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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (13 page)

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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—Carl, ¿me das cien coronas?

Era su hijo postizo Jesper quien irrumpía en sus pensamientos. Estaba a punto de salir de casa. Sus amigos de Lynge sabían que si lo invitaban había muchas posibilidades de que llevara unas birras. Jesper tenía amigos en la urbanización que vendían cajas y cajas de cerveza a los que aún no tenían dieciséis años. Costaban un par de coronas más, pero ¿qué importaba si tenías un padre postizo que pagaba la juerga?

—Jesper, ¿no es la tercera vez en lo que va de semana? —cuestionó Carl, sacando un billete de la cartera—. Y mañana tienes que ir a la escuela, pase lo que pase, ¿vale?

—Vale —respondió Jesper.

—¿Ya has hecho los deberes?

—Sí, sí.

O sea que no los había hecho. Carl arrugó el entrecejo.

—Tranquilo, hombre. No tengo ninguna gana de seguir otro año en Engholm. Ya conseguiré pasar a bachillerato.

Triste consuelo. Además, tenía que cuidar de que el chaval fuera a clase dos años más.

—Arriba ese ánimo, hombre —salmodió el muchacho camino del cobertizo de las bicis.

Era más fácil decirlo que hacerlo.

—¿Es el caso Lynggaard el que te tiene agobiado, Carl? —le preguntó Morten mientras recogía botellas. Nunca bajaba a dormir hasta que la cocina estaba reluciente. Conocía sus limitaciones. A la mañana siguiente iba a tener la cabeza tan grande e hinchada como el ego del primer ministro. Si había que hacer algo, había que hacerlo ahora.

—Más que nada pienso en Hardy, no tanto en el caso Lynggaard. Las pistas no llevan a ninguna parte, y a nadie le interesa un carajo. Tampoco a mí.

—Pero el caso Lynggaard está explicado ya, ¿no? —replicó Morten con voz gangosa—. Debió de ahogarse. ¿Hay algo más que decir al respecto?

—Hmm, ¿tú crees? Pero me pregunto por qué se ahogó. No había tormenta, no había olas, estaba aparentemente sana. No tenía problemas de dinero, era guapa, iba camino de hacer una gran carrera. Puede que estuviera algo sola, pero ya llegaría el momento en que se ocupara de esa cuestión.

Sacudió la cabeza. ¿A quién quería engañar? Por supuesto que le interesaba el caso. Todos los casos en los que las preguntas se amontonaban como en aquél le interesaban.

Encendió un cigarrillo y agarró una lata de cerveza que algún invitado había abierto y dejado sin beber. Estaba algo tibia y floja.

—Lo que más me irrita es que fuera tan lista. Siempre hay dificultades cuando la víctima es tan inteligente como ella. No tenía razón alguna para suicidarse, tal como lo veo yo. No tenía enemigos conocidos, su hermano la adoraba. Entonces, ¿por qué desapareció? Tú, por ejemplo, Morten Holland, ¿saltarías al agua en esa situación?

Morten miró a Carl con los ojos enrojecidos.

—Fue un accidente, Carl. ¿No te has mareado nunca al mirar desde la borda las olas más abajo? Y si de todas formas fue asesinada, entonces fue su hermano o si no algo político, en mi opinión. Una futura líder de los Demócratas que estaba tan buena como ella ¿no tenía enemigos?

Asintió pesadamente con la cabeza y casi no pudo levantarla.

—Todos la odiaban, ¿no lo ves? Los que habían quedado atrás en su propio partido. Y los partidos del Gobierno.

¿Crees que el primer ministro y todos sus tiparracos estaban contentos de ver a aquel bollito actuar ante las cámaras de la tele? Tú mismo lo has dicho: no tenía ni un pelo de tonta.

Escurrió la bayeta y la colgó del grifo del fregadero.

—Todos sabían que sería ella quien iba a representar a la coalición de la oposición en las próximas elecciones. Atraía mogollón de votos —dijo, escupiendo en el fregadero—. Bueno, la próxima vez no voy a beber el retsina de Sysser. ¿Dónde coño compra ese brebaje? Se te queda la garganta como un estropajo.

En el patio circular Carl se encontró con varios colegas que volvían a casa. Junto a la pared del fondo, tras las columnas, estaba Bak conversando seriamente con uno de sus hombres. Lo miraron como si los hubiera escupido e insultado.

—Reunión de majaderos —dejó que resonara en el pórtico mientras les daba la espalda.

La explicación se la dio Bente Hansen, una agente de su antiguo grupo que se encontró en el vestíbulo.

—Tenías razón, Carl. Han encontrado la media oreja en la cisterna del retrete del piso de la testigo. Enhorabuena, viejo.

Bien. O sea que algo estaba pasando en el caso del ciclista asesinado.

—Bak y su gente han estado en el Hospital Central para que la testigo soltara todo lo que sabía —continuó la policía—. Pero no han sacado nada en limpio. Está aterrorizada.

—Entonces, no es con ella con quien tienen que hablar.

—Probablemente, no. Pero ¿con quién, si no?

—¿En qué situación te suicidarías tú? ¿Si estuvieras bajo una presión enorme, o si fuera lo único que podía salvar a tus hijas? En mi opinión tiene que ver con las hijas, de una u otra forma.

—Sus hijas no saben nada.

—Seguramente no. Pero tal vez sepa algo la madre de la mujer.

Miró hacia las lámparas de bronce del techo. Quizá debiera pedir permiso para intercambiar los casos con Bak. Seguro que más de uno se echaría a temblar en el colosal edificio.

—Llevo mucho tiempo dándole vueltas a la cabeza, Carl. Creo que tenemos que continuar con el caso, o sea.

Assad ya le había puesto delante una taza de café humeante. Junto a los expedientes había un par de pasteles sobre una bolsa de papel. Era evidente que trataba de congraciarse con él. Por lo menos, había ordenado el despacho de Carl y varios informes del caso estaban alineados sobre su escritorio, casi como si hubiera que leerlos en un orden determinado. Debía de llevar allí desde las seis de la mañana.

—¿Qué es eso que me has preparado?—preguntó Carl, señalando los papeles.

—Sí, ahí hay un extracto de la cuenta del banco que te dice cuánto dinero sacó Merete Lynggaard durante las últimas semanas. Pero no hay nada de ninguna cena en un restaurante.

—Le pagarían la cena, Assad. Es habitual que a las mujeres guapas les salgan las cenas gratis.

—Claro. Qué lista. Hizo que pagara alguien. Seguramente un político o un tío.

—Posiblemente, pero no va a ser fácil saber quién.

—Sí, ya lo sé, Carl. Fue hace cinco años —prosiguió, poniendo el dedo en el otro folio—. Aquí hay una lista de las cosas que se llevó la policía de su casa. No veo ninguna agenda como la que describió la nueva secretaria. Pero puede que haya una agenda en el Parlamento donde ponga con quién iba a cenar, entonces.

—Seguramente llevaría la agenda en el bolso, Assad. Y el bolso desapareció junto con ella, ¿verdad?

Assad asintió en silencio, algo irritado.

—Pero Carl… Entonces podríamos preguntárselo a su secretaria. Hay un replicado de su declaración. En su momento no dijo nada de que Merete hubiera estado cenando con nadie. O sea que creo que habría que preguntarle otra vez.

—¡Se dice duplicado! Pero eso fue hace cinco años, Assad. Si no pudo recordar nada importante cuando la interrogaron entonces, tampoco lo recordará ahora.

—¡Vale! Pero declaró que recordaba que Merete Lynggaard recibió un telegrama de San Valentín, pero que le llegó algo más tarde. Una cosa así se puede investigar, ¿no?

—Ese telegrama ya no existe, y no tenemos la fecha exacta. Va a ser difícil, ni siquiera sabemos qué compañía lo entregó.

—Lo entregó, o sea, TelegramsOnline. Carl lo miró. Aquel tío ¿tendría madera? Era difícil de creer viéndolo con aquellos guantes de goma verdes.

—¿Cómo sabes eso, Assad?

—Mira —le mostró su ayudante, señalando el duplicado de la declaración—. La secretaria recordaba que en el telegrama ponía Love & Kisses for Merete, y que también había dos labios. Dos labios rojos.

—¿Y…?

—Pues que entonces es un telegrama de TelegramsOnline. Imprimen el nombre en el telegrama. Y llevan los dos labios rojos.

—Enséñamelo.

Assad apretó la barra espaciadora del ordenador de Carl, y en la pantalla apareció la página web de TelegramsOnline. Sí, allí estaba el telegrama. Exactamente como decía Assad.

—Bien. ¿Y estás seguro de que es la única empresa que hace telegramas así?

—Completamente.

—Pero sigues sin tener la fecha, Assad. ¿Es de antes o de después del día de San Valentín? ¿Y quién lo encargó?

—Podemos preguntar a la empresa si tienen registrado cuándo entregan telegramas en el palacio de Christiansborg.

—Eso ya lo harían en la primera investigación, ¿no?

—No, en el expediente no pone nada de eso. Pero ¿quizá has leído otra cosa? —preguntó el asistente con una sonrisa sardónica tras la barba de dos días. Con descaro, pero sin pasarse.

—Vale, Assad, de acuerdo. Pregunta en la empresa. Es justo una misión para ti. Yo tengo cosas que hacer ahora, es mejor que llames desde tu despacho.

Le dio una palmada en el hombro y lo arrastró afuera. Después cerró la puerta, encendió un cigarrillo, cogió la carpeta del caso Lynggaard y se sentó en la silla con las piernas encima de la mesa.

Ya no tenía excusa.

Era un caso fastidioso. Demasiado inconsistente. Búsquedas a diestro y siniestro sin prioridades claras. En suma, no había ninguna teoría sólida en que apoyarse. El motivo seguía estando abierto. Si fue un suicidio, ¿por qué? Lo único que se sabía era que su coche estaba en la parte trasera de la cubierta de coches, y que Merete Lynggaard había desaparecido.

Después los investigadores se dieron cuenta de que no había estado sola. De un par de testimonios se deducía que había estado discutiendo con un joven en la cubierta. Una foto, tomada casualmente en la cubierta por una pareja de mediana edad que participaba en un viaje de compras organizado a Heilingenhafen, lo documentaba. Y la fotografía se hizo pública, y entonces llegó una notificación del Ayuntamiento de Store Heddinge diciendo que se trataba del hermano de Merete Lynggaard.

De hecho, Carl lo recordaba. Hubo rapapolvos para los policías que habían pasado por alto la existencia de aquel hermano.

Y surgieron nuevas preguntas: si había sido el hermano, ¿cuál era el motivo?, ¿y dónde estaba el hermano?

Al principio creían que también Uffe había caído por la borda, pero lo encontraron a los dos días, totalmente extenuado y confuso, un buen trecho más allá de las llanuras de Femern. Lo identificó un policía alemán de Oldenburgo que estaba alerta. Nadie averiguó luego cómo había llegado tan lejos. Tampoco él tenía nada que añadir al caso.

Si sabía algo, se lo guardaba para sí.

El duro trato dispensado después por sus compañeros a Uffe Lynggaard reveló que no tenían ni puta idea de cómo llevar el caso.

Carl puso un par de cintas de los interrogatorios y comprobó que Uffe había estado callado como una tumba. Trataron de jugar al «poli bueno» y al «poli malo», pero no Funcionó. Llamaron a dos psiquiatras. Después a un psicólogo de Farum con una tesis doctoral en esas cosas, incluso llamaron a Karen Mortensen, una asistenta social del municipio de Stevns, para tratar de sonsacar a Uffe.

Un caso chungo.

Tanto las autoridades alemanas como las danesas rastrearon las aguas. El cuerpo de submarinistas trasladó sus ejercicios a la zona. Encontraron un cadáver arrojado por el mar, lo congelaron y le hicieron la autopsia. A los pescadores se les pidió que prestaran especial atención a los objetos que flotaran en el agua. Ropa, bolsos, cualquier cosa. Pero nadie encontró nada que pudiera relacionarse con Merete Lynggaard, y los medios de comunicación se volvieron más locos si cabe. La mujer ocupó las primeras planas durante casi un mes. De diversas Fuentes salieron viejas Fotos de una excursión con el instituto, donde posaba con un traje de baño ceñido. Se dio publicidad a sus sobresalientes en la universidad, que se convirtieron en objeto de análisis para los denominados expertos en tendencias. Nuevas conjeturas acerca de su sexualidad hacían que periodistas por lo demás sobrios siguieran la estela de la prensa amarilla. Y por encima de todo la existencia de Uffe daba a los gacetilleros algo de que escribir.

Varios de sus compañeros cercanos desvariaban diciendo que ya se habían imaginado algo así. Que había algo en su vida privada que quería ocultar. Claro, no se sabía que fuera un hermano minusválido, pero algo de ese estilo.

Viejas Fotos del accidente de coche que mató a sus padres y dejó minusválido a Uffe aparecieron en primera plana de los diarios de la mañana cuando la importancia del caso empezaba a remitir. Había que meter todo. Estando viva fue un buen material, y muerta lo iba a ser también, qué carajo. A los tertulianos de la mañana les costaba disimular su entusiasmo. La guerra de Bosnia, un príncipe consorte que estaba cabreado, la profusión de tintos finos en actos oficiales del alcalde de un suburbio de Copenhague, una parlamentaria ahogada. ¡Siempre la misma mierda! Bastaba que hubiera unas buenas fotos.

Aparecieron grandes fotografías de la cama doble de la casa de Merete Lynggaard. Nadie sabía de dónde habían salido, pero los titulares eran despiadados. ¿Había habido una relación entre los dos hermanos? ¿Era ésa la razón de la muerte de Merete? ¿Por qué había solamente una cama en aquella casa tan grande? A todos los daneses tenía que parecerles que era extraño.

Cuando no pudieron sacar más jugo a la historia se pusieron a lanzar conjeturas sobre la puesta en libertad de Uffe. ¿Se habían empleado métodos policiales violentos? ¿Se trataba de un error judicial? ¿O había salido de rositas? ¿Tenía más que ver con la ingenuidad del sistema judicial y una instrucción deficiente? Después se habló en los medios del ingreso de Uffe en Egely, y finalmente el caso fue perdiendo interés. La serpiente del verano de 2002 fueron la lluvia, el calor, el nacimiento del príncipe Félix y el Mundial de Fútbol.

Sin duda, la prensa danesa conocía los auténticos intereses de sus lectores habituales. Merete Lynggaard era material obsoleto.

Y a los seis meses se abandonó la investigación. Había montones de otras cosas que hacer.

Carl cogió dos folios y en uno de ellos escribió a bolígrafo:

SOSPECHOSOS:

1) Uffe

2) Mensajero desconocido. Carta sobre Berlín.

3) La persona del restaurante Café Bankeråt

4) «Compañeros» de Christiansborg

5) Robo con homicidio. ¿Cuánto dinero en el bolso?

6) Agresión sexual

En el otro folio escribió:

INVESTIGAR:

Asistenta social de Stevns

Telegrama

Secretarias del Parlamento

Testigos del transbordador de Schleswig-Holstein

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