La muerte del rey Arturo (23 page)

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Authors: Anónimo

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BOOK: La muerte del rey Arturo
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Aquí se calla la historia y vuelve al criado que la reina Ginebra envió al rey Arturo para que le contara la traición que Mordrez había llevado a cabo, y cómo se encontraba sitiada en la torre de Londres.

163.
Cuenta ahora la historia que el día mismo que los romanos fueron vencidos, tal como se ha narrado, llegó ante el rey el criado que la reina Ginebra envió a Gaunes, desde el 'reino de Logres, para que llevara las noticias de Mordrez; el rey estaba muy alegre y contento por la suerte que Dios le había enviado, a no ser por mi señor Galván, que estaba tan herido que el rey se daba cuenta de que no se salvaría. Mi señor Galván no se quejaba de ninguna herida tanto como por la de la cabeza que le causó Lanzarote; aquel día los romanos con los grandes golpes que le habían dado en el yelmo le renovaron completamente el dolor; sangraba en abundancia, pues había luchado bien en la batalla y si no hubiera sido tan esforzado como fue, los romanos no habrían sido vencidos, por mucha gente que se les hubiera enfrentado. Entonces llegó el mensajero de la reina ante el rey y le dijo: «Señor, a vos me envía la reina Ginebra, vuestra mujer, que os acusa —a través de mí— de que le habéis traicionado y mentido; no podréis evitar que haya sido deshonrada ella y todo su linaje.» Entonces le cuenta cómo se ha comportado Mordrez, cómo ha sido coronado del reino de Logres y cómo se le han hecho vasallos todos los altos nobles que habían obtenido tierras del, rey Arturo, de tal forma que si el rey Arturo volvía, no sería recibido como señor, sino como enemigo mortal. Le cuenta a continuación cómo ha asediado Mordrez a la reina en la torre de Londres y le ataca todos los días. «Y como mi señora teme que la destruya, os pide por Dios que la socorráis lo antes posible; tener por cierto que sí tardáis será apresada pronto. La odia de forma tan mortal que la afrentará en el cuerpo y vos tendréis por ello gran deshonra.»

164.
Cuando el rey oye estas noticias, se disgusta tanto que no puede contestar palabra; le dice al criado que lo recompensará bien, si Dios quiere; y empezó a llorar con amargura y cuando puede hablar exclama al cabo de un rato: «¡Ay! Mordrez, ahora me haces saber que eres la serpiente que antaño vi salir de mi vientre, que quemaba mi tierra y se enfrentaba conmigo. Nunca hizo padre con hijo lo que yo haré de ti, pues te daré muerte con mis dos manos. ¡Qué se entere todo el mundo y no quiera Dios que mueras en otras manos que en las mías!» Muchos nobles oyeron estas palabras y se quedaron sorprendidos, pues supieron de forma cierta, por las palabras que dijo el rey, que Mordrez era hijo suyo. Y hubo quienes se admiraron mucho. El rey ordenó, a los que estaban alrededor, que hicieran saber esa noche a toda la hueste que debían estar preparados para montar al amanecer, pues el rey iría al mar para pasar al reino de Logres. Cuando la hueste supo esta noticia, vierais destensar tiendas y pabellones por todas partes. El rey ordena que preparen unas parihuelas para caballo en las que se llevarán a mi señor Galván: no lo dejará lejos de él, pues, si muere, quiere verlo morir, y, si vive, se alegrará mucho más.

Lo hacen todo como el rey había ordenado.

165.
Por la mañana, tan pronto como amaneció, la hueste se puso en movimiento; cabalgaron, una vez tomado el camino, hasta llegar al mar. Entonces habló mi señor Galván con hermosas palabras a los que estaban a su alrededor y les dijo: «¡Ay! Dios, ¿dónde estoy? —Señor, responde uno de los caballeros, estamos a orillas del mar. —¿A dónde queréis ir?, les pregunta. —Señor, queremos pasar al reino de Logres. —¡Ay! Dios, exclama mi señor Galván, benditos seáis, pues queréis que yo muera en mi tierra, a la que tanto he amado. —Señor, responde el caballero que con él estaba hablando, ¿pensáis morir así? —Sí, contesta, verdaderamente sé que no viviré ya quince días; y más me duele no ver a Lanzarote antes de morir que mi propia muerte; pues si viera al _que considero como mejor caballero del mundo y como el más cortés y le pudiera pedir perdón por aquello en lo que he sido tan villano al final, pienso que mi alma estaría más a gusto después de mi muerte.» El rey llegó a estas palabras y oyó lo que mi señor Galván decía y dijo: «Buen sobrino, gran daño me ha causado vuestra felonía, pues me ha privado de vos, a quien yo quería sobre todos los hombres, y, también, de Lanzarote, a quien tanto temían, pues si Mordrez supiera que ahora está conmigo en tan buena relación como antes, no sería tan osado que emprendiera una deslealtad como la que ha comenzado. Ahora me faltarán nobles —según creo— y faltaréis vos y todos aquellos en quienes en la gran necesidad yo confiaba más; el desleal traidor ha reunido todo el poder de mis tierras para atacarme. ¡Ay! Dios, ¡si yo tuviera ahora en mi compañía a aquellos que solía tener, no temería a todo el mundo si estuviera contra mí!»

166.
Tales palabras dijo el rey en aquel lugar y mi señor Galván las sintió mucho; se esforzó lo más que pudo en hablar y dijo: «Señor, si vos habéis perdido a Lanzarote por mi locura, lo recobraréis con vuestra sabiduría, pues si queréis lo podéis atraer sin dificultad hacia vos porque es el mejor caballero que he visto jamás y el más afortunado del mundo; os ama con gran amor y estoy seguro de que irá a vos, si vos se lo pedís; y según me parece, os es muy necesario, y por mucha confianza que tengáis en mí no lo dejéis, pues ya nunca me veréis llevar armas, ni vos, ni ningún otro.» Cuando el rey Arturo oye lo que mi señor Galván le dice, que no saldrá vivo, le pesan tanto estas palabras y hace un duelo tan grande por ellas, que no hay hombre en el lugar a quien no le cause una gran compasión. «Buen sobrino, dice el rey, ¿es, pues, verdad lo que decís, que nos dejaréis pronto? —Señor, le responde,, sí; verdaderamente sé que no veré el cuarto día. —Debo lamentarme de eso, contesta el rey, pues el gran dolor será para mí. —Señor, responde mi señor Galván, en cualquier caso, os aconsejaría que llamarais a Lanzarote, para que viniera a socorreros; estoy seguro de que vendrá tan pronto como vea vuestras cartas, pues os ama mucho más de lo que os imagináis. —Ciertamente, contesta el rey, me he comportado tan mal con él que no sé cómo llamarlo, y por eso no lo haré.»

167.
Mientras, llegaron los marineros ante el rey y le dijeron: «Señor, cuando queráis podéis entrar en vuestra nave, pues hemos aparejado todo lo que necesitábamos y el viento se ha levantado bueno, fuerte y continuo; tardar más sería locura.» Entonces el rey hace que tomen a mi señor Galván y lo metan en la nave, acostándolo lo más a gusto que pudieran los que de ello se ocupaban; a continuación entran los más ricos nobles y meten consigo sus armas y caballos; los demás nobles entran en las otras naves con sus hombres.

Así volvió el rey, afligido por la gran deslealtad que Mordrez había llevado a cabo contra él; pero siente aún más el ver a mi señor Galván empeorar cada día y acercarse a su fin: es el dolor que le toca, más que ningún otro, el corazón; es el dolor que no lo deja descansar ni día ni noche; es el dolor que no le deja beber ni comer. .

La historia interrumpe aquí el hablar de él y vuelve a Mordrez.

168.
Cuenta ahora la historia que Mordrez mantuvo durante tanto tiempo el asedio de la torre de Londres, que resultó muy dañada y destruida, pues muchas veces la atacó con catapultas y con grandes golpes; y sus defensores no hubieran podido resistir tanto como resistieron si no fuera porque se defendían de forma admirable. Mientras duró el asedio de la torre, Mordrez no cesó de convocar a los altos dignatarios de Irlanda y Escocia y de los demás países extranjeros que eran súbditos suyos; cuando llegaron ante él, les hizo tan hermosos regalos que todos se quedaron asombrados; con tal habilidad se los conquistó de esta forma que se sometieron y así decían delante y detrás de él que por nada dejarían de ayudarle contra cualquiera, incluso contra el rey Arturo, si es que la casualidad lo llevaba a aquella tierra. Así llevó Mordrez a su lado a todos los altos hombres que eran vasallos del rey Arturo y los mantuvo mucho tiempo: lo podían hacer sin dificultad, pues el rey Arturo le había dejado todos sus tesoros —estuvieran donde estuvieran— antes de irse; por otra parte, todo el mundo le ofrecía y daba regalos y lo tenían por bien empleado, dada su gran generosidad. Un día que hizo atacar la torre se le llegó un mensajero, que le dijo en secreto, un poco alejado de los demás: «Señor, os traigo noticias maravillosas; el rey Arturo ha llegado a esta tierra con todo su poder y viene contra vos con su gente; si queréis esperarle aquí, lo podréis ver dentro de dos días; no podéis esquivar el combate, pues viene para atacarnos exclusivamente. Pensad qué vais a hacer, porque si no tomáis buena decisión, podéis perder todo en breve.» Cuando Mordrez oye estas noticias, se espanta y asombra, pues temía mucho al rey Arturo y a su ejército y, además, tiene mucho miedo por su propia deslealtad y teme que le perjudique más que ninguna otra cosa. Entonces pide consejo de los que más se fiaba y les pregunta qué podrá hacer. Le dicen: «Señor, no os sabemos dar otro consejo, sino que reunáis vuestros hombres y vayáis contra él, ordenándole que abandone la tierra en la que os han colocado los nobles, y si no quiere abandonar la tierra, tenéis más gente que él y que os ama con buen amor; sin dudar, combatidle y tened por cierto que sus hombres no os resistirán mucho, pues están cansados y débiles, mientras que nosotros estamos frescos y reposados: hace tiempo que no llevamos armas. Antes de iros de aquí preguntad a vuestros nobles si aceptan la batalla; creemos que no habrá otra posibilidad, sino la que hemos dicho.» Mordrez contesta que de este modo lo hará. Convoca ante sí a todos sus nobles y a todos los altos dignatarios del país que estaban en la ciudad. Acudieron y, cuando hubieron llegado, les dijo que el rey Arturo les atacaba con todo su poder y que estaría en Londres al cabo de tres días; los que allí se encontraban dijeron a Mordrez: «¿Qué os importa su venida? Vos tenéis más hombres que él; atacadle tranquilo, pues nos expondremos a la muerte antes que dejar de defender la tierra que os hemos ofrecido y no os faltaremos mientras podamos llevar armas.» Cuando Mordrez oye que están dispuestos a combatir, se alegra mucho, les da las gracias y les ordena que tomen las armas, pues no deben tardar, ya que querría estar frente al rey Arturo antes de que éste dañara la tierra. Entonces fue sabida la noticia por todo el país y decían que para atacar al rey Arturo se pondrían en marcha al amanecer; aquella noche la pasaron trabajando en prepararse unos y otros. A la mañana siguiente, tan pronto como amaneció, salieron de Londres y contaron más de diez millas.

Aquí deja la historia de hablar de ellos y vuelve a la reina Ginebra, la mujer del rey Arturo.

169.
Cuenta ahora la historia que cuando Mordrez se marchó de Londres con su compañía, los de la torre se enteraron de la noticia de que el rey Arturo venía y que los otros iban contra él para combatir; se lo dicen a la reina, que por este motivo se puso alegre y triste: alegre, porque se ve libre, y triste, por el rey, pues teme que muera en la batalla. Entonces comienza a pensar y está tan preocupada que no sabe qué hacer; mientras estaba en estos pensamientos, se presentó ante ella su primo; al verla llorar, se preocupó mucho y le preguntó: Ay!, señora, ¿qué os pasa? Por Dios, decídmelo y os consolaré lo mejor que pueda. —Os lo diré, responde la reina, a esta preocupación me han impulsado dos cosas: una, que veo que mi señor el rey ha emprendido esta batalla, y si vence Mordrez, me matará; y si mi señor obtiene el honor de esta batalla, de ninguna manera podrá creer que Mordrez no me ha conocido carnalmente, dado el gran empeño que ha puesto en tenerme; estoy segura de que me matará tan pronto como pueda tenerme entre sus manos. Por estas dos cosas os podéis dar cuenta de que no puedo escapar sin morir o por los unos o por los otros. Mirad ahora si puedo estar a gusto.» No sabe qué aconsejarle al respecto, pues ve su muerte dispuesta por todas partes, y le dice: «Señora, si Dios quiere, el rey tendrá mayor compasión de vos de la que creéis; no os aflijáis tanto y rogad a Dios Nuestro Señor Jesucristo que envíe al rey vuestro señor honor y victoria en este combate y que os perdone su ira, si es que tiene ira contra vos.» Aquella noche descansó muy poco la reina, como quien no está a gusto y sí muy asustada, pues en ninguna parte ve su salvación.

170.
A la mañana siguiente, tan pronto como amaneció, despertó a dos de sus doncellas, de las que más se fiaba; cuando estuvieron vestidas y arregladas, hizo que montaran sobre sendos palafrenes y llevó dos escuderos consigo; hizo sacar de la torre dos mulas cargadas de oro y de plata. Así salió la reina de Londres y marchó a un bosque que había cerca de allí en el que se encontraba una abadía de monjas que habían construido sus antepasados. Al llegar allí fue recibida con la honra que correspondían a tal dama; hizo descargar todo el tesoro que había hecho llevar consigo y después dijo a las doncellas que le acompañaban: «Doncellas, podéis iros si os place; y, si os place, podéis quedaros; de mí aseguro que me quedaré aquí y me uniré a las monjas, pues mi señora madre, reina de Tarmelida, y a quien se tuvo por excelente mujer, se quedó aquí y aquí pasó el resto de su vida.» Cuando las doncellas oyeron lo que la reina decía, lloraron amargamente mientras afirmaban: «Señora, no recibiréis este honor sin nosotras.» La reina responde que se alegra mucho de la compañía. Entonces se acercó la abadesa y tan pronto como vio a la reina, le mostró su gran gozo; la reina le pidió ser recibida». «Señora, le responde la abadesa, señora, si mi señor el rey hubiera dejado esta vida, os recibiríamos como señora y como compañera, pero como está vivo, no nos atreveremos a admitiros, pues sin duda nos mataría tan pronto como lo supiera. Y, además, señora, hay otra cosa; si os recibiéramos ahora, no podríais soportar la regla de la orden, pues es muy dura y más para vos, que habéis tenido todas las comodidades del mundo». —«Señora, contesta la reina, si no me recibís será peor para mí y para vos, pues si me voy de aquí y, por azar, me ocurre cualquier desgracia, el daño será para mí, pero estad segura, el rey os pedirá cuentas, pues por vuestra culpa me habrá ocurrido.» Tanto insistió la reina a la abadesa que ésta no supo qué responder; la reina la retiró a un lado y le explicó su angustia y el miedo, por lo que quería refugiarse allí. «Señora, contesta la abadesa, os daré un consejo al respecto; os quedaréis aquí dentro, y, si por desgracia Mordrez vence al rey y lo derrota en está batalla, entonces podréis tomar nuestro hábito y entrar en nuestra orden; y si el Dios de gloria concediera a vuestro señor vencer en la batalla y salir victorioso, sano y salvo, yo haría las paces entre vos y él, de manera que nunca habréis estado mejor.» La reina responde a la abadesa: «Señora, pienso que ese consejo es bueno y leal y lo haré tal como me habéis indicado.»

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