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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
Siete plagas —cinco desaparecidas tiempo ha, una del presente y una que está por venir— abren una puerta que nadie podrá cerrar. De ella saldrán los ejércitos de los muertos y las legiones del demonio, dispuestas a arrasar la bella Cormyr, a menos que quienes llevan tiempo muertos se alcen para enfrentarse a ellas.
De las Profecías de Alaundo.
El trono púrpura ha sido ocupado siempre por un Obarskyr. Pero ante los zarpazos de la magia negra, los enemigos malignos y un dragón de una crueldad jamás vista, ¿cuánto tiempo más podrá la resistir la familia real de Cormyr?
Ed Greenwood
Troy Denning
La muerte del dragón
La saga de Cormyr III
ePUB v1.0
Garland16.11.11
A nuestras bellas Filfaeril,
que nos matarán si volvemos a hacerlo.
Agradecimientos
Los autores desean agradecer a su editor, Phil Athans,
sus valiosas contribuciones; a Mary Kirchoff por sugerir
la posibilidad de su colaboración; a Jeff Grubb y Kate
Novak por permitirnos jugar con sus juguetes; a Steven
Schend, Julia Martin y a todo el equipo de
Reinos
Olvidados
por sus consejos; y muy, muy especialmente,
a Andria y Jen.
O
dio tener que averiguar las cosas de esta manera —dijo Alusair mientras observaba la primera huella de cascos que encontraba en tres días—, pero estos hocicos resoplantes no me están dando el tiempo que necesito para hacerlo como es debido.
Una sombra se movió en la cresta de la cordillera situada a su espalda. Alusair profirió un juramento y espoleó su montura en dirección a los árboles más cercanos. Habían transcurrido dos días desde que los orcos empezaron a seguirla. Llevaba dos noches sin atreverse a dormir. Hablaba en voz alta, más para mantenerse despierta que para calibrar si tenía razón.
De nuevo había acertado el valle que había tomado Rowen, pero que vinieran los dioses y lo vieran si aquélla no era una ciénaga de tomo y lomo. Rowen había pasado por allí montado en
Cadimus
, y si no había sido él, lo había hecho otra persona. Las huellas de cascos en donde había pisado el caballo de guerra, conservadas en el barro blando, eran lo bastante profundas como para que la princesa de Acero supiera que
Cadimus
llevaba un jinete sobre su lomo, y que se dirigía al norte por el camino más recto que el terreno pudiera dibujar.
Habían pasado tres días desde que Alusair se despidiera de su hermana Tanalasta y del sabio Alaphondar para emprender la búsqueda, o para averiguar qué había sido de su explorador Rowen. Éste, un explorador miembro de los Dragones Púrpura, pertenecía a la proscrita familia Cormaeril, pero también era el padre del hijo que Tanalasta llevaba en sus entrañas. Fuera o no Cormaeril, la boda era legal. El bebé, si sobrevivía, estaba llamado a convertirse en el heredero legítimo del trono de Cormyr.
—Dioses del cielo y de la tierra, cómo se pondrá mi padre cuando se entere —murmuró, agachando la cabeza al pasar bajo las ramas de un joven copasombría—. No sé en qué pellejo preferiría verme, si en el de Tana o en el de Rowen.
Una sonrisa torcida se dibujó en la comisura de sus labios, sonrisa que desapareció apenas un instante después, cuando la princesa clavó la mirada en el musgo que había delante. Los árboles dibujaron un claro por el que había pasado
Cadimus
. Las huellas conducían a una cuesta musgosa y se perdían más allá del valle, donde en tiempo de lluvias se formaba un riachuelo que serpenteaba, pero cuando no llovía el césped crecía hasta tal punto que uno podía cabalgar cómodamente por terreno blando. ¿Por qué habría abandonado el terreno descubierto? ¿Para acampar?
Alusair volvió a sorprenderse bostezando. Se dio una palmada en el muslo con la hoja de la espada plana para despertarse. Dioses, malditos fueran mil veces esos persistentes orcos. La princesa de acero echó la cabeza atrás y aspiró aire con fuerza. Estaba demasiado cansada para cumplir adecuadamente con su deber, estaba...
Despertó de pronto con un hormigueo en la base del cuello. Sentía el horror hasta en el último poro de su piel, y se le erizó el vello de todo el cuerpo. Había algo que no encajaba, algo que no... pero, por todos los dioses, ¿qué?
El sendero rodeaba un tocón perteneciente a una pandaria de la altura de un hombre, seca hacía tiempo. Sopesó la espada. Desde donde se encontraba hasta donde alcanzaba con la mirada, los árboles que tenía delante, un puñado de ellos, docenas, docenas, esperaban. Silenciosos, y no tan silenciosos, le parecieron amenazadores, atentos; la tensión era palpable.
Alusair miró de reojo las ramas inmóviles que colgaban sobre su cabeza, por encima de los troncos gruesos, en busca de un enemigo vivo y al acecho, pero no vio nada. Los árboles crecían tan prietos que podía ocultarse perfectamente tras ellos una bestia mayor que un hombre, incluso una docena de bestias, allá donde ella no alcanzara a verlos. La princesa de acero volvió rápidamente su mirada y aguzó sus oídos para saber si se acercaban los orcos, pero no oyó nada. Tanta prisa tenían sus perseguidores que en ningún momento habían intentado acercarse sigilosamente.
Al cabo de un momento se encogió de hombros y espoleó la montura, dibujando un arco con la espada a la altura del estribo, como si temiera que una raíz saliera a su paso para atraparla. Había algo malsano en aquellos árboles.
Alusair volvió a hacer un alto y estudió al árbol más próximo, preguntándose si no se había movido ligeramente, pero no. Sus ojos cansados le estaban jugando una mala pasada.
Era una pandaria, y una de las antiguas. Hacía tiempo que el relámpago lo había echado a perder, estaba gris y nudoso como el guantelete retorcido de un gigante enterrado, y su corteza estaba descamada allí donde no debía haber escamas. No, escamas no... runas.
Había unas runas grabadas en la corteza, una espiral sinuosa de signos amenazadores. Las runas parecían recientes, poderosas y nada... benignas. Las raíces del árbol habían quedado expuestas con todos sus nudos, debido a que algún animal había excavado recientemente una madriguera. Se había limitado a apartar la tierra a un lado; parecía obra de un can o de un felino de caza que hubiera hundido rápida pero torpemente las garras en el suelo para desgarrarlo. El agujero tenía forma más o menos oval, y era lo bastante grande como para que pudiera ocultarse un hombre en su interior. Cada árbol tenía un número similar de runas, y todos tenían también un agujero a sus pies.
Finalmente oyó los jadeos y pisotones. Los orcos subían por el sendero musgoso tras sus pasos. Alusair puso los ojos en blanco y espoleó la montura, tomando el sendero diáfano que
Cadimus
había trazado para ella.
El sendero seguía ascendiendo, y la oscura tierra recientemente levantada empezó a desvelar peculiares tesoros para que ella los inspeccionara. Había un cetro metálico de factura élfica, pese a parecer tan inerte y oscuro como ningún elfo lo hubiera hecho. Unas piedras que debieron ser gemas brillantes estaban sucias, ensombrecidas, y el metal parecía tan deslustrado y gris como plomo de forja. Más allá del cetro vio una espada, cuya factura era igual o más espléndida. De algún modo, también parecía... herrumbrosa.
Eso era. Había más armas allí, y un cofre y un carcaj, además de algo que debió ser una vara de gran poder mágico o que quizá desempeñó un cometido de carácter ceremonial. Todo estaba apagado, gris, inerte, como privado de todo su poder y belleza.
La princesa de acero frunció el entrecejo cuando espoleó su montura. ¿Se trataba de un cementerio élfico o del escondite de un tesoro? ¿Qué suerte de criatura sabría dónde encontrar, o se atrevería a despojar, cualquiera de esos lugares?
—Dioses —susurró para sí en voz alta—. Cormyr era un lugar tan simple cuando era niña. ¿De dónde habrán salido tantos misterios?
A modo de respuesta, cosa que le sorprendió dada su brusquedad, una voz surgió de entre los árboles. Hechizante y lúgubre, la líquida y a menudo ronca canción pertenecía a una doncella elfa que no parecía ni amistosa ni suave a medida que daba forma a unas palabras que Alusair fue incapaz de comprender.
De no haberle pisado los talones los orcos, la princesa de acero hubiera retrocedido ante semejante fenómeno. Pero en su situación, el acerado sabor del miedo llenó por completo su boca, y volvió a tener la sensación de que un escalofrío recorría su espina dorsal. En fin, al menos había logrado despertarse por completo.
Aumentó el tono de la canción, y gracias a ello logró entender algunas palabras. Creyó oír el nombre de Iliphar, después la palabra
shessepra
, que los humanos habían convertido en «cetro», y algo que sonaba como
haereeunmn
, palabra que aparecía en varias baladas élficas antiguas, cantadas por maestros bardos cuando visitaban la corte; significaba, más o menos, «todas las cosas élficas».
Se repitió. Después creyó entender un refrán, algo sobre que el cetro de Iliphar le confería poder sobre todas las cosas élficas. La voz era espectral, dolorosamente bella y, sin embargo, amenazadora como el siseo de una serpiente. Alusair tembló cuando el tono de voz volvió a elevarse.
Los pasos apresurados de sus perseguidores la obligaron a doblar un recodo para toparse cara a cara con más de un centenar de orcos. Eran de los negros, con enormes hocicos resoplantes de la especie más fuerte, con anillos de batalla en el hocico y muecas de cruel bienvenida dibujadas en sus ojos porcinos.
Su líder, un orco enorme casi el doble de grande que el tipo de orcos que solía matar en las Tierras de Piedra, cuya coraza ajada estaba remachada de sonrientes cabezas humanas, le dedicaba una sonrisa torcida, mientras con uno de sus dedos mugrientos acariciaba los signos del árbol más grande que Alusair había visto en toda su vida. La canción surgía de las runas que tocaba el orco, runas que lanzaban destellos imperceptibles ante el contacto de sus torpes dedos.
—Bien hallada, princesa —siseó el orco. El rumor de botas confirmó a Alusair que los perseguidores estaban a punto de alcanzarla por retaguardia—. ¿Quizá debería llamaros «mi próxima cena»?
La risotada del jefe orco se unió a la canción sobrenatural cuando la princesa de acero profirió una maldición y se hizo a un lado, llevando la mano a la magia que llevaba en el cinturón. Encontraría una horrible muerte allí mismo, a menos que...
Con gesto cansino, el jefe orco movió uno de sus brazos surcado de músculos negros, y una hoja tan larga como la de Alusair reflejó la luz de la mañana antes de cubrir el espacio que mediaba entre ambos.
Alusair se agachó, pero la espada parecía seguirla hasta tal punto que corrigió su trayectoria.
Un dolor repentino e intenso mordió su hombro como si fuera fuego. Tiempo atrás había sido herido con una flecha en el mismo hombro y se las había apañado para olvidar lo mucho que le había dolido. Pero esta vez era peor. Apretó la mandíbula y se retorció en el árbol al que la hoja del orco la había clavado. Alusair trastabilló, a punto de vomitar.
A su espalda, el árbol herido producía un sonido horrible, un gorgoteo, como atragantado por la hoja del orco. Alusair lo miró, preguntándose qué nuevos horrores tendría que contemplar cada vez que respirara.