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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (78 page)

BOOK: La mejor venganza
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Rogont levantó su espada en alto, y el sol del mediodía quedó atrapado en su hoja y brilló tan fuerte como en un espejo. Igual que en las historias.

—¡Adelante!

Las lenguas chasquearon, los talones azuzaron, las riendas crujieron. Al unísono, como si formasen un único animal, los jinetes avanzaron en línea. Primero al paso, mientras los caballos se agitaban, relinchaban, daban sacudidas a ambos lados. Las filas se retorcieron y se flexionaron, como si hombres y monturas estuviesen ansiosos de avanzar. Los oficiales dieron a gritos las órdenes que debían mantener a todos en formación. Luego comenzaron a avanzar cada vez más deprisa, en un estruendo metálico de arneses y armaduras, mientras el corazón de Monza se acomodaba al ritmo de la marcha. La extraña comezón que junta miedo y alegría y que te asalta cuando dejas de pensar y ves que sólo te queda la acción. Los de Baol los habían visto e intentaban formar en línea. En los breves instantes en que el mundo se aquietaba, Monza pudo ver sus feas cataduras de gente con el pelo revuelto que se cubrían con harapos de piel y cotas de malla muy gastadas.

Los jinetes que la rodeaban comenzaron a bajar las lanzas de refulgentes puntas y se pusieron al trote. Monza notó que su aliento, que le rascaba la garganta y le quemaba el pecho, salía frío por sus fosas nasales. Ya no pensaba en sus dolores ni en la pipa que los calmaba. Ya no pensaba en lo que había hecho o en lo que había dejado de hacer. Ya no pensaba en su hermano muerto ni en los hombres que lo habían asesinado. Sólo se preocupaba de agarrar con todas sus fuerzas su caballo y su espada. Sólo miraba a los soldados de Baol que aparecían dispersos por la pendiente situada enfrente de ella y que comenzaban a moverse. Estaban cansados y malheridos por la lucha en el valle, y por eso corrían colina arriba. Además, cuando a uno están a punto de caerle encima varias toneladas de carne de caballo, los nervios acaban por traicionarle.

Su línea, apenas formada, comenzó a desmoronarse.

—¡A la carga! —exclamó Rogont. Monza gritó al mismo tiempo que él, escuchando el aullido de Escalofríos, que se había puesto a su lado, así como los gritos y gemidos de los hombres que se encontraban ante ellos. Clavó las espuelas con fuerza y su caballo se desvió bruscamente hacia un lado, luego corrigió su posición y bajó la colina a un galope capaz de hacerle crujir a uno todos los huesos. Los cascos se hundían en el suelo, el barro y la hierba salían despedidos y volaban. A Monza le castañeteaban los dientes. El valle rebotaba y se estremecía a su alrededor, el chispeante río se precipitaba hacia ella. Sus llorosos ojos se llenaban con el viento de la carga, haciéndole parpadear, el orbe se convertía en una mancha, ora difusa, ora nítida. Vio que los de Baol se dispersaban y arrojaban las armas para correr. Entonces llegó hasta ellos la caballería.

Un caballo que iba en vanguardia fue empalado por una lanza cuya asta se dobló antes de partirse. Al caer, arrastró al lancero y al jinete, que bajaron la pendiente dando vueltas en un agitarse de arneses y de arreos.

Vio que una lanza alcanzaba en la espalda a un hombre que huía, abriéndole desde el trasero hasta los hombros y dejando su cadáver tambaleándose. Los de Baol eran atravesados, tajados, pisoteados, rotos en su retirada.

Uno de ellos, que acababa de chocar con uno de los caballos de la vanguardia para, en consecuencia, salir despedido dando vueltas, recibió un sablazo en la espalda, se estrelló contra las patas del caballo de Monza y quedó destrozado por los cascos del destrero de Rogont.

Otro dejó caer la lanza y se apartó, el rostro convertido en una mancha blanca de miedo. Monza bajó su arma con fuerza y sintió el fuerte impacto que le subió por el brazo cuando la pesada espada mordió profundamente su yelmo con un sonido hueco.

El viento soplaba en sus oídos, los cascos pisaban con fuerza. Aún seguía gritando, riendo, gritando. Tajó a otro hombre que intentaba huir, casi separando el brazo de su hombro y lanzando hacia arriba un chorro de sangre negra. Lanzó un sablazo mortal a otro, pero no acertó, estando a punto de caer de la silla por la fuerza que había comunicado a su espada. Pero consiguió enderezarse justo a tiempo, agarrando las riendas con la mano que le dolía.

Después de dejar a su paso un reguero de cadáveres ensangrentados y descuartizados, llegaron a donde se encontraba el grueso de las fuerzas de Baol. Tiraron a un lado las rotas lanzas y desenvainaron las espadas. A medida que se acercaban al río, la pendiente se niveló. El lugar estaba sembrado con cadáveres de la gente de Affoia. Más adelante, la batalla era una auténtica carnicería en la que se despachaba más carne a medida que los talineses cruzaban el vado en mayor número, añadiendo su peso a la presión inaguantable que soportaba la parte alta de la ribera. Las alabardas se agitaban relucientes, las hojas relampagueaban, los hombres luchaban y se cansaban. Como si fuera una tormenta lejana hecha de ruidos metálicos y de voces que se confundieran entre sí, Monza podía escuchar el estruendo que se imponía al viento y a su respiración entrecortada. Los oficiales cabalgaban por detrás de las líneas, gritando en vano para imponer un asomo de orden entre tanta locura.

Un regimiento talinés, que hasta ese momento no había combatido, comenzaba a ocupar el hueco dejado por los de Baol muy a la derecha… infantería pesada, provista de excelentes armaduras. Giraron en redondo e hicieron presión contra el extremo de la línea de Ospria. Los hombres de azul intentaron contenerlos a pesar de encontrarse muy sobrepasados en número, puesto que constantemente llegaba gente del río que aumentaba la anchura de la brecha.

Rogont, cuya brillante armadura estaba listada de sangre, se volvió en la silla y apuntó su espada hacia ellos, mientras decía a voz en grito algo que nadie pudo escuchar. Pero no importaba. Ya no podían detenerse.

Los talineses formaban en cuña alrededor de una bandera blanca cuya cruz negra se retorcía bajo el viento. Su oficial al mando golpeaba al vacío como un loco mientras intentaba que sus hombres se preparasen para la carga que les venía encima. Monza se preguntó durante un instante si le conocía. Los soldados pusieron rodilla en tierra, una brillante masa de armaduras en la cumbre de la pendiente, erizada por alabardas que se agitaron y tintinearon al inclinarse para contener a los de Ospria, todas juntas entre sí, una floresta de hojas aceradas.

Monza vio la nube de dardos que subía desde el río. Parpadeó mientras revoloteaban hacia ella y aguantó la respiración sin saber por qué. Porque aguantar la respiración no detiene una flecha. Cascabelearon y susurraron mientras llegaban, para luego caer en el césped, cantar con sonido metálico al golpear una armadura y sonar apagadas al clavarse en la carne de los caballos.

Un caballo recibió un dardo en el cuello, se retorció y cayó de lado. Otro se inclinó al acusar el impacto, desarzonando a su jinete y lanzándolo al aire, mientras su lanza caía colina abajo, dando vueltas y levantando terrones de negro suelo. Monza llevó su caballo por entre los restos del desastre. Algo chocó con su peto y fue hacia su rostro. Respiró, medio ahogada, se agitó en la silla y sintió un dolor en la mejilla. Una flecha. Sus plumas le habían hecho un arañazo. Abrió los ojos y vio que un hombre con armadura agarraba el dardo que se le había clavado en un hombro, para luego perder el equilibrio y caer hacia un lado, siguiendo con estruendo metálico la loca carrera que su caballo acababa de emprender, porque uno de los pies se le atascaba en el estribo. Los demás prosiguieron la carga, mientras sus caballos evitaban a los caídos o los pisoteaban.

Debía de haberse mordido la lengua. Escupió sangre y volvió a clavar espuelas para que su montura siguiese adelante, sintiendo que el viento penetraba frío por su boca de labios fruncidos.

—Deberíamos haber seguido de granjeros —susurró. Los talineses avanzaron con paso lento a su encuentro.

Escalofríos nunca había conseguido saber por qué en las batallas hay tanto idiota con ganas de morir, pues ese tipo de bastardos son tan numerosos que siempre dan el espectáculo. Los que veía, llevaban sus monturas hacia la bandera blanca, justo hacia la parte de la cuña donde las lanzas la defendían primorosamente. Como el caballo que iba en cabeza quería comprobar el terreno antes de llegar a ella, derrapó y se encabritó, estando a punto de tirar a su jinete. Pero el caballo que iba detrás chocó con él, mandando a hombre y a animal hacia las relucientes puntas de las lanzas en una lluvia de sangre y de astillas. Un tercero llegó por detrás, lanzando a su jinete por encima de su cabeza y haciéndole caer al barro, donde recibió los cordiales lanzazos de la primera fila de defensores.

Los jinetes con la cabeza más en su sitio atacaron a la cuña por los flancos, rodeándola como la corriente a la roca y acometiendo a las partes donde las lanzas no estaban en alto. Los soldados gritaban y gateaban unos por encima de otros a medida que los jinetes los atacaban, intentando llegar a la parte frontal de la cuña, donde las lanzas apuntaban en todas las direcciones.

Monza fue hacia la izquierda, y Escalofríos, que no la perdía de ojo, la siguió. En el medio, un par de caballos acababan de saltar por encima de la parte frontal de la cuña para llegar a su centro, de suerte que sus jinetes ya repartían en él mazazos y tajos a diestra y siniestra. Otros caballos se estrellaron contra los que gateaban, aplastándolos, pataleándolos, haciéndoles dar vueltas, gritar e implorar, empujándolos hacia el río. Monza tajó a unos cuantos necios indecisos al pasar cerca de la refriega, tirando golpes con su arma. Un lancero la alcanzó en el espaldar, estando a punto de tirarla de la silla.

Las palabras de Dow el Negro acudieron a la mente de Escalofríos:
No hay mejor momento para matar a un hombre que en una batalla
,
y
,
si es de los tuyos, aún mejor
. Clavó espuelas a su montura, apremiándola para llegar al lado de Monza mientras se erguía todo lo alto que era en los estribos y levantaba el hacha sobre su cabeza. Echó los labios hacia atrás. Luego, con un rugido, la bajó hacia el rostro del lancero, partiéndoselo en dos y dejando que su estremecido cadáver cayese al suelo. De pasada, llevó su hacha hacia el lado contrario y con ella golpeó un escudo, dejando una gran muesca en él y empujando al hombre que lo llevaba hacia los cascos del caballo que estaba al lado, el cual parecía una trilladora. Quizá fuese uno de los de Rogont, pero no había tiempo para actuar de otra manera.

Matar a todos los que no vayan a caballo. Matar a todos los que vayan a caballo y que se interpongan en su camino.

Matar a todos.

Lanzó su grito de guerra, el que había pronunciado bajo las murallas de Adua, cuando consiguieron la desbandada de los gurkos sólo con sus gritos. Era el largo gemido que salía del helado Norte, aunque en aquellos momentos su voz sonase algo cascada. Se movió en redondo, sin apenas pensar en el objetivo mientras la hoja de su hacha cantaba con sonido metálico y se hundía en la carne, y las voces que le rodeaban lloraban, balbucían y chillaban.

Con voz quebrada gritaba en norteño:

—¡Morid! ¡Morid! ¡Volved al barro, cabrones!

Y sus oídos estaban saturados por rugidos y ruidos de herrería a los que no hacía ni caso. Un mar embravecido de armas que herían, de escudos que chirriaban, de metal que relucía, de huesos que reventaban, de sangre que saltaba a chorros, de rostros furiosos y aterrorizados que le rodeaban, que se retorcían e intentaban escapar mientras los tajaba, los troceaba, los rompía como el carnicero loco que hiciera su trabajo en el cadáver de un animal.

Los músculos le latían por el calor, la piel le quemaba de pies a cabeza, empapada por el sudor que producía el sol ardiente. Adelante, siempre adelante, siempre siguiendo a la manada, hacia el agua, dejando tras de sí un sangriento reguero de cuerpos rotos y de cadáveres de hombres y caballos. La batalla comenzaba a despejarse y él estaba en medio de ella, y los hombres se dispersaban a su paso. Espoleó su caballo para pasar entre dos soldados y luego para bajar de los altos y llegar a los bajíos del río. Hundió el hacha entre los hombros del que huía y luego, de revés, atizó con ella el cuello del otro, enviándole a rodar por el agua.

En aquel momento le rodeaban varios jinetes que chapoteaban en el vado, de suerte que los cascos de sus caballos levantaban brillantes surtidores de agua. Vio fugazmente a Monza, que seguía delante, metida con su caballo en el agua más profunda, el relampagueo de la hoja de su espada al bajar y tajar a los contrarios. La carga había terminado. Los caballos llenos de sudor se revolcaban en los bajíos. Los jinetes se agachaban para tirar tajos y gritaban, mientras los infantes les clavaban sus lanzas en la espalda y los herían en las piernas con sus espadas, y también a sus monturas. Un jinete se revolcaba desesperadamente en el agua, agitando la cimera de su yelmo mientras unos hombres le golpeaban con sus mazas, aporreándolo de todas las maneras posibles y dejando grandes cortes en su fuerte armadura.

Escalofríos gruñó cuando algo le agarró por el estómago, le echó hacia atrás y le desgarró la camisa. Lanzó un golpe con el codo que resultó inútil. Una mano le agarró por la cabeza, unos dedos se hundieron en la parte de su cara que estaba llena de cicatrices, y unas uñas arañaron su ojo muerto. Rugió, pataleó, se retorció, intentó golpear a su alrededor con el brazo izquierdo, pero alguien se lo tenía cogido. Soltó el escudo, fue empujado hacia atrás, fuera del caballo y hacia abajo, cayó retorciéndose en los bajíos, rodó hacia un lado y se puso de rodillas.

Un chico con una chaqueta de piel guateada estaba cerca de él, con el rostro silueteado por su mojada cabellera. Miraba algo que tenía en la mano, algo plano que relucía. Parecía un ojo. El esmalte que había estado en el rostro de Escalofríos un instante antes. El chico levantó la mirada y ambos se observaron mutuamente. Escalofríos notó algo cerca, se agachó y sintió un soplo de viento en su cabellera empapada cuando su propio escudo pasó rozándole la cabeza. Al girarse en redondo, su hacha describió un círculo completo y se clavó en las costillas de alguien, suscitando una lluvia de sangre. El golpe lo lanzó hacia un lado y le hizo gritar, cayendo luego al agua a la distancia de uno o dos pasos.

Cuando se volvió, el chico le atacaba con un cuchillo. Escalofríos se echó hacia un lado y consiguió agarrarle por el antebrazo. Ambos se resbalaron, se enredaron en un amasijo de miembros y cayeron a la fría agua. El cuchillo arañó uno de los hombros de Escalofríos, pero, como era el más grande y fuerte, le dominó. Ambos forcejearon y se arañaron, bufándose mutuamente. Dejó que el mango del hacha resbalase por su puño hasta casi tocar la hoja mientras, con la otra mano, cogía al chico por una de sus muñecas, pero sin conseguir detenerlo, porque apenas le quedaban fuerzas mientras seguía con la cabeza empapada de agua. Escalofríos apretó los dientes y giró el hacha hasta que su pesada hoja se acercó al cuello del chico.

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