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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (25 page)

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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El tipo miró brevemente la placa de Carl y después se volvió hacia sus colegas.

Carl le puso una mano en el hombro.

—Decía que tenía un par de preguntas.

Los ojos del tipo lo atravesaron cuando se giró.

—¿No ves que estoy trabajando? Claro que a lo mejor quieres llevarme a comisaría.

Fue entonces cuando Carl sacó de la cartera el único billete de mil coronas que había tenido desde hacía meses y se lo puso delante de las narices.

—¿De qué se trata? —preguntó el periodista, tratando de atraer el billete con la mirada. Tal vez estuviera intentando calcular cuántas horas le duraría el billete a altas horas de la madrugada en el Andy's Bar.

—Estoy investigando la desaparición de Merete Lynggaard. Mi colega Hardy Henningsen piensa que a lo mejor puedes contarme si ella podía tener razones para temer a alguien en círculos políticos.

—¿Temer a alguien? Es una manera extraña de expresarlo —comentó, acariciando sin cesar los mechones de pelo casi invisibles de su rostro. Después continuó—: Y ¿por qué me lo preguntas? ¿Hay alguna novedad en el caso?

El interrogatorio se estaba desarrollando en sentido inverso.

—¿Alguna novedad? No, no la hay, pero el caso ha llegado a un punto en el que hay que aclarar ciertas cuestiones de una vez por todas.

El periodista asintió con la cabeza, nada impresionado.

—¿Cinco años después de la desaparición? Mira, a otro perro con ese hueso. ¿Por qué no me cuentas lo que sabes? Y yo te contaré lo que sé.

Carl volvió a agitar el billete para que el hombre centrara la atención en lo importante.

—No sabes de nadie que estuviera especialmente cabreado con Merete Lynggaard por aquella época, ¿es eso lo que quieres decir?

—Todos odiaban a aquella zorra. Si no fuera por sus hermosas peras, hacía tiempo que la habrían echado.

No era de los que votaban a los Demócratas, concluyó Carl sin sorpresa.

—Vale, así que no sabes nada.

Se volvió hacia los otros periodistas.

—¿Alguno de vosotros sabe algo? Cualquier cosa puede valer. No tiene necesariamente que ver con Christiansborg. Rumores sueltos. Gente a la que vuestros
paparazzi
hayan visto cerca de ella mientras estaban de caza. Sensaciones. ¿Hay algo de eso?

Miró a los colegas de Hyttested. A la mitad de ellos seguramente se les podía diagnosticar muerte cerebral. Su mirada estaba vacía y aquello les importaba un bledo.

Giró abarcando el local. Tal vez hubiera algún periodista novato a quien le quedara algo de seso y tuviera algo que decir. Aunque no fuera en nombre propio, a lo mejor en el de otros. Al fin y al cabo, había entrado en el reino de los chismes.

—¿Dices que te ha enviado Hardy Henningsen? —fue Hyttested quien preguntó mientras se acercaba al billete—. ¿Tú no eres el que lo jodio? Recuerdo con claridad algo de Carl Mørck, ¿no has dicho que te llamabas así? Eres el que se refugió debajo de un colega. El que se quedó debajo de Hardy Henningsen haciéndose el muerto, ¿verdad?

Carl notó que una sensación helada le subía por la columna vertebral. ¿Cómo diablos había podido llegar a tal conclusión? Todos los interrogatorios estaban cerrados al público. Nadie había sugerido jamás lo que estaba diciendo aquel hijoputa.

—¿Dices eso porque quieres que te agarre del cuello y te mate a hostias para que tengas algo de qué escribir la semana que viene? —dijo, acercándose lo suficiente para que Hyttested decidiera volver a mirar el billete—. Hardy Henningsen era el mejor colega que había. Habría muerto por él, si hubiera podido. ¿Lo pillas?

Hyttested dirigió una mirada victoriosa a sus colegas. Mierda. Ya tenían titular para la próxima semana, y la víctima iba a ser Carl. Sólo les faltaba una fotografía que inmortalizara la situación. Más le valía largarse de allí.

—¿Me darás las mil coronas si te digo qué fotógrafo se había especializado en Merete Lynggaard?

—¿De qué me va a servir?

—No lo sé. Puede que te sirva. ¿No eres policía? ¿Puedes permitirte no hacer caso de un soplo?

—¿Quién es?

—Intenta hablar con Jonas.

—Jonas ¿qué más?

Unos pocos centímetros separaban el billete de los codiciosos dedos de Hyttested.

—Jonas Hess.

—Vale, Jonas Hess. ¿Y dónde lo encuentro? ¿Está en la redacción ahora?

—Nosotros no empleamos a gentuza como Jonas Hess. Tendrás que buscar en el listín.

Carl anotó el nombre y metió el billete en el bolsillo en un santiamén. Aquel idiota iba a escribir sobre él en el número de la semana siguiente de todas formas. Además, nunca en la vida había pagado por sus informaciones, y para cambiar de sistema hacía falta alguien de más calibre que aquel Hyttested.

—¿Que habrías muerto por él? —gritó Hyttested detrás de Carl cuando éste atravesó las filas—. ¿Por qué no lo hiciste, Carl Mørck?

En la recepción le dieron la dirección de Jonas Hess y el taxi lo dejó en Vejlands Alié, junto a una diminuta casa encalada que los años habían rodeado con las sobras de la sociedad: bicis viejas, acuarios agrietados y garrafones de los tiempos de la destilación casera, lonas enmohecidas que ya no podían ocultar tablas podridas, profusión de botellas y todo tipo de cachivaches. El propietario de la casa podría ser candidato para uno de los numerosos programas sobre viviendas que emitían en todos los canales de la tele. En eso estaría de acuerdo hasta el arquitecto paisajista más mediocre.

Una bici volcada frente a la puerta de entrada y el murmullo quedo de una radio tras las mugrientas ventanas indicaban que había tenido suerte, y Carl se apoyó en el timbre de la puerta hasta que empezó a notar palpitaciones en la zona del dedo.

—Ya vale de escándalo —se oyó finalmente desde el interior.

Un hombre rubicundo con síntomas inconfundibles de tener una buena resaca abrió la puerta y trató de enfocar a Carl bajo el sol deslumbrante.

—Joder, ¿qué hora es? —preguntó, soltando la manilla y volviendo a entrar. Para seguirlo no hizo falta una orden de registro.

La sala era como las que se ven en películas de catástrofes después de que el cometa haya partido en dos el globo terráqueo. El habitante de la casa se dejó caer con un suspiro satisfecho sobre un sofá hundido en el medio y dio un buen lingotazo a una botella de whisky mientras trataba de localizar a Carl con el rabillo del ojo.

La experiencia le decía a Carl que no era precisamente un testigo perfecto.

Lo saludó de parte de Pelle Hyttested y esperó que aquello rompiera el hielo.

—Me debe dinero —fue la respuesta.

Carl estuvo pensando en enseñarle la placa, pero volvió a meterla en el bolsillo.

—Pertenezco a un departamento de la policía que trata de resolver enigmas sobre pobres desgraciados —aclaró. Aquello no podía acojonar a nadie.

Hess dejó la botella por un momento. Puede que a pesar de todo fueran demasiadas palabras para el estado en el que se encontraba.

—Vengo en relación con Merete Lynggaard —intentó después Carl—. Tengo entendido que eras un especialista en ella.

El hombre trató de sonreír, pero una arcada de bilis se lo impidió.

—No hay muchos que sepan eso —dijo—. ¿Qué coño pasa con ella?

—¿Tienes alguna foto suya que no haya sido publicada?

El hombre se dobló hacia delante con una risa sofocada.

—Joder, vaya pregunta idiota. Tengo por lo menos diez mil.

—¡Diez mil! Parece mucho.

—Escuche —repuso, levantando la mano— Dos o tres rollos de película por cada dos días durante dos o tres años ¿cuántas fotos dan?

—Creo que bastante más de diez mil.

Pasada una hora, Jonas Hess había espabilado lo suficiente, ayudado por las calorías que contiene el whisky sin rebajar, para poder acompañar a Carl sin vacilaciones hasta el laboratorio, que estaba en una pequeña construcción de cemento aligerado detrás de la casa.

La realidad allí era bastante diferente a la del interior de la casa. Carl había estado en muchos laboratorios de fotografía, pero en ninguno tan pulcro y bien organizado como aquél. La diferencia entre el hombre de la casa y el hombre del laboratorio era espantosamente incomprensible.

El fotógrafo tiró de un cajón metálico y rebuscó en él.

—Mire —dijo, tendiéndole una carpeta donde ponía «Merete Lynggaard: 13/11/2001—1/3/2002»—. Son los últimos negativos que tengo de ella.

Carl abrió por detrás la carpeta de negativos. Cada funda de plástico contenía los negativos de una película, pero en la última funda sólo había cinco instantáneas. La fecha aparecía escrita con buena letra. Ponía «1/3/2002, ML».

—¿Le hiciste fotos la víspera de su desaparición?

—Sí. Nada de particular. Unas instantáneas en el patio de entrada al Parlamento. Solía estar esperando en la puerta de entrada.

—¿Esperándola a ella?

—No sólo a ella. A todos los parlamentarios. Si yo le contara las divertidas constelaciones que he visto en esa escalera… Sólo tienes que esperar, y un buen día aparece.

—Pero ya veo que lo divertido no llegó aquel día — replicó Carl. Sacó la funda de plástico de la carpeta y la colocó sobre la caja luminosa. O sea que las fotos estaban hechas el viernes antes de que Merete volviera a casa. La víspera de su desaparición.

Se acercó más a los negativos.

Sí, saltaba a la vista. Llevaba el maletín bajo el brazo.

Carl sacudió la cabeza. Increíble. Había tenido suerte a la primera. En aquel negativo estaba la prueba, blanco sobre negro. Merete se había llevado el maletín a casa. Un viejo maletín gastado, con desgarrón y todo.

—¿Puedes dejarme este negativo?

El fotógrafo tomó otro trago y se secó los labios.

—No dejo prestados los negativos. Ni siquiera los vendo. Pero podemos hacer una copia, lo escaneo y punto. No hace falta que la calidad sea excelente —declaró, aspirando y gargajeando un poco al reír.

—Sería magnífico tener una copia. Puedes mandar la factura a mi departamento —propuso Carl, dándole una tarjeta.

El tipo miró los negativos.

—No hace falta. Aquel día no hubo nada especial. Pero con Merete Lynggaard generalmente no solía haber nada especial. Sólo si hacía frío en verano y se le adivinaban los pezones debajo de la blusa. Esas fotos me las pagaban bastante bien.

Volvió a sonar la risa gargajeante mientras se dirigía a un pequeño frigorífico rojo en equilibrio inestable entre dos bidones de productos químicos. Cogió una botella de cerveza y debió de intentar ofrecer, pero para cuando Carl reaccionó el contenido había desaparecido.

—Porque la exclusiva era poder hacerle una foto con algún amante, ¿sabe? —añadió, mientras buscaba algo que meterse entre pecho y espalda—. Creí haberlo conseguido unos días antes.

Cerró el frigorífico de un portazo y estuvo hojeando un poco en la carpeta.

—Ah, sí, también están éstas de Merete discutiendo fuera del salón de plenos con un par de miembros del Partido Danés. He hecho copias de contacto de esos negativos.

Se echó a reír.

—Bueno, no saqué la foto por la discusión, sino por la que está detrás —aclaró, señalando a una persona que estaba cerca de Merete—. Puede que no se vea bien en este tamaño, pero debería ver cómo queda al ampliarla. Esa nueva secretaria estaba completamente enamorada de Merete Lynggaard.

Carl se inclinó hacia la foto. No cabía duda, era Søs Norup. Su expresión era totalmente distinta a la que había mostrado en su cueva de dragón de Valby.

—No tengo ni puta idea de si había algo entre ellas o si sólo era cosa de la secretaria. ¡Pero qué cojones! A saber si esta foto en algún momento habría dado dinero —dijo. Después pasó a la siguiente página de negativos y, colocando un dedo húmedo en medio de la hoja, exclamó—: ¡Aquí está! Ya sabía que fue el 25 de febrero, porque es el cumpleaños de mi hermana. Pensé que podría comprarle un buen regalo si la foto resultaba ser una mina de oro. Aquí está.

Sacó la funda de plástico y la colocó sobre la caja luminosa.

—Estas son las fotos que decía. Está hablando con un pavo en las escalinatas del Parlamento.

Después señaló una foto de la primera tira.

—Mire esta imagen. Parece estar afectada. Hay algo en su mirada que dice que está incómoda —añadió, pasando una lupa a Carl.

¿Cómo diablos podía verse algo así en un negativo? ¡Pero si sus ojos no eran más que un par de manchas blancas!

—Me vio sacando fotos, así que me largué. Creo que nunca me vio la cara. Después intenté hacerle una foto al hombre, pero no pude sacarlo de frente, porque salió por el otro lado del patio, hacia el puente, pero por lo visto no era más que un tipo que pasaba por casualidad y la abordó. Muchos lo intentaban, si tenían la oportunidad.

—¿Tienes copias de contacto de esa serie?

El fotógrafo reprimió un par de arcadas ácidas y pareció que la garganta le ardiera por dentro.

—¿Copias de contacto? Enseguida las hago, si mientras tanto baja a la tienda a por un par de birras.

Carl asintió en silencio.

—Pero antes tengo una pregunta. Si estabas tan interesado en conseguir una foto de Merete Lynggaard con un amante, también sacarías fotos en su casa de Stevns, ¿no?

El fotógrafo no alzó la vista, y siguió examinando con detenimiento las fotos anteriores.

—Pues claro. Estuve allí montones de veces.

—Hay algo que no entiendo. Entonces tienes que haberla visto junto a su hermano impedido, Uffe, ¿no?

—Sí, hombre, muchas veces —admitió, mientras marcaba con una cruz uno de los negativos—. Aquí hay una buena Foto de ella y ese tipo. Puedo darle una copia. Tal vez sepa usted quién es. Y después puede decírmelo, ¿verdad?

Carl volvió a asentir con la cabeza.

—Pero ¿por qué no sacaste alguna buena Foto de ella junto a Uffe, para que todo el mundo supiera por qué tenía siempre tanta prisa por salir de Christiansborg?

—No lo hice porque también yo tengo a alguien impedido en mi Familia. Mi hermana es minusválida.

—Pero tú vives de sacar esas Fotos.

El fotógrafo le dirigió una mirada apagada. Si Carl no iba a por las birras ahora, se quedaría sin las copias.

—Escuche —respondió el hombre, mirando a Carl a los ojos—. Aunque uno sea una mierda, aún le queda algo de dignidad. ¿Y a usted?

Desde la estación de Allerød caminó por la calle peatonal y constató cabreado que el paisaje urbano parecía cada vez más mediocre. Los bloques de cemento, camuflados de viviendas de lujo, se acercaban cada vez más al hipermercado, y pronto desaparecerían también las viejas casitas entrañables del otro lado de la calle. Lo que antes era un imán para la mirada era ahora un túnel de cemento adornado. Unos años antes lo habría defendido, pero ahora había llegado hasta su ciudad. Lo hizo Erhardt Jakobsen en Bagsvasrd, Urban Hansen en Copenhague y sabe dios qué ricachón en Charlottenlund. El entrañable e impagable paisaje urbano estaba destrozado. Los alcaldes y concejales con mal gusto campaban a sus anchas. La prueba irrefutable eran los monumentos a la infamia como aquél.

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