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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (45 page)

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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«Ya tengo el dinero. Podemos firmar y cerrar el trato en mi casa hoy. Mi abogado traerá los papeles necesarios. Envío adjunto el borrador de contrato. Añade tus comentarios o correcciones y trae los papeles contigo», ponía. Sí, todo estaba pensado. Si los papeles no ardían en el incendio, ya se encargaría Lasse de que desaparecieran antes de que llegara la policía y los equipos de salvamento. Carl apuntó la fecha y la hora de la cita. Todo coincidía a la perfección. Hale fue atraído hacia lo que sería su muerte. Dennis Knudsen lo esperaba en la carretera de Kappelev con el pie en el acelerador.

—Y mira, Carl —le mostró Assad, tomando el primer folio del siguiente montón. Era un recorte del diario regional de Frederiksborg, que informaba de la muerte de Dennis Knudsen en la parte inferior de una página. «Muerto de una sobredosis», decía escuetamente.

Otro más para las estadísticas.

Carl examinó las siguientes hojas del montón. No cabía duda de que Lars Henrik Jensen había ofrecido mucho dinero a Dennis Knudsen por provocar el accidente. Tampoco había duda de que fue el hermano de Lasse, Hans, quien salió a la carretera delante del coche de Daniel Hale y lo obligó a invadir la calzada contraria. Todo como estaba convenido, excepto que Lasse nunca pagó a Dennis lo que le había prometido, y Dennis se enfadó.

Una carta de Dennis Knudsen, sorprendentemente bien escrita, daba a Lasse el ultimátum: o pagaba las trescientas mil coronas o Dennis lo machacaría en alguna carretera un día que Lasse nunca sabría cuándo llegaría.

Carl pensó en la hermana de Dennis. Desde luego, el hermanito pequeño por quien guardaba duelo se las traía.

Miró los tablones de anuncios y tuvo una visión general de los estragos causados por el tiempo en la vida de Lasse Jensen. El accidente de coche, el rechazo de la compañía de seguros. Un rechazo a la solicitud de ayuda que enviaron a la Fundación Lynggaard. Los motivos iban juntándose y se veían con más claridad que antes.

—¿Crees que se ha vuelto loco de la cabeza por todo eso? —preguntó Assad, extendiéndole un objeto.

Carl frunció las cejas.

—No quiero ni pensarlo, Assad.

Examinó el objeto que le había pasado Assad. Era un pequeño móvil Nokia compacto. Rojo, nuevo y deslumbrante. Detrás estaba escrito «Sanne Jonsson» con pequeñas mayúsculas torcidas y un corazoncito encima. ¿Qué diría la chica cuando supiera que aún existía?

—Tenemos todo aquí —le dijo a Assad, señalando con la cabeza las fotos de la madre de Lasse en la cama del hospital, llorando. Fotografías de los edificios de Godhavn y de un hombre, bajo el cual estaba escrito con trazo grueso «Padre adoptivo Satanás».Viejísimos recortes de periódico que elogiaban HJ Industries y también al padre de Lasse Jensen por el extraordinario trabajo pionero llevado a cabo en la industria danesa de precisión. Había por lo menos diez fotos detalladas del transbordador de Schleswig-Holstein, con horarios, mediciones de distancias y el número de escalones hasta la cubierta de coches. Había también un esquema horario a dos columnas. Una para Lasse, una para su hermano. Así que habían sido dos los autores.

—¿Qué significa eso? —quiso saber Assad, señalando los números.

Carl no estaba seguro.

—Podría significar que la secuestraron y la mataron en otro lugar. Me temo que podría ser la explicación de todo.

—Y eso, ¿qué significa, entonces? —continuó Assad, señalando la última mesa metálica, donde había varios cuadernos de anulas y una serie de planos técnicos en sección.

Carl tomó el primer cuaderno de anillas. Estaba dividido con separadores de plástico de colores, y en la primera sección ponía «Manual de submarinismo. Escuela de Armas de la Marina de Guerra, agosto de 1985». Hojeó el cuaderno y leyó los titulares: fisiología del buceador, esquemas de válvulas, tablas de descompresión superficial, tablas de tratamiento de oxígeno, Ley de Boyle, Ley de Dalton.

Un auténtico galimatías.

—Un camarero jefe ¿tiene que saber de submarinismo, Carl? —preguntó Assad.

Carl sacudió la cabeza.

—Puede que no sea más que un
hobby.

Hojeó en el montón de papeles y encontró un borrador de manual escrito pulcramente con letra cursiva.

«Instrucciones para pruebas de presión de contenedores, por Henrik Jensen, HJ Industries, 10/11/1986».

—¿Puedes leer esto, Carl? —se sorprendió Assad con los ojos pegados al texto. Estaba claro que él no era capaz.

En la primera página había varios diagramas y esquemas de la disposición de las tuberías. Al parecer, se trataba de instrucciones para efectuar cambios en unas instalaciones existentes, probablemente lo que HJ Industries recibió de Interlab al comprar los edificios.

Repasó lo mejor que pudo la hoja escrita a mano, y se fijó en las palabras «cámara de descompresión» y «encerrar».

Levantó la cabeza y vio un primer plano de Merete Lynggaard, fijado en el tablón de anuncios encima del montón de papeles. Las palabras «cámara de descompresión» volvieron a resonar en su cabeza.

Sintió un escalofrío al pensarlo. ¿Sería posible? La idea era demasiado espantosa y le provocó un sudor repentino.

—¿Qué ocurre, Carl? —quiso saber Assad.

—Sal fuera a vigilar el patio. Ahora mismo, Assad.

Su compañero iba a repetir la pregunta cuando Carl se volvió una vez más hacia la última pila de papeles.

—Venga, Assad, y anda con cuidado. Llévate esto —dijo, dándole el hierro con el que habían roto el candado.

Hojeó los papeles rápidamente. Había muchos cálculos matemáticos, la mayoría escritos con letra de Henrik Jensen, aunque también con otras. Pero no había nada que se pareciese a lo que buscaba.

Una vez más observó la foto muy bien enfocada de Merete Lynggaard. Probablemente estaba hecha desde muy cerca, pero no debía de haberse dado cuenta, porque tenía la mirada desviada hacia un lado. Sus ojos tenían una expresión singular. Algo pizpireto y vivaracho que de alguna forma se transmitía al observador. Carl estaba seguro de que Lasse Jensen no la había colgado por eso. Más bien al contrario. Había muchos agujeros en el borde de la foto. Seguramente la habían quitado y puesto muchas veces.

Retiró uno a uno los cuatro alfileres que la sujetaban al tablón, tomó la fotografía en sus manos y le dio la vuelta. Lo que estaba escrito en el reverso era obra de un loco. Lo leyó varias veces.

«Esos ojos repugnantes saldrán de sus órbitas. Tu ridícula sonrisa se ahogará en sangre. Tu pelo se ajará y tu cerebro se desintegrará. Tus dientes se pudrirán. Nadie te recordará más que por lo que eres: una furcia, una zorra, una cabrona, una puta asesina. Como tal has de morir, Merete Lynggaard».

Y debajo, añadido en mayúsculas:

6/7/2002: 2 ATMÓSFERAS

6/7/2003: 3 ATMÓSFERAS

6/7/2004: 4 ATMÓSFERAS

6/7/2005: 5 ATMÓSFERAS

6/7/2006: 6 ATMÓSFERAS

15/5/2007: 1 ATMÓSFERA

Carl miró por encima del hombro. Era como si las paredes se contrajeran a su alrededor. Se llevó la mano a la frente y se quedó pensando muy concentrado. La tenían ellos, de eso estaba seguro. Ella estaba cerca. Allí ponía que iban a matarla dentro de cinco semanas, el 15 de mayo, pero era probable que la hubieran matado ya. Le dio la impresión de que él y Assad lo habían provocado. Y había ocurrido allí cerca. Con toda seguridad.

¿Qué hago? ¿Quién sabe algo?, pensó, rebuscando en su memoria.

Cogió su móvil y tecleó el número de Kurt Hansen, su viejo compañero que había terminado en el Parlamento con el Partido de la Derecha.

Removió inquieto los pies mientras sonaban los tonos. El tiempo estaba riéndose de ellos, lo percibió con total claridad.

Un segundo antes de apagar el teléfono, la voz característica de Kurt Hansen se anunció con un carraspeo.

Carl le pidió que estuviera callado, simplemente que escuchara y pensara con rapidez. Nada de preguntas, sólo respuestas.

—¿Que qué pasa si se somete a una persona a una presión de seis atmósferas durante cinco años y después se baja a una de repente? —preguntó Kurt—. Vaya pregunta más extraña. Una situación así es muy poco probable, ¿no?

—Tú responde. Eres el único que conozco que sabe algo de esas cosas. No conozco a nadie más que tenga un certificado de buceador profesional. Dime qué ocurre en ese caso.

—Pues que te mueres.

—Ya, pero ¿en cuánto tiempo?

—No tengo ni idea, pero desde luego no es nada agradable.

—¿Por qué?

—Porque revientas por dentro. Los alvéolos hacen reventar los pulmones. El nitrógeno de los huesos desgarra el tejido, los órganos, todo el cuerpo se dilata, porque hay aire por todo el cuerpo. Trombosis, hemorragia cerebral, hemorragias generalizadas, incluso…

Carl lo interrumpió.

—¿Quién puede ayudar en esa situación?

Kurt Hansen volvió a carraspear. Tal vez no lo supiera.

—¿Es una situación real, Carl? —añadió después.

—Me temo que sí.

—Entonces llama a Holmen. Tienen una cámara de descompresión móvil. Una Duocom de Dráger —dijo. Le dio el número de teléfono y Carl le dio las gracias.

Fue cuestión de un momento poner en antecedentes de la situación a la gente de la Marina de Guerra.

—Daos prisa, es muy importante —suplicó Carl—. Tenéis que traer taladros y cosas así. No sé qué obstáculos vais a encontrar. Y avisad a Jefatura. Necesito refuerzos.

—Creo que me hago cargo de la situación —lo tranquilizó la voz.

39

Se acercaron con sumo cuidado al último de los edificios. Exploraron con atención la tierra, para ver si se había enterrado algo recientemente. Miraron con detenimiento a los pringosos cubos de plástico alineados junto a la pared, como si pudieran contener una bomba.

También aquella puerta estaba cerrada con un candado que Assad rompió con el hierro plano. A ese paso iba a convertirse en parte de su curriculum.

Había un olor dulzón en la entrada. Como una mezcla del agua de colonia del dormitorio de Lasse Jensen y de carne pasada. O quizá más bien como el olor de las jaulas de animales salvajes del zoo un cálido y floreado día de primavera.

En el suelo había un montón de relucientes contenedores de acero inoxidable de diversas longitudes. En la mayoría estaban sin terminar de montar los instrumentos de medida, pero algunos estaban acabados. Las interminables estanterías de una de las paredes sugerían que se había esperado que la producción fuera grande. Pero no lo fue.

Carl indicó a Assad con un gesto que lo siguiera a la próxima puerta y se llevó el índice a los labios. Assad asintió en silencio y agarró el hierro hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Caminaba algo agachado, como si quisiera ofrecer un blanco menor. Casi parecía un reflejo.

Carl abrió la siguiente puerta.

Había luz en la estancia. Las lámparas de cristal reforzado iluminaban una zona de pasillos en la que a un lado había puertas que llevaban a una serie de oficinas sin ventanas, y al otro una puerta que llevaba a otro pasillo más. Carl hizo un gesto con la mano para que Assad registrara las oficinas, y se adentró en el pasillo largo y estrecho.

Era algo repugnante. Como si durante años hubieran arrojado mierda o suciedad a las paredes y al suelo. Algo incompatible con el espíritu con el que Henrik Jensen, fundador de la fábrica, había deseado crear aquel entorno. A Carl le costaba imaginar a ingenieros con bata blanca en aquel ambiente. Le costaba muchísimo.

Al final del pasillo había una puerta, que Carl abrió con cuidado mientras apretaba la navaja que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

Encendió la luz y vio que se encontraba en un espacio que hacía las veces de almacén, con un par de mesas sobre ruedas y montones de placas de pladur y diversas bombonas de hidrógeno y oxígeno. Dilató de manera instintiva las ventanas de la nariz. Olía a pólvora. Como si hubieran disparado un arma recientemente.

—No había nada en ninguna oficina —oyó que le decía Assad por detrás en voz baja.

Asintió en silencio. Al parecer, tampoco allí había nada. Aparte de la misma impresión de sordidez que acababa de percibir antes en el pasillo.

Assad entró en la estancia y miró alrededor.

—Ese Lasse tampoco está aquí.

—Ahora no lo buscamos a él.

—¿A quién buscamos, entonces? —preguntó Assad arrugando el entrecejo.

—Shhh —susurró Carl—. ¿No lo oyes?

—¿Qué?

—Escucha con atención. Se oye un silbido muy débil.

—¿Un silbido?

Carl levantó la mano para hacer que callara, y cerró los ojos. Podría ser un ventilador lejano. Podría ser el agua corriendo por las cañerías.

—Es ruido de aire, Carl. Como si algo estuviera pinchado.

—Ya, pero ¿de dónde viene?

Carl giró poco a poco sobre sí mismo. Era sencillamente imposible de localizar. La estancia tendría a lo sumo tres metros y medio de ancho por cinco o seis de largo, y aun así parecía que el sonido procedía de todas partes y de ninguna parte.

Hizo una fotografía mental de la estancia. A su izquierda había cuatro montones de unas cinco placas de pladur apoyadas en la pared. En el extremo de la pared del fondo había una placa de pladur torcida. La pared de la derecha estaba desnuda.

Miró al techo y vio cuatro paneles con pequeños agujeros, y entre ellos manojos de cables y tubos de cobre que iban desde el pasillo y pasaban al otro lado de las placas de pladur.

Assad también lo vio.

—Debe de haber algo, o sea, al otro lado de las placas, Carl.

Este asintió con la cabeza. Tal vez la pared exterior, tal vez otra cosa.

Con cada placa que retiraban y colocaban en la pared opuesta era como si el sonido se hiciera más audible.

Finalmente se encontraron frente a una pared en cuya parte superior había una gran caja negra y también diversos interruptores basculantes, instrumentos de medida y botones. A un lado de aquel panel de control había incrustada una puerta arqueada de dos secciones, forrada con placas metálicas, y al otro dos enormes ojos de buey con cristal blindado y completamente blanco donde habían pegado con cinta adhesiva unos cables entre un par de barras que supuso podrían ser detonadores. Debajo de cada ojo de buey había una cámara de vigilancia sobre un soporte. No era difícil de imaginar para qué se habían utilizado y cuál podía ser el objetivo de los detonadores.

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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