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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (24 page)

BOOK: La mujer que caía
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«Los Hados guían a los que quieren; a los que no, los arrastran.»

JOSEPH CAMPBELL,

The Hero with a Thousand Faces

El jueves por la noche, después de otra cena chamuscada, me senté en mi choza a verificar mis notas sobre el calendario maya. Me había resfriado al regresar de nuestro intento por erigir la estela. Si bien la noche estaba templada, cada tanto me sacudía un violento acceso de temblores y escalofríos. Pensé en pedirle a María que me preparara un tazón de té caliente. El té hirviendo con unas gotas de ron podría ayudarme con el resfriado, pero finalmente decidí no recurrir a la ayuda de María. Había oído el camión de Salvador regresar al campamento con la curandera desde la aldea de Chicxulub, y no quería meterme en una situación embarazosa.

Verifiqué mis cálculos una vez más. Hoy era Men, día regido por la vieja deidad de la luna. Debiera haber sido un día favorable, y sin embargo la estela había caído, y esto era un resultado que a mis ojos no resultaba favorable. Desde aquella tarde no había vuelto a ver a Zuhuy-kak.

El campamento estaba en silencio; los estudiantes o bien estaban escribiendo sus informes o bien bañándose en el cenote. Desde el accidente de Felipe el lugar había estado en silencio. El Sol se había puesto y la Luna se acababa de elevar cuando vi a Salvador acercarse hacia mi choza. La anciana que caminaba a su lado daba dos pasos pequeños por cada uno de él. Enrollada bajo el brazo llevaba una bolsa de plástico, de color rojo y anaranjado, del tipo de las que usan las amas de casa del Yucatán para llevar los alimentos. Caminaba lentamente, apoyándose en un bastón.

Salvador se detuvo en la puerta de mi choza y se quitó el sombrero de ala ancha.

—Señora —dijo en español—, lamento interrumpirle. Ésta es doña Lucinda Calderón, la curandera de Chicxulub. Quería conocerla a usted.

Doña Lucinda me examinaba a mí y el interior de la choza con sumo interés. Era una mujer anciana y delgada, con los ojos de un ave de rapiña. Su huípil estaba elaboradamente bordado alrededor del cuello y de la cenefa, con un motivo de flores y enredaderas verdes. Una capa le cubría de forma descuidada el cabello gris y los hombros, y calzaba sandalias de cuero. El bastón era de palo rosa; desde su empuñadura tallada me observaba una lechuza.

—Bien venida, doña Lucinda —la saludé en maya, poniéndome de pie. Tomé mi otra silla plegable de un rincón y la deposité sobre el portal abierto. La anciana plantó la bolsa en el suelo al lado de la silla y se sentó, apoyándose sobre el bastón, con la punta enterrada y la lechuza entre las manos.

—Gracias —me respondió en maya. Su voz era poderosa—. Quedo cansada cuando ejecuto los rituales de purificación. He envejecido.

Asentí comprensivamente.

—¿En qué puedo ayudarla?

Durante un momento prosiguió escudriñando mi choza. Las aletas de su nariz se movían, como tratando de identificar un aroma que se le escapaba. Estudió mis manos, mi rostro, los papeles que había sobre mi escritorio. Las mangas de mi camisa estaban recogidas hasta el codo.

Levantó el bastón del suelo y apuntó a las cicatrices de mis muñecas.

—¿Cómo ocurrió esto?

Observé las cicatrices e hice un gesto cortante con una mano sobre la otra.

—Con mi propia mano —dije—. Hace muchos años.

—Ah. —Observó los papeles que había sobre mi escritorio—. ¿Y qué ha estado haciendo?

—Escribiendo un libro sobre este lugar.

Salvador, de pie en la puerta, sostenía el ala del sombrero con las dos manos y lo hacía girar nerviosamente. Ofrecí cigarrillos. Salvador aceptó, la anciana declinó. Encendí uno para mí y por un instante llenamos el silencio de humo.

—¿Cómo está Felipe? —pregunté por fin.

—Los médicos del Hospital Juárez le han acomodado los huesos rotos —resumió—.

Sanará.

—Sí —repliqué—. Eso tenía entendido.

—Respeto a los médicos del hospital —dijo. Sus ojos eran oscuros y pequeños—.

Debe comprender eso. Mi nieto, un joven inteligente, estudia para ser médico. El hospital es muy bueno para tratar las dolencias naturales. —Se inclinó mientras trataba de impresionarme con su actitud progresista hacia la medicina—. Pero debe comprender también que Felipe tiene más que huesos rotos. Como sabe, tiene mala la suerte.

—Es cierto —reconocí—. Salvador dice que estamos cavando en un sitio de mala suerte.

Miró a Salvador y frunció el ceño.

—El lugar en que están cavando no importa gran cosa. Ahora los dioses son fuertes, pero Felipe cavaba el día Ix, el día de la mala fortuna.

Observé a Salvador, pero él contemplaba la punta encendida de su cigarrillo. No enfrentó mi mirada. Qué extraño que mis cálculos se confirmaran en forma tan directa.

—Entonces, la mala suerte pasará. Es bueno oírlo.

Hizo girar el bastón de palo de rosa entre sus manos y los ojos tallados del búho miraron en otra dirección. Doña Lucinda hizo un gesto de enojo y me miró al rostro.

—No se haga la tonta —dijo sin rodeos—. Usted sabe que no es así. A ver, ¿qué día es hoy?

—¿En el calendario maya? —Me encogí de hombros—. No lo sé. Entrecerró los ojos como si esperara algo más de mí.

—Hoy es el día Men —explicó. Sacudió la cabeza hacia la Luna, que se elevaba, pero sin apartar la mirada de mí—. Es una vieja antojadiza, Men. Contradice. Siempre enseña un rostro distinto. No es de fiar.

Me sentía incómoda bajo sus ojos. Hice un gesto de indiferencia.

—Hoy es el octavo día de Cumku, último mes del año —dijo—. No es una época segura. Los dioses son fuertes en este momento. —Su voz era más baja. Apenas podía distinguir sus palabras—. Debe tener cuidado. —Salvador no nos miraba; estaba fumando un cigarrillo y observando la plaza abierta—. El año está por concluir.

Sacudí la cabeza, di una larga calada al cigarrillo y lo apagué en el cenicero. Las manos me temblaban y las apoyé sobre mi regazo.

—¿Por qué me mira como si no comprendiera? Usted conoce estas cosas —exigió—.

Puedo ver que posee la segunda alma. —La segunda alma es lo que confiere poder a una bruja, en español, o a una wat, en maya. La segunda alma es una fuente de poder.

¿Qué había dicho antes? Los locos se reconocen entre sí. Su cabeza se hallaba vuelta a un lado, y me observaba con atención.

—Usted es una mujer fuerte, y eso le perjudicará. Busca ponerse de pie en épocas maléficas, y eso no puede ser. Vendrán días de infortunio.

Se detuvo aguardando a que yo hablara.

—¿De qué forma puedo tener cuidado? —le pregunté—. No puedo cambiar la época del año...

—Váyase de este sitio —me apremió.

—Imposible —repliqué.

—No es un sitio seguro. Ni para usted, ni para los demás.

Me encogí de hombros.

Frunció el ceño y clavó el bastón en la tierra.

—Quiero ayudarla, señora Butler, es preciso que lo comprenda. Usted es una mujer inteligente. Escúcheme. Esto es un asunto serio.

—Sus manos aferraron el bastón con más firmeza—. Saque de aquí a la joven pelirroja, a su hija.

—Mi hija no tiene nada que ver en esto —dije en inglés, sacudiendo la cabeza con lentitud.

La anciana hizo un gesto de indiferencia. No había comprendido las palabras, pero sí mi tono.

—Es su elección. Puede elegir ser una tonta. Usted habla bien nuestro lenguaje, pero no comprende este lugar. Éste no es su lugar.

Mis manos estaban cerradas en un puño. ¿Quién era esta anciana para decirme que éste no era mi sitio? Sí lo era. Yo hablaba con los muertos; conocía las fechas. Las manos me temblaban y me estremeció un escalofrío.

—Tal vez —le dije—. Pero no puedo irme en este momento.

—Le digo que se marche de aquí —repitió—. Si elige no hacerlo...

—Se encogió de hombros—. Oraré por usted y por su hija. Me pregunté a qué dioses oraría.

—Gracias por decirme esto, doña Lucinda. Lo pensaré.

Me puse de pie.

La mujer permaneció sentada, observándome con sus ojos redondos y negros.

—Hágame caso, señora.

—Gracias por su consejo, doña Lucinda.

Se puso de pie con dificultad apoyándose en el bastón, se inclinó lentamente para coger su bolsa de compras y dio la vuelta. Al llegar a la puerta giró, hizo la señal de la cruz y musitó una bendición.

Salvador se puso el sombrero.

—Lo siento, señora —dijo, pero no supe si lamentaba haberme presentado a la mujer o que yo fuera una bruja. Siguió a la anciana a través de la plaza. Supe que se sentía incómodo.

Vi una luz en la choza de Tony, pero no quería hablar con él ahora. Todavía no.

Caminé sola hacia la excavación de la tumba. Zuhuy-kak estaba allí, sentada sobre una piedra al lado de los picos, de los cernidores, de las cubetas. La Luna se elevaba y ella arrojaba una sombra bajo la pálida luz.

Mientras me aproximaba levantó la vista y asintió a modo de bienvenida.

—¿Qué quieres de mí, Ix Zacbeliz? —preguntó.

—Respuestas —dije—. ¿Por qué cayó la estela cuando tratábamos de levantarla? Ese día estaba regido por la diosa. Deberíamos haber tenido buena fortuna.

Me miró con ojos tan escrutadores y pequeños como los de la curandera. Me di cuenta de que nunca una sombra había sido tan sólida. Aun a la luz de la luna veía las finas líneas grabadas sobre el abalorio de jade y las puntadas de su manto bordado. Abrió las manos sobre su regazo.

—Fue buena fortuna, Ix Zacbeliz. Al caer la estela, el guerrero perdió su lugar. Su fuerza se desvaneció y la fuerza de la diosa retornará. Hoy ha sido un día gobernado por la diosa y tú le has ayudado a recuperar su poder.

—No es buena fortuna —respondí con irritación. Me dolían las articulaciones y sabía que el resfriado que había cogido me estaba horadando los huesos—. Queríamos la estela intacta, no partida en dos.

La mujer me miraba sorprendida.

—¿Sólo te interesan las cosas, Ix Zacbeliz? ¿Sólo querías hallar vasijas y joyas? Te estoy desvelando secretos más importantes que ésos. A ti y a tu hija.

—Deja a mi hija al margen —ordené—. Nada tiene que ver con esto.

Quería aferrar el atuendo bordado y sacudir a la anciana, hacer que me escuchara.

Sentía frío y calor, y también mareos. Me pregunté, mientras miraba sus ojos diminutos, si podría atraparla. ¿No sería como tratar de aferrar una nube de niebla? Las manos —dos puños a ambos lados de mi cuerpo— me temblaban.

—Tu hija elige su propio camino. —La mujer me miraba con el ceño fruncido—. No lo determinas tú ni lo hago yo. El ciclo llega a su fin y ella está aquí.

—Si la saco de aquí, estará a salvo —dije—. Estará al margen de esto.

—¿Sacarla de aquí? ¿Adónde la enviarás? El ciclo llega a su fin. Cuando el mundo cambia, todo cambia. ¿Y por qué enviarla a otra parte? Éste es su lugar, así como es el tuyo.

—El cambio de los ciclos no tiene importancia —respondí, con súbita ira—. Esto no es... —Me detuve para no dar voz a mis pensamientos.

—¿Esto no es real? —Zuhuy-kak concluyó tranquilamente la frase.

Su voz era muy suave.

No la miré. Cogí los cigarrillos del bolsillo y encendí uno, cobijando la llama entre las manos para que el viento no la extinguiera. Cuando posé mis ojos sobre Zuhuy-kak, la mujer sonreía.

—Soy real —dijo.

—No. Esto es un juego conmigo misma. Hace años que juego, pero puedo dejar de hacerlo. Puedo regresar a un mundo donde tú no existes, donde no hay peligro, donde no hay jaguares en las sombras. —Miré a lo lejos, aspirando el humo y sintiendo que el corazón me latía con más fuerza. El humo era real; el cigarrillo que tenía entre los dedos también; la roca que se extendía por debajo era real. Zuhuy-kak era un sueño en el que yo había querido creer. Podía dejar de hacerlo.

Exhalé una nube de humo y la observé enroscarse y atrapar la luz de la luna. Era sólo un juego. Miré a Zuhuy-kak y vi que me observaba, sonriendo y con la concha de nácar entre las manos.

—No es tan fácil —dijo—. No es fácil en absoluto. No puedes evitar que los ciclos concluyan, dándoles la espalda.

—Puedo hacer que te marches.

—Inténtalo. —Se encogió de hombros.

—Te encoges de hombros como una californiana —dije de pronto—. Ese gesto no puede haber sido propio de la cultura maya.

—Lo he aprendido de ti tal como tú aprendes de mí —sentenció. Sonrió, mostrándome los dientes torcidos—. Crees que puedes controlar el mundo y estás en un error.

—Yo te construí —sostuve—. Eres mi invención. Puedo hacer que te vayas.

—¿Por qué querrías hacerlo? —preguntó con sencillez—. Somos amigas, Ix Zacbeliz.

Te estoy ayudando.

—No estoy tan segura. —Moví la cabeza lentamente, luchando contra el mareo.

—Eres mi amiga —dijo con serena dignidad—. Considero a tu hija como si fuera la mía.

Volví a sacudir la cabeza.

—Puedo hacer que te vayas —repetí. No me gustaba el temblor de mi voz, pero tampoco podía evitarlo.

—No es tan fácil —insistió Zuhuy-kak—. Uno elige sus dioses, mas no los inventa.

Cerré los ojos. A lo lejos, se oía el suave ulular de un búho, una vez, dos veces, tres veces. Me imaginé sola en la excavación de la tumba. Oí el viento estremecerse contra la hierba y supe que estaba sola. Siempre había estado sola.

Cuando abrí los ojos, Zuhuy-kak seguía allí.

—Quieres el poder de la diosa —dijo—. En ese caso debes hacer sacrificios. Éste es tu sitio, y esto es algo que comprendes...

Me alejé de ella, sintiéndome vieja y frágil al cruzar la explanada. Al llegar al extremo opuesto miré hacia atrás. Zuhuy-kak levantaba una mano y me saludaba.

Capítulo 16: DIANE

La puerta de la choza de mi madre estaba entreabierta cuando llegué a la plaza. Vacilé.

—Creo que iré a ver cómo anda Liz.

—Bien —dijo Barbara de mal humor—. Aún debo terminar ese informe.

—Pensé que estabas inspirada...

—Mi inspiración desapareció en cuanto regresé. Hasta ahora, he escrito la fecha al comienzo de la página, y he leído la mitad de esa novela infame que compraste en Mérida. Te veré luego.

Me dejó al lado de la choza de mi madre y vi alejarse la luz de su linterna hacia la nuestra.

Golpeé y atisba en el interior. La única luz era la de una vela que ardía en un farol. La mesa que hacía las veces de escritorio estaba atiborrada de papeles y libros.

—Lamento interrumpirte —mascullé. Me sentía inquieta e incómoda. La idea de hablarle de la mujer que había hallado en el camino ya se había desvanecido, como la inspiración de Barbara.

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