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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (30 page)

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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—Brrrr —imitó en voz baja el sonido del motor, y condujo el coche sobre la hierba delante de Uffe, para gran trastorno de un par de abejas que bailaban entre las flores.

Carl sonrió a Uffe y aplanó el rastro del coche. Era evidente que era lo que más interesaba a Uffe. La hierba aplastada que volvía a enderezarse.

—Vamos a dar un paseo en coche con Merete, papá y mamá, Uffe. Mira, estamos todos. ¡Mira cómo atravesamos el bosque! ¡Qué bien lo estamos pasando!

Dirigió la mirada hacia la mujer vestida de blanco. Estaba tensa, y en las arrugas de su boca se dibujaban sombras de duda. No tenía que dejarse llevar por el entusiasmo. Si gritaba, ella se asustaría. Estaba mucho más metida en el juego que Uffe, que simplemente estaba sentado bizqueando al sol, dejando que el entorno cuidara de sí mismo.

—Cuidado, papá —advirtió Carl con voz de mujer—. Está resbaladizo, puedes derrapar.

Después volvió a empujar el coche.

—Cuidado con el otro coche, está derrapando también. ¡Socorro, chocamos contra él!

Reprodujo el ruido del frenazo y del metal arañando la calzada. Uffe estaba siguiendo el juego. Entonces Carl volcó el coche y las figuras cayeron al suelo.

—¡Cuidado, Merete! ¡Cuidado, Uffe! —gritó con voz clara, y la enfermera se inclinó sobre él y le puso una mano en el hombro.

—Creo que no…—dijo, sacudiendo la cabeza. Iba a coger a Uffe y hacerlo levantar.

—¡Pam! —exclamó Carl, dejando que el coche rodara sobre la hierba.

Pero Uffe no reaccionó.

—Creo que está en otro mundo —comentó Carl, indicando con un movimiento de la mano que la representación había concluido. Después continuó—. Tengo una fotografía que me gustaría que viera Uffe, ¿algún problema? Después os dejaré en paz.

—¿Una foto? —se sorprendió la mujer, mientras Carl sacaba todas las fotografías de su bolsa de plástico. Después colocó las fotos que había pedido prestadas a la hermana de Dennis Knudsen sobre la hierba, mientras ponía frente a los ojos de Uffe el folleto de la empresa de Daniel Hale.

Era evidente que Uffe sentía curiosidad. Igual que un mono en una jaula que tras observar miles de muecas en la gente veía por fin algo nuevo.

—¿Lo conoces, Uffe? —preguntó, mirándolo a la cara con atención. La menor contracción podría ser la única señal que recibiera. Si existía una vía de entrada en la torpe mente de Uffe, Carl tenía que esforzarse por encontrarla.

—¿Estuvo en vuestra casa de Magleby, Uffe? ¿Estuvo allí este hombre entregándoos una carta a ti y a Helle? ¿Lo recuerdas? —insistió, señalando los ojos cristalinos y el pelo rubio de Hale—. ¿Fue él?

Uffe miraba al vacío. Después su mirada descendió un poco hasta tropezar con las Fotografías que había sobre la hierba.

Carl siguió su mirada y advirtió que las pupilas de Uffe se contraían de pronto a la vez que despegaba los labios. La reacción fue más que evidente. Tan real y visible como si se le hubiera caído un yunque a los pies.

—¿Y éste de aquí? ¿Lo has visto antes, Uffe? —añadió sacando rápidamente la Foto de Dennis Knudsen de las bodas de plata de sus padres y poniéndola frente a Uffe—. ¿Lo conoces?

Notó que la enfermera se levantaba tras él, pero no le importó. Quería volver a ver las pupilas de Uffe contrayéndose. Era como estar con una llave y saber que encajaba en algún sitio, sin saber dónde.

Pero Uffe alzó la vista, impasible, con la mirada desenfocada.

—Será mejor que lo deje —intervino la enfermera mientras asía con cuidado el hombro de Uffe. A Carl le habrían hecho Falta quizá veinte segundos más. Tal vez habría llegado hasta él si hubieran estado solos.

—¿Ha visto su reacción? —preguntó.

La mujer sacudió la cabeza. Mierda puta.

Carl dejó la Foto enmarcada en el suelo, junto a la otra que le habían prestado en Skaevinge.

Entonces Uffe se estremeció. Primero el tronco, donde el pecho se hundió, y después el brazo derecho, que formó un ángulo recto ante el diafragma.

La enfermera trató de sosegarlo, pero Uffe no le hizo caso. Entonces empezó a respirar a espasmos cortos y superficiales. Tanto la enfermera como Carl lo oyeron, y ella se puso a protestar en voz alta. Pero Carl y Uffe estaban unidos en aquel momento. Uffe en su mundo, entrando en el de Carl. Este vio que los ojos de Uffe se agrandaban lentamente. Como el obturador de una cámara antigua, se abrían y absorbían cuanto los rodeaba.

Uffe volvió a bajar la vista, y esta vez Carl la siguió hacia la hierba. Uffe estaba realmente presente.

—O sea que, ¿lo conoces? —insistió Carl, poniendo otra vez la Foto de Dennis Knudsen de las bodas de oro de sus padres ante Uffe, pero éste la empujó a un lado como un niño descontento y empezó a emitir unos ruidos que no sonaban como el gimoteo normal de un niño, sino más bien como un asmático a quien le costara respirar. La respiración se hizo casi jadeante, y la enfermera gritó a Carl que se marchara.

Carl volvió a seguir la mirada de Uffe, y esta vez no hubo ninguna duda. Estaba dirigida hacia la otra Foto que había llevado Carl. La Foto de Dennis Knudsen y su amigo Átomos, que estaba detrás, apoyado en el hombro de Dennis.

—¿Está mejor si va vestido así? —dijo, apuntando al joven Dennis con traje de piloto de kart.

Pero Uffe miraba al chico que había tras Dennis. Carl nunca había visto los ojos de una persona tan fijos en algo. Era como si el muchacho de la Foto se hubiera adueñado de su ser, como si los ojos de una Foto vieja quemaran a Uffe como el Fuego, a la vez que le insuflaban vida.

De pronto se puso a gritar. Gritó tanto que la enfermera apartó a Carl y acercó a Uffe hacia sí. Gritó tanto que en los edificios de Egely empezaron también a gritar.

Gritó tanto que los cormoranes alzaron el vuelo de los árboles y dejaron el paisaje yermo.

30

2005-2006

Merete necesitó tres días para arrancar la muela, tres días de pesadilla infernal. Porque cada vez que colocaba las mordazas de las tenazas en torno a la bestia palpitante y la onda expansiva de la infección absorbía toda su fuerza, tenía que superar el terror. Un pequeño tirón lateral y todo el organismo se atascaba. Después pasaban unos segundos con el corazón galopando por el miedo al siguiente tirón, y así seguía durante una eternidad. Trató varias veces de agarrar bien la muela, pero le fallaban las fuerzas y el ánimo cada vez que el metal oxidado la tocaba.

Cuando finalmente consiguió que el pus fluyera y la presión remitió por un instante, rompió a llorar de agradecimiento.

Sabía que la estaban observando. El tipo al que llamaban Lasse no había vuelto aún, y el interruptor del interfono seguía atascado. Allá afuera no decían nada, pero Merete oía sus movimientos y su respiración. Cuanto más sufría ella más ruidosa era la respiración de ellos, casi como si los excitara sexualmente, y eso hizo que creciera su odio hacia ellos. Cuando arrancara la muela vería qué hacer después. Ya se vengaría. Pero antes tenía que pensar.

Así que volvió a asir la muela con las mordazas metálicas de gusto repugnante y tiró un poco, convencida de que había que terminar el trabajo. Aquella muela ya había causado bastante daño, había que acabar con ella.

Logró arrancarla una noche que estaba sola. Hacía horas que no notaba signos de vida allí arriba, de modo que la carcajada de alivio que se le escapó en la estancia resonante era suya y sólo suya. El sabor de la infección le pareció reconfortante. Las palpitaciones que bombeaban la sangre a la boca eran como caricias.

Empezó a escupirse en las manos cada veinte segundos y a aplicar la masa sanguinolenta sobre uno de los cristales de espejo, y después sobre el otro, y para cuando la sangre dejó de fluir el trabajo estaba terminado. Lo único que quedó sin manchar fue un pequeño cuadrado de veinte por veinte centímetros en el ojo de buey de la derecha. Los había privado de la satisfacción de verla expuesta cuando les daba la gana. Por fin decidía ella cuándo dejaría que la atrapasen en su campo visual.

Cuando a la mañana siguiente colocaron la comida en la compuerta, Merete se despertó por las maldiciones de la mujer.

—Esa cerda ha ensuciado los cristales. ¡Mira! Ha untado todo de mierda la muy cerda.

Oyó que el hombre decía que parecía más bien sangre, y la mujer se dirigió a ella hablando entre dientes.

—¿Así agradeces que te hayamos dado las tenazas? ¿Untando todo con tu sucia sangre? Si es tu forma de agradecerlo, recibirás tu castigo. Vamos a apagar la luz, a ver qué te parece, bruja. Puede que así limpies esa marranería. Eso es, no comerás hasta limpiarlo.

Merete oyó que iban a retirar el cubo de la comida de la compuerta, pero dio un salto y bloqueó el carrusel con las tenazas. No iban a chulearle la última ración. Después apartó el cubo de la comida en el último momento, antes de que el sistema hidráulico soltara las tenazas. El mecanismo se cerró con un suspiro y la compuerta volvió a cerrarse.

—Hoy te has salido con la tuya, ¡pero mañana no! —gritó la mujer. La furia de su voz era un consuelo—. Te daré comida podrida hasta que hayas limpiado los cristales, ¿entendido?

Después apagó los tubos fluorescentes del techo.

Merete estuvo un rato mirando con fijeza las manchas marrones ligeramente iluminadas de los cristales de espejo, y el pequeño cuadrado limpio, que estaba algo más iluminado. Se dio cuenta de que la mujer intentaba llegar arriba para poder mirar, pero Merete lo había colocado a propósito demasiado arriba. ¿Cuánto tiempo llevaba sin sentir que la invadía una sensación placentera de victoria? Aquello iba a durar poco, ya lo sabía, pero tal como iban las cosas momentos como aquél eran el único incentivo que tenía para vivir.

Eso y las fantasías de venganza, los sueños de una vida en libertad y de volver a encontrarse con Uffe.

Aquella misma noche encendió la linterna por última vez. Se dirigió al pequeño cuadrado de uno de los cristales de espejo y se iluminó la cavidad bucal. El agujero de la encía era enorme, pero tenía buena pinta, por lo poco que podía ver en aquellas circunstancias. La punta de la lengua decía lo mismo. La curación estaba en marcha.

A los pocos minutos la luz de la linterna empezó a debilitarse, y Merete se arrodilló para examinar el mecanismo de cierre de la compuerta. Lo había visto miles de veces antes, pero puede que esta vez tuviera que memorizarlo de verdad. ¿Quién sabía si iban a volver a encender la luz del techo alguna vez?

La compuerta era curvada y con toda probabilidad cónica, para poder cerrar el hueco herméticamente. La parte inferior, el portillo propiamente dicho de la compuerta, tendría unos setenta y cinco centímetros de altura, y allí también las rendijas eran casi imposibles de sentir al tacto. En la parte frontal de la base había un perno soldado que hacía que la compuerta se detuviera en posición completamente abierta. Lo estuvo examinando a conciencia hasta que la luz de la linterna se apagó.

Después se quedó a oscuras, pensando en qué iba a hacer.

Había tres cosas que quería controlar. Para empezar, qué era lo que sus secuestradores iban a ver de ella, y ese problema ya lo había resuelto. Hacía mucho, muchísimo tiempo, cuando acababan de apresarla, estuvo palpando todas las superficies con minuciosidad en busca de algo que pudiera parecer una cámara espía, pero no había nada. Los monstruos que la tenían encerrada habían depositado su confianza en los cristales de espejo. Nunca debieron hacerlo. Por eso ahora podía caminar por su celda sin que la vieran.

En segundo lugar, siempre trataría de no venirse abajo mentalmente. Había días y noches en las que no se reconocía, y había semanas en las que las ideas daban vueltas y más vueltas, pero jamás arrojó la toalla. Cuando cayó en la cuenta de adonde podía llevarla eso, se obligó a pensar en otros que lo habían conseguido antes que ella. Los que habían estado aislados en celdas durante decenios sin sentencia. La historia y la literatura universales ofrecían muchos ejemplos. Papillon, el conde de Montecristo y muchos otros. Si ellos pudieron hacerlo, también ella podría. Y se obligó con todas sus fuerzas a pensar en libros, en películas y en sus mejores recuerdos de la vida, y logró superar la situación.

Porque quería ser ella misma, Merete Lynggaard, hasta el fin de sus días. Era una promesa que se proponía cumplir.

Y cuando por fin llegara el día, quería poder decidir cómo morir. Esa era la tercera cosa. La mujer del otro lado había dicho que era aquel tal Lasse quien tomaba las decisiones, pero llegada la situación la loba podría fácilmente tomar las riendas. El odio la había dominado antes, y podría volver a suceder. Para abrir de manera definitiva la compuerta y descomprimir la cámara bastaba con un instante de locura. Y ese instante llegaría, sin duda.

Durante los casi cuatro años que llevaba enjaulada Merete, la mujer también había sufrido los efectos del paso del tiempo. Tal vez tuviera los ojos más hundidos, tal vez le hubiera cambiado la voz. En aquellas circunstancias era difícil calcular su edad, pero tenía la suficiente para no temer lo que pudiera depararle la vida. Y eso la hacía peligrosa.

Pero no parecía que los dos del otro lado tuvieran un control especial de los aspectos técnicos. Si no eran capaces de arreglar un interruptor que se había atascado, tampoco sabrían disminuir la presión excepto abriendo la compuerta, al menos era lo que esperaba. De manera que, si podía evitar que abrieran la compuerta a menos que ella lo quisiera, eso le daría tiempo para suicidarse. El instrumento serían las tenazas. Podría apretar las venas con ellas y desgarrarlas en caso de que aquellos dos quisieran de pronto reducir la presión de la cámara. Merete no sabía bien qué podría ocurrir, pero la advertencia de la mujer de que Merete reventaría por dentro era horrible. No había peor muerte. Por eso quería decidir ella el cuándo y el cómo.

Si aquel Lasse tenía otras ideas, Merete no se hacía ilusiones. Por supuesto, la cámara tendría otros modos de reducir la presión que abrir la compuerta. Quizá pudiera emplearse también el sistema de renovación de aire. No sabía para qué se construyó en su origen la cámara, pero no había sido barata. Por eso supuso que aquello para lo que se fabricó la cámara tenía también valor o importancia, así que seguro que habría mecanismos de emergencia. Había visto indicios de toberas metálicas en los armazones de los tubos fluorescentes colgados del techo. No eran mucho mayores que un dedo meñique, pero era más que suficiente. Puede que le bombearan desde allí el aire fresco, no lo sabía, también podían ser mecanismos para la descompresión. Pero una cosa era segura: si aquel Lasse quería hacerle daño, seguro que sabía qué botones apretar.

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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