hacía al estrellarse contra el yeso de la pared. Recibió una lluvia de astillas en el rostro. Gritó, recobró el equilibrio y lanzó un tajo con su Calvez a aquella sombra, descubriendo entonces que ya no la empuñaba. Debía de habérsele caído por cualquier sitio. Había un rostro en la ventana.

—¿Benna? —preguntó, mientras unas cuantas gotas de sangre le caían de la boca.

No había tiempo para bromas. Algo acababa de caerle encima de la espalda, haciendo mucho ruido y dejándola sin aliento. Distinguió una maza que relucía con un brillo apagado. Distinguió el rostro burlón de un hombre. Entonces, una cadena se enrolló en el cuello de él y tiró hacia arriba. La habitación comenzaba a asentarse mientras la sangre le latía con fuerza en la cabeza. Intentó no moverse y se quedó boca arriba.

Vitari seguía tirando del cuello de aquel hombre mientras forcejeaba con él dentro de la habitación en penumbra. Él la agarró por el codo con una mano, intentando coger la cadena con la otra; pero ella tiró con fuerza, sus ojos como dos rendijas dominadas por la furia. Monza se levantó con mucho esfuerzo y cayó hacia los dos. El hombre buscó el cuchillo que llevaba en el cinturón, pero Monza se le adelantó y, sujetando su brazo libre con la mano izquierda, cogió el arma con la derecha y comenzó a apuñalarle con ella.

—Uh, uh, uh —los ruidos de chapoteo, de roce, de algo que se hunde blandamente, de los graznidos, de los escupitajos que se lanzaban a la cara, de los quejidos entrecortados de ella, de los gruñidos agudos de él, de los aullidos en sordina de Vitan, se mezclaron en una confusión bestial que dominó toda la habitación. Curiosamente, algunos de aquellos sonidos eran los mismos que habrían hecho si, en vez de matarse, estuviesen follando. Chapoteo, roce, algo que se hunde blandamente—. Uh, ah, uh.

—¡Ya basta! —exclamó Vitari—. ¡Se terminó!

—Uh —Monza dejó caer el cuchillo encima de las tablas. Tenía el brazo mojado hasta el codo por dentro de la casaca, y el guante de su mano encerraba una garra que le ardía. Se volvió hacia la puerta, entornó los ojos que le picaban para evitar la luz, y pasó de manera desmañada por encima del cadáver de un soldado de Ospria antes de franquear su destrozado umbral.

Un hombre que chorreaba sangre por una mejilla la agarró, estando a punto de arrastrarla al suelo en su caída, su guerrera cubierta de entrañas que brillaban al sol. Un mercenario, atravesado por detrás mientras intentaba huir del patio, acababa de caer boca abajo al suelo. En aquel momento, el soldado de Ospria que lo había alanceado recibió una coz en la cabeza, y su bonete de acero salió volando mientras él caía de lado como un árbol recién talado. Hombres y cabalgaduras daban vueltas, cansados…, una tormenta mortal de botas y de cascos que pataleaban, de metal chocando contra metal, de armas que giraban y de barro que volaba.

A menos de diez pasos de Monza, entre la confusión de los cuerpos que se retorcían, Fiel Carpi montaba su enorme caballo de guerra, rugiendo como un loco. No había cambiado mucho, la misma cara ancha y sincera, llena de cicatrices, la enorme calva, el espeso bigote blanco y la pelusilla blanca alrededor de él. Lucía un peto brillante y una larga capa roja que eran más propios de un duque que de un mercenario. Un cuadrillo de ballesta sobresalía por uno de sus hombros, el brazo derecho le colgaba inerte y el otro lo levantaba para apuntar hacia la casa con la enorme espada que sujetaba en un puño.

Le extrañó que, nada más verle, hubiera sentido una especie de calorcillo casero. La punzada de felicidad que uno siente al descubrir el rostro de un amigo en medio de mucha gente. Fiel Carpi, que había dirigido cinco cargas para ella. Que había luchado por ella bajo cualquier circunstancia y que nunca la había dejado tirada. Fiel Carpi, a quien hubiera podido confiarle la vida. Y a quien se la había confiado para que él la vendiera bien barata a cambio de sentarse en la vieja silla de Cosca. Y no sólo su vida, sino también la de su hermano.

Aquel calorcillo no duró. El mareo que sentía terminó por difuminarlo, dejando en su lugar cierta dosis de ira que le quemaba las tripas y un dolor pungente en la sien, justo donde las monedas mantenían unido su cráneo.

Aunque los mercenarios pudiesen ser unos combatientes muy duros cuando no les quedaba otra elección, antes preferían forrajear que luchar, y se sentían confundidos por aquella lluvia de flechas, y desconcertados por la aparición de aquellos hombres que no se esperaban. Tenían que vérselas con lanzas que se encontraban delante de ellos, con enemigos que estaban dentro de los edificios y con ballesteros situados en las ventanas y en el tejado plano del establo que les disparaban a placer. Un jinete gritó aterrorizado al caer de su silla, mientras su lanza caía dando vueltas de sus manos e iba a parar con un estruendo metálico a los pies de Monza.

Un par de camaradas suyos volvieron grupas para emprender la huida. Uno regresó al corral. El otro recibió un tajo que le hizo gemir y caer de la silla; pero como aún tenía un pie metido dentro del estribo, no pudo sacarlo mientras el caballo le arrastraba.

Aunque Fiel Carpi no fuese ningún cobarde, sus treinta años de mercenario le habían acostumbrado a aprovecharse de las circunstancias. Movió su caballo en círculo y alcanzó a un soldado de Ospria, dejándolo en medio del barro con el cráneo abierto. Luego rodeó uno de los lados de la casa.

Monza levantó la lanza con su mano enguantada, cogió con la otra las bridas del caballo que se había quedado sin jinete y se subió a su silla, porque la súbita y amarga necesidad que tenía de matar a Carpi acababa de devolver a sus pesadas piernas un poco de la vitalidad de antaño. Hizo que el caballo se volviera hacia la pared del patio y le clavó las espuelas. El corcel saltó al galope, haciendo que un soldado de Ospria soltara la ballesta que empuñaba, lanzara un grito y se apartase de su trayectoria. Monza llegó al otro lado del muro, rebotando en la silla y a punto de clavarse la lanza en la cara, y entró en el trigal, con las espigas enmarañándose alrededor de las patas de su caballo robado cuando éste atacó la larga pendiente. Luego colocó la lanza bajo su mano izquierda, lomó las riendas con la derecha, se agachó y logró avanzar a medio galope, azuzando a su montura con los talones. Cuando vio que Carpi se había detenido justo en la cresta de la pendiente, negra silueta que se recortaba contra el brillante cielo del este, hizo dar media vuelta a su caballo y avanzó.

Salió del trigal como una exhalación y cruzó el campo salpicado de arbustos espinosos colina abajo, lanzando por el aire terrones de barro del blando suelo cuando su montura se puso al galope. No muy lejos de su trayectoria, Carpi saltaba por encima de un seto, entre la lluvia de hojas arrancadas por los cascos de su caballo, cayendo muy mal y tambaleándose en la silla para intentar recuperar el equilibrio. Monza escogió un lugar mejor para saltar y dejó atrás el seto con suma facilidad, comiéndole terreno. No dejaba de mirar hacia delante, siempre hacia delante. Sin pensar en la velocidad, en el peligro o en el dolor que sentía en la mano. Porque sólo pensaba en Fiel Carpi, en su caballo y en la acuciante necesidad de acertar con su lanza a uno o a otro.

Pasaron como truenos por un campo baldío, los cascos de sus caballos resonando al golpear el denso barro, hacia una línea situada en dicho campo que más bien parecía una corriente de agua. Bajo el resplandeciente sol matutino, un edificio enjalbegado de blanco brillaba cerca de ella. Aunque el universo se agitara, se tambalease a su alrededor y se precipitara a su encuentro, Monza tuvo tiempo para deducir que debía tratarse de un molino. Luego se inclinó hacia delante, por encima del cuello de su caballo, y empuñó con fuerza la lanza que había llevado debajo del brazo, mientras el viento golpeaba con fuerza sus ojos entornados. Quería estar más cerca de Fiel Carpi. Quería estar más cerca de la venganza. Y como la montura del mercenario parecía asustada por el salto que acababa de dar, la de Monza se le fue acercando cada vez más.

Estaban a una distancia de tres cuerpos de caballo, y luego a dos, de suerte que ella recibía en la cara parte del barro levantado por los cascos del caballo de guerra de Carpi. Se irguió en la silla y echó la lanza hacia atrás, porque su punta, al brillar un instante el sol en ella, la había deslumbrado. Cuando Fiel volvió la cabeza hacia atrás, Monza pudo atisbar su familiar rostro durante un instante: una de sus cejas grises estaba llena de sangre, y unos hilillos rojos caían mejilla abajo por su frente herida. Le oyó rezongar mientras clavaba espuelas, pero de nada le valió, porque su caballo era un animal enorme, más apropiado para la carga que para la huida. La agitada cabeza de su montura comenzó a acercarse lentamente a la ondeante cola del caballo de Carpi, mientras el terreno situado entre ambos animales se convertía en una mancha marrón.

Monza gritó al clavar la punta de su lanza en los cuartos traseros del caballo. El animal se encabritó, se retorció, echó la cabeza hacia un lado, giró un ojo como si acabara de volverse loco, y sus dientes se llenaron de espuma. Aún así, prosiguió su trayectoria durante un instante vertiginoso, tras el cual torció la pata herida y cayó hacia delante, para luego doblar la cabeza a causa del enorme impacto y agitar las patas con una lluvia de barro. Al adelantarlo ella como una exhalación, pudo escuchar el gemido de Carpi y el ruido del caballo que se deslizaba por el campo embarrado.

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