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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (33 page)

BOOK: La mujer que caía
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Bajo la luz refulgente de la tarde era tan sólida como las silenciosas piedras que nos rodeaban.

—Tus enemigos quieren detenerte —sentenció. Su voz era suave y desprovista de emoción—. Te lo advertí.

—Mi vida no es como la tuya —le dije—. No sacrifiqué a mi hija. No seré arrojada al cenote.

—El año termina y suceden cosas —vaticinó—. Tal vez no las mismas cosas que sucedieron en mi época. Pero así y todo ocurren cosas.

—Déjame sola —le pedí.

—De nada te servirá ignorarme —me previno. Le volví la espalda. Bajé los escalones sin mirar atrás.

En la cámara interior se estaba fresco y tranquilo. Arrojé la luz sobre el esqueleto. Al menos él descansaba en paz. El cráneo de su hija escudriñaba desde su nido de huesos.

—Usé ese cuchillo —insistió Zuhuy-kak, moviendo la cabeza en dirección al cuchillo de obsidiana que yacía sobre la plataforma de piedra—. Está muy afilado. El dolor será breve.

Levanté la hoja y probé el filo. Aún era cortante: en mi pulgar se formó un punto escarlata de sangre. Inspeccioné las viejas heridas de mi muñeca. La piel era delgada y vulnerable. Pero Tony no aprobaría que manchara de sangre un artefacto valioso. En cambio, podía valerme de mi cuchillo de monte.

—Aún no —me detuvo Zuhuy-kak—. Primero tu hija, y luego tú.

—Conseguí que mi hija se marchara.

La mujer no me escuchaba. Levantó la cabeza como si oyera algo fuera de la tumba, y sonrió.

—¿Liz? —La voz de Diane provenía de la oscura brecha que conducía al mundo exterior—. ¿Estás ahí? ¿Estás bien?

¿Qué hace uno cuando está cayendo? ¿Extiende la mano en busca de apoyo? Si no se tiene cuidado, uno arrastra a los demás consigo. Hay que tener mucho cuidado.

El foco de una linterna dio con el agujero del muro y lo inundó de luz amarilla. Por detrás, la cabeza de Diane.

—Éste no es tu lugar —la detuve—. Regresa.

La mano que sostenía la linterna temblaba.

—No me digas lo que he de hacer. —Trepó por la abertura y se hundió en la tumba.

—No. —Di un paso atrás, lejos de ella. En sus ojos se agazapaban las sombras, y hacían de ellos dos huecos oscuros, como las cuencas de un cráneo.

Avanzó hacia mí, y extendió una mano a modo de súplica o amenaza. No supe distinguirlo. Retrocedí, con la hoja en la mano, internándome en la cueva. No temía a las sombras. No temía a la muerte; morir era una forma fácil de escapar. No podía dar nombre a ese temor, pero lo hallé en la mano extendida de mi hija.

Lancé a correr, como una rata sorprendida en terreno desconocido. Cierto oscuro instinto se había apoderado de mí y me inducía a escapar, a internarme en cualquier túnel que me alejara de la luz, a reptar donde no pudiera correr, a apretujarme por estrechos pasadizos, a huir del foco persecutorio de luz. Era un animal nocturno en busca de la segura oscuridad.

Mi hija estaba detrás de mí, siempre detrás de mí.

—¿Liz? —Cayó mi linterna y no me detuve a recuperarla. La oía a mis espaldas mientras me abalanzaba hacia adelante, con las manos extendidas como un ciego, tocando los muros fríos y las estalactitas redondeadas.

—¿Madre? —La voz era tan cercana que me incliné un poco más. Durante mucho tiempo perdí pie. Caí por la oscuridad tibia y aterciopelada, sabiendo que esto era lo que debía ocurrir, que éste era el destino del katun que vendría.

Desperté con un dolor agudo en la pierna, rodeada por el agua fría. Por un momento pensé que flotaba en la Fuente Sagrada, pero abrí los ojos en la oscuridad. Descansaba sobre un charco de agua helada, formado sobre una depresión de piedra caliza. Tenía las caderas en el agua y los hombros contra la roca. La pierna estaba torcida por debajo, y la tenaza del dolor me impedía pensar en la molestia de mi cabeza. Respiré hondo y me incorporé sobre los brazos, tratando de enderezar la pierna. El esfuerzo me hizo gemir de dolor.

En respuesta al grito, como una respuesta de los dioses, se encendió un rayo de luz desde arriba, cegándome y haciéndome gritar nuevamente. No veía la fuente de luz —

sólo era un punto brillante muy arriba— pero reconocí la voz de mi hija, desgarrada.

—¿Por qué has corrido? No debiste haberlo hecho.

Miré hacia el foco de luz.

—Ya lo sé.

Mi voz era áspera como la piedra caliza que yacía debajo de mi cuerpo. Estaba más tranquila. El instinto que me había hecho huir había quedado contenido. Miré mi cuerpo, y bajo la luz de la linterna de Diane vi mi pierna torcida. Rota, supuse. Cuando traté de levantar el peso y soportarlo con las manos, los huesos me parecieron astillados. Durante un instante la luz pareció desvanecerse y mi cabeza se llenó de una oscuridad rojiza y opaca como el trueno.

Cuando volví a escuchar, la voz despavorida de mi hija llegaba desde arriba.

—¿Estás bien? Di algo. ¿Estás bien?

—Tengo una pierna rota —le respondí con voz quebrada—. Regresa y pide ayuda.

—No puedo. —La luz no se movió de mi rostro. Su voz era delgada y tensa, al borde del llanto—. No conozco el camino. Perdí el sentido de la orientación. Corrías muy rápido.

Se hizo un momento de silencio en que sentí el sonido dulce y agudo del agua que goteaba. Miré a mi alrededor. Al lado del estanque una estalagmita se alzaba del suelo de piedra caliza para unirse con otra estalactita que pendía del techo. Cerca de este pilar había una piedra redondeada, una especie de altar. Alrededor de la base del pilar se apiñaban vasijas y figurines de cerámica. Sobre las paredes lejanas alcanzaba a ver imágenes pintadas: Ix Chebel Yax me miraba desde el muro, y la serpiente enroscada en su tocado sonreía. En una mano, sostenía un rayo; en la otra, un trozo de arco iris. Ante ella danzaban mujeres, y, pintada de azul brillante, una criatura yacía sobre el altar, con el pecho arqueado para recibir el cuchillo.

—¿Por qué corriste? —preguntó—. ¿Por qué huiste de mí?

Las gotas caían como música líquida y constante. La pierna me palpitaba, pero mientras no me moviera, no sentiría los dolores punzantes que me hacían gritar. No respondí a mi hija: no tenía respuestas. ¿Qué le daría por satisfecha? Había estado soñando con sangre. Tenía un cuchillo de obsidiana en mis manos y temía ir demasiado lejos. Sabía que pronto moriría, y que la muerte me evitaría la necesidad de dar respuestas.

—Yo también estoy loca —decía mi hija en voz baja. Me estremecí en la oscuridad—.

Las sombras me siguen. La anciana me sigue.

—Eso no es estar loca —repuse, pero hablar me suponía un gran esfuerzo. El agua fría me horadaba los huesos y me endurecía la voz. No podía dejar de temblar.

—Llámalo como quieras. —La luz se movió, como si hubiera avanzado de posición—.

¿En qué cambia las cosas? Estoy perdida aquí arriba y tú lo estás ahí abajo. No puedo bajar. No iremos a ninguna parte. No importa.

—Salvador te encontrará.

—Lo dudo.

Cerré los ojos por la luz. Seguramente no me sería tan difícil salir del agua. La piedra caliza se hundía en un ángulo suave. No sería tan difícil. Moriría, pero no deseaba hacerlo en el agua. Abrí los ojos e hinqué las manos en el fondo del estanque. El primer empujón me permitió subir la pendiente unos centímetros, y grité como un perro herido. Respiré y volví a intentarlo; avancé otros dos centímetros. Y otra vez más. Sabía que si me detenía ya no podría volver a comenzar, así que no me detuve. Después de la décima vez de intentarlo perdí la cuenta. Para entonces, el grito se había convertido en un gemido constante que subía y bajaba con el dolor.

Cuando sentí la tierra seca bajo mi cuerpo me extendí y dejé de moverme. La pierna estaba más o menos recta. Me era más fácil soportar el dolor quieta que en movimiento.

Descansé, y luego advertí que mi hija me había estado hablando. Regresé del lejano lugar que había estado visitando y abrí los ojos.

—¿Qué?

—¿Recuerdas la Navidad en que me regalaste una camisa quetzal de Guatemala?

Me recliné sobre la espalda, y oía el gotear del agua.

—Sí.

—¿Por qué no me dejaste ir contigo cuando te marchaste?

Ésas son las preguntas que no tienen respuestas apropiadas.

—No podía.

—No es una buena respuesta.

Cerré los ojos y recordé esa Navidad. Diane me había seguido hasta el coche para preguntarme si podía venir conmigo. Su rostro era abierto, vulnerable, lleno de cruda imperiosidad.

—No podía cuidar de ti. Apenas podía cuidar de mí misma. Quería que estuvieras a salvo. Sabía que Robert te protegería.

—Yo habría cuidado de mí misma. Quería...

—Querías demasiado. —Las palabras fueron un grito—. Sigues queriendo demasiado.

El temblor había vuelto y el dolor era cada vez mayor. Mantuve los ojos abiertos esta vez. Si los cerraba me sentía sola junto al dolor. El agua fría me había adormecido la pierna, pero el efecto había pasado.

—Lo siento —dije entonces—. Lo siento. No debí haber sido madre. Yo...

—¿Por qué te fuiste?

—Tenía que hacerlo.

—¿Por qué no me llevaste contigo?

—No podía cuidarte. —Estaba cansada, tan cansada que deseaba morir—. No podía.

—Las mismas preguntas, las mismas respuestas, una y otra vez.

El dolor surgió dentro de mí y dije en voz baja:

—No me arrepiento de haberme ido. Tuve que hacerlo. Te quería y deseaba quedarme, pero no podía.

Sus palabras caían como copos de nieve en un día de invierno.

—Te odio.

—Muy bien —repliqué suavemente—. Lo entiendo.

—Tal vez Zuhuy-kak tuviera razón. Ella y yo teníamos mucho en común. Ambas habíamos hecho sacrificios inaceptables, y habíamos fracasado.

Cerré los ojos y comencé a regresar hacia ese lugar lejano donde ya no sentía el dolor.

—¿Madre? —El grito me hizo volver.

—Estoy aquí.

—¿Qué son las sombras que me siguen?

—Sombras del pasado. —Musité a la oscuridad. Traté de incorporarme sobre un codo, pero el movimiento gatillo un nuevo dolor por mi pierna y me hundí una vez más, dejando que la mejilla descansara sobre la piedra fresca y áspera.

—Ya te acostumbrarás a ellas.

Quería decirle algo más, pero no lograba recordar qué. Parecía lejana, más lejana que nunca. Cerré los ojos y me alejé.

Capítulo 24: DIANE

«Cuando uno persigue al hombre como yo lo he hecho, aun a hombres muertos y a sus ruinas, sube hacia lo alto de las montañas donde acaso los seres humanos hayan huido y construido algún reducto final, como el Machu Picchu, o desciende hacia profundos arroyos donde tal vez sus huesos se asomen de los muros o sus mandíbulas petrificadas se abran en las bocas de ripio. O uno se interna en cavernas y con suene logra salir, aunque no necesariamente con tesoros.»

LOREN ElSELY,

All the Strange Hours

Mi madre yacía herida al fondo del muro de piedra caliza y yo no conocía la salida de la caverna. No respondía cuando la llamaba.

—¿Liz? ¿Madre? Maldita sea, no puedes dejarme aquí. Debes ayudarme. ¿Liz?

La cueva me devolvió el eco de mis palabras y la oscuridad se llenó de imprecaciones.

—Despierta. Levántate. ¡Levántate! —Las palabras rodaban como el trueno de pared en pared, estrellándose, repitiéndose. Arrojé el haz de luz sobre su cuerpo magullado.

—Muy bien. Por mí puedes morirte. Me da igual. ¡Puedes morirte!

Luego las palabras me abandonaron y me encontré aullando de ira, en un grito que comenzó siendo un débil gemido y se convirtió en un chillido que me hería los oídos y formaba eco tras eco tras eco. Traté de detener el sonido, pero no podía contenerme; salía de mí como el agua que desborda un dique. Golpeé las manos abiertas contra el borde rugoso del peñasco, sintiendo el dolor y dejando que alimentara mis aullidos. Tenía el rostro húmedo y caliente, y no podía dejar de gritar. Era culpa de mi madre. Todo: la ira, el aullido, la sangre de mis manos, y el terrible dolor. Casi todo el dolor.

A través de las lágrimas, vi que una sombra se movía por el límite del haz de luz. La anciana estaba de pie, mirándome. Tanteé el suelo para dar con alguna roca suelta que arrojarle, no hallé nada, y con un rápido movimiento me quité las sandalias y se las lancé; primero la derecha, luego la izquierda. Se desvaneció en la oscuridad y me eché a reír, con una risa semejante a mis chillidos.

Mi madre yacía herida al pie del peñasco. No recuperaría la conciencia. Quería dejarme sola allí, en la oscuridad. Pero no se lo permitiría. Debía levantarse y hablarme.

Busqué algo que arrojarle para que despertara, pero no tenía nada. Las sandalias se habían perdido en la oscuridad, detrás, y no deseaba arrojarle la linterna. Estudié el risco de piedra caliza y decidí bajar trepando por la pared para no dejar que me abandonara una vez más.

La superficie era irregular y tenía salientes y restos fósiles. Introduje la linterna en el bolsillo trasero de mis pantalones y descendí cautelosamente por la pared, buscando sostén con los pies. Respiraba entrecortadamente, como jadea un perro después de mucho correr. Los bordes rugosos de la piedra caliza dejaban nuevas marcas sobre la piel de mis pies y me cortajeaban las manos. La luz de la linterna se movía con mis caderas, y el haz perseguía sombras sobre el techo de la caverna.

A mitad del descenso perdí el equilibrio y quedé balanceando los brazos, buscando en qué apoyarme. Un poco más abajo, una roca se aflojó en mi mano y me adherí a la superficie desigual, tanteando con la mano áspera y sangrienta. Hallé una roca que sobresalía. La sometí a prueba empujándola suavemente, y después con más intensidad.

Luego, descansé el peso sobre ella y seguí bajando.

Al llegar al fondo, los brazos y las piernas me dolían. Respiraba con dificultad y las lágrimas me empañaban la visión. Me puse de pie al lado de mi madre y la observé. Yacía de espaldas, con un brazo cruzado sobre el pecho y otro extendido sobre la pierna herida.

El rostro estaba muy pálido a la luz de la linterna. Me acuclillé a su lado y posé la mano sobre su frente. La piel era húmeda y fría al tacto.

—No es tan fácil —musité—. No vas a salir de esto tan fácilmente. No te lo permitiré. —

Hablaba para mis adentros, en una corriente constante de insultos y maldiciones. Sabía que hablaba para mí misma, pero había decidido que era lo correcto. Nadie me oiría. En ese instante yo no era yo—. Mierda, no me dejarás aquí. No dejaré que te mueras.

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