La muerte lenta de Luciana B. (2 page)

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Authors: Guillermo Martínez

BOOK: La muerte lenta de Luciana B.
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Le dicté ese primer día durante dos horas seguidas.

Era atenta, segura, y por alguna clase de milagro adicional, no tenía faltas de ortografía. Sus manos, sobre el teclado, apenas parecían moverse; se había adaptado de inmediato a mi voz y a mi velocidad y nunca perdía el hilo. ¿Perfecta entonces en todo sentido? Yo, que estaba por llegar a los treinta, empezaba a mirar con una crueldad melancólica a las mujeres «hacia adelante» y no había podido evitar seguir tomando otros apuntes mentales. Había advertido que su pelo, que huía de la frente, era muy fino y quebradizo y que al mirar desde arriba su cabeza (porque le dictaba de pie), la raya en que se partía era algo demasiado ancha. Había advertido también que la línea bajo el mentón no era todo lo firme que podía esperarse y que la leve ondulación bajo la garganta amenazaba convertirse con los años en una papada. Y antes de que se sentara había notado que de la cintura hacia abajo sufría la típica asimetría argentina, la desproporción apenas insinuada, pero acechante, de unas caderas excesivas. Pero esto, de cualquier modo, ocurriría muchísimo más adelante, y su juventud por ahora se imponía y dominaba. Cuando abrí el primero de los cuadernos para dictarle enderezó la espalda contra el respaldo, y corroboré, con algo de desaliento, lo que había intuido en la primera ojeada: la blusa caía recta sobre un pecho liso, liso por completo, como una tábula rasa. ¿Pero no habría sido esto, acaso, un argumento conveniente para Kloster, quizá el decisivo? Kloster, acababa de saberlo, era casado, y difícilmente podría haber presentado a su mujer una nínfula de dieciocho años que tuviera además curvas rampantes. Pero sobre todo, si el escritor quería trabajar, sin distraerse, ¿no era el mejor arreglo posible asegurarse la gracia juvenil de esa cara, que podía admirar de perfil con serenidad todo el tiempo, y quitar de en medio la nota de inquietud sexual que significaría tener a la vista, también todo el tiempo, otro perfil más lleno de peligros? Me pregunté si Kloster habría hecho esta clase de cálculos, de secretas deliberaciones, me pregunté —como Pessoa— si solamente yo sería tan vil, vil en el sentido literal de la palabra, pero en todo caso, aprobaba su elección.

Sugerí en algún momento que hiciéramos café y se levantó de la silla con esa desenvoltura con que ya se había instalado en mi casa y dijo, señalando mi yeso, que lo prepararía ella, si le indicaba dónde estaba cada cosa. Comentó que Kloster no hacía otra cosa que tomar café (en realidad, no dijo Kloster, sino que lo llamó por su primer nombre, y yo me pregunté cuánta intimidad habría entre ellos) y que la primera instrucción que había recibido de él fue una lección sobre cómo prepararlo. No quise preguntar aquel primer día nada más sobre Kloster, porque me intrigaba lo suficiente como para dejar pasar algún tiempo, hasta que entráramos en confianza, pero sí me enteré, mientras ella buscaba tazas y platitos en la cocina, casi todo lo que sabría de Luciana. Estaba en efecto en la Universidad, en el primer año. Se había inscripto en Biología, pero quizá se cambiara a otra carrera al terminar el Ciclo Básico. Papá, mamá, un hermano mayor, en el último año de Medicina, una hermanita mucho menor, de siete años, que mencionó con una sonrisa ambigua, como si fuera una simpática molestia. Una abuela internada desde hacía un tiempo en un geriátrico. Un novio discretamente deslizado en la conversación, sin nombre, con el que salía desde hacía un año. ¿Habría llegado con este novio a todo? Hice un par de chistes algo cínicos y la escuché reír. Decidí que sí, sin ninguna duda. Había estudiado danzas, pero ya no, desde que estaba en la Universidad. Le había quedado en todo caso la postura erguida y algo de la posición de primera al enderezarse. Había viajado una vez a Inglaterra, por un intercambio estudiantil: una beca de su colegio bilingüe. En definitiva, pensé en aquel momento, una hija orgullosa y cara, una muestra acabada, perfectamente educada y pulida, de la clase media argentina, que salía a buscar trabajo bastante más temprano que sus amigas. Me preguntaba, pero no se lo preguntaría, por qué tan pronto, aunque quizá fuera sólo un signo de la madurez y de la independencia que aparentaba haber alcanzado. No parecía en ningún sentido necesitar la pequeña suma que habíamos acordado: estaba todavía bronceada por el sol de un largo verano en la casa junto al mar que sus padres tenían en Villa Gesell y solamente su bolsito, sin duda, costaba más que la vieja computadora mía que tenía delante. Le dicté durante un par de horas más y sólo en un momento la vi hacer un gesto de cansancio: durante una de mis pausas inclinó la cabeza a un lado y después al otro y su cuello, su bonito cuello, sonó con un crujido seco. Cuando se cumplió su horario se puso de pie, recogió las tazas, las dejó lavadas sobre la pileta, y me dio un beso rápido en la mejilla al despedirse.

Esa fue en adelante nuestra rutina: beso al llegar, su bolsito dejado, casi lanzado, a un costado del sofá, dos horas de dictado, un café y una breve conversación sonriente en el espacio estrecho de la cocina, dos horas más de dictado y en algún momento, infaltable, la oscilación, a medias dolorida, a medias seductora, a ambos costados de su cabeza y ese ruido seco y crujiente de vértebras. Empecé a conocer su ropa, las variantes de su cara, algún día más adormilada, los vaivenes de su pelo y sus hebillas, los signos cifrados del maquillaje. En una de estas mañanas iguales le pregunté por Kloster, cuando ya me interesaba mucho más ella que él, cuando empezó a parecerme también perfecta en todo sentido para mí, e imaginaba variantes improbables para quedármela. Pero Kloster, hasta donde pude ver, también era el jefe perfecto en todo sentido. Era muy considerado con sus días de exámenes, y me dejó saber, con delicadeza, que le pagaba casi el doble de lo que había acordado conmigo. ¿Pero cómo era él, el hombre, el misterioso Mr. K?, insistí. ¿Qué quería saber yo?, me preguntó desconcertada. Quería saber todo, por supuesto. ¿No sabía ella que los escritores éramos chismosos profesionales? Nadie lo conoce, le expliqué, no da entrevistas y hacía mucho que su foto había dejado de aparecer en la tapa de sus libros. Ella pareció sorprendida. Era cierto que lo había escuchado varias veces rechazar reportajes, pero nunca hubiera imaginado que podía haber algo misterioso en él: no parecía guardar ningún secreto. Tendría algo más de cuarenta años, era alto, delgado, había sido de joven un nadador de largas distancias, en su estudio había fotos de esa época y copas y medallas, todavía nadaba a veces por la noche hasta muy tarde en la pileta de un club cerca de su casa.

Había elegido con cuidado unas pocas palabras al describirlo, como si quisiera asegurar un tono neutro y yo me pregunté si lo encontraría interesante en algún sentido. Así que alto, delgado, gran espalda de nadador, recapitulé: ¿atractivo?, disparé. Ella rió, como si ya lo hubiera pensado y desestimado: no, no para mí, por lo menos, y agregó algo escandalizada: podría ser mi padre. Además, me dijo, era muy serio. Trabajaban también cuatro horas seguidas, todas las mañanas. Tenía una hijita muy linda, de cuatro años, que siempre le regalaba dibujos y quería adoptarla como hermana. Se quedaba a jugar sola en un cuarto de la planta baja junto al estudio mientras ellos trabajaban. La mujer nunca aparecía, aquello sí le parecía un pequeño misterio, ella apenas la había visto en un par de ocasiones. A veces le gritaba algo a la hija, o la llamaba desde la planta alta. Posiblemente fuera depresiva, o quizá tuviera alguna otra enfermedad, parecía pasar gran parte del día en la cama. Era él sobre todo el que se ocupaba de la hija, terminaban a tiempo para que pudiera llevarla al jardín. ¿Y cómo trabajaba? Le dictaba por las mañanas, como yo, sólo que se sumergía cada tanto en silencios eternos. Caminaba todo el tiempo, recorría la habitación como si estuviera enjaulado, de pronto estaba en un extremo del cuarto, de pronto lo tenía a sus espaldas. Y tomaba café, eso ya me lo había dicho. Al final del día no hacían más de media página. Corregía, corregía cada palabra, le hacía leer una y otra vez la misma frase. ¿Qué estaba escribiendo? ¿Una nueva novela? ¿Cuál era el tema? Era una novela, sí, sobre unos asesinos religiosos. Eso parecía hasta ahora, al menos. Incluso ella le había prestado una Biblia comentada que tenía su padre, para que cotejara una traducción. ¿Y qué pensaba de sí mismo? Qué quería decir yo con eso, me preguntó. Si se creía superior. Pensó un momento, como si tratara de recordar alguna circunstancia en particular, algún comentario, un desliz en una conversación. Nunca le escuché decir nada de sus propios libros, dudó, pero un día, cuando volvíamos por décima vez sobre la misma frase, me dijo que un escritor debía ser a la vez un escarabajo y Dios.

Al cabo de la primera semana, al pagarle, advertí en su forma de mirar los billetes, en la atención repentinamente concentrada, en su cuidado satisfecho al guardarlos, una intensidad, una oleada de interés, que me hizo verla, por un instante, bajo una luz imprevista y que en ese momento uní al comentario que me había hecho sobre lo que Kloster le pagaba y traduje para mí con sorpresa y algo de alarma: a la linda Luciana el dinero realmente le importaba.

¿Qué había pasado después? Pasaron... algunas cosas. Hubo una sucesión de días de mucho calor, un retorno inesperado del verano en pleno marzo, y Luciana reemplazó sus blusas por unas musculosas cortas que dejaban sus hombros al descubierto y también bastante de su estómago y de su espalda. Cuando se inclinaba para leer desde la pantalla yo podía ver el arco suave de su columna y en el hueco de la espalda que se separaba del pantalón, una espiral del ligero vello castaño, casi rubio, que se continuaba hacia adentro, donde asomaba —y podía verlo perfectamente— el triángulo diminuto, siempre perturbador, de la bombacha. ¿Lo hacía a propósito? Claro que no. Todo era inocente y nos mirábamos todavía con los mismos inocentes ojos y en el espacio estrecho de la cocina seguíamos como hasta entonces evitando con cuidado rozarnos. Pero era en todo caso un nuevo espectáculo muy agradable.

En uno de esos días calurosos, mientras me asomaba sobre su silla para revisar una frase en la pantalla, apoyé también con inocencia mi mano izquierda en el respaldo del asiento. Ella, que había separado la espalda hacia adelante, la hizo retroceder echándose hacia atrás y su hombro tocó y aprisionó suavemente mis dedos. Ninguno de los dos hizo el primer movimiento para separar el contacto —ese furtivo y aun así prolongado primer contacto— y durante un largo rato, hasta que hicimos el primer intervalo, le seguí dictando de pie, inmovilizado muy cerca de ella, mientras sentía a través de mis dedos, como una intensa señal intermitente, una corriente cálida y secreta, el calor de su piel que le bajaba del cuello a los hombros. Un par de días después empecé a dictarle la primera escena verdaderamente erótica de mi novela. Le pedí al terminar que me la leyera en voz alta, reemplacé algunas palabras por otras más crudas y le pedí que volviera a leer. Obedeció con la misma naturalidad de siempre, sin que notara en su voz, al pasar a través de los pasajes minados, ninguna turbación. Aun así, había quedado por obra y gracia de la evocación una ligera tensión sexual en el aire. Esperaba, le dije, por hacer algún comentario, que Kloster no la sometiera a dictados como éste. Me miró con despreocupación y algo de ironía: estaba acostumbrada, me dijo, Kloster le dictaba cosas mucho peores. Por una curiosa inflexión de su voz «peores» parecía querer decir mejores. Había quedado en su cara una semisonrisa, como si pensara en un recuerdo particular y tomé aquello como un desafío. Mientras le seguía dictando esperé con paciencia a que hiciera oscilar su cabeza y cuando oí por fin crujir su cuello deslicé mi mano por debajo de su pelo al hueco de las vértebras y oprimí entre mis dedos la articulación. Creo que la sobresaltó tanto como a mí este pasaje sin retorno de evitar por todos los medios tocarla a tocarla decididamente, aun cuando intenté que el movimiento tuviera un aire casual. Quedó inmóvil, con la respiración suspendida, las manos fuera del teclado, sin volver la cabeza para mirarme, y no pude decidir si esperaba algo más o algo menos.

—Cuando me saquen el yeso voy a hacerte un masaje —le dije y retiré la mano al borde de la silla.

—Cuando te saquen el yeso ya no vas a precisarme —me respondió, todavía sin darse vuelta, con una sonrisa nerviosa y ambigua, como si viera la posibilidad de escapar a tiempo pero no hubiera decidido todavía si quería escaparse.

—Siempre puedo volver a quebrarme —dije, y la miré a los ojos. Ella desvió enseguida la mirada.

—No serviría: ya sabes que Kloster vuelve la semana próxima —dijo con imparcialidad, como si quisiera, suavemente, hacerme desistir. ¿O era otra barrera que levantaba sólo para probarme?

—Kloster, Kloster —protesté—. ¿No es injusto que Kloster lo tenga todo?

—No creo que tenga todo lo que quisiera tener —dijo ella entonces.

Sólo dijo aquello, con el mismo tono ecuánime de antes, pero había un toque enigmático de orgullo en la voz. Creí entender lo que quería darme a entender. Pero si se proponía consolarme, sólo había logrado añadir un nuevo motivo de irritación. Entonces Kloster, el tan serio Kloster, también se había hecho al fin y al cabo sus pequeñas ideas con la pequeña Luciana. Por lo que acababa de oír, quizá incluso había intentado ya una primera jugada. Y Luciana, lejos de darle un portazo, estaba por volver junto a él. Kloster, el nunca más envidiado Kloster, aun si no había conseguido hasta ahora demasiado de ella, tendría cada día una oportunidad. Y seguramente a Luciana, junto con el orgullo de rechazarlo, le daría también algo de orgullo que él no dejara de intentar. ¿No estaba acaso todavía en esa edad, a la salida de la adolescencia, en que las mujeres quieren ensayar su atractivo hombre por hombre?

Todo esto imaginé por esa leve inflexión de su voz, pero no logré que Luciana me dijera nada más. Cuando quise hacer la primera pregunta me dijo, enrojeciendo un poco, que sólo había querido decir lo que había dicho: que nadie, ni siquiera Kloster, podía tenerlo todo. Que intentara negarlo ahora era a su modo una nueva afirmación que, aunque no alcancé a seguir en sus implicaciones, logró desalentarme. En el silencio incómodo que se abría entre los dos me preguntó, casi como una imploración, si no deberíamos seguir con el dictado. Volví, algo humillado, a buscar en mi manuscrito la línea siguiente. Estaba sobre todo mortificado con mí mismo: me daba cuenta de que al insistir sobre Kloster había perdido quizá mi propia oportunidad. ¿Había tenido alguna? Me había parecido en el primer contacto que sí, a pesar de su repentina rigidez. Pero ahora, mientras le dictaba, todo se había desvanecido, como si deliberadamente cada uno volviera a un casillero anterior de civilizada distancia. Y sin embargo, al recoger su bolso antes de irse, sus ojos me buscaron en un destello, como si quisiera cerciorarse de algo, o recobrar, ella también, un rastro de ese contacto interrumpido, y esa mirada sólo logró desconcertarme otra vez, porque tanto podía significar que no me guardaba rencor pero prefería olvidar lo ocurrido, o bien que la puerta, a pesar de todo, no estaba definitivamente cerrada.

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