La música del azar (5 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: La música del azar
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Pozzi suspiró con disgusto, como para expulsar de su mente todo el desdichado episodio.

—Por lo menos no hay daños irreparables —continuó—. Mis viejos huesos ya se arreglarán, pero no puedo decir que esté encantado de haber perdido el dinero. No podía haberme ocurrido en peor momento. Tenía grandes planes para ese montoncito de billetes, y ahora estoy pelado, tengo que volver a empezar. Mierda. Juegas limpio, ganas, y acabas perdiendo igual. No hay justicia. Pasado mañana tenía que participar en una de las más importantes partidas de mi vida, y ahora no podré. No tengo ni una puta posibilidad de reunir en dos días la cantidad que necesito. Las únicas partidas que sé que se van a jugar este fin de semana son de poca monta, una porquería total. Aunque tuviera suerte, no podría sacar más de un par de grandes. Y eso como mucho.

Fue esta última afirmación la que finalmente indujo a Nashe a abrir la boca. Una pequeña idea se le había pasado por la cabeza y cuando las palabras acudieron a sus labios, ya estaba esforzándose por controlar su voz. Todo el proceso no duraría en total más de un segundo o dos, pero eso fue suficiente para cambiarlo todo, para lanzarle por el borde del abismo.

—¿Cuánto dinero necesitas para esa partida? —preguntó.

—Nada por debajo de los diez mil —dijo Pozzi—. Y eso es el mínimo posible. No podría entrar con un centavo menos.

—Parece un proyecto muy caro.

—Era la oportunidad de una vida, amigo. Una invitación a Fort Knox.

—Si ganases, puede. Pero el hecho es que podrías perder. Siempre hay ese riesgo, ¿no?

—Claro que hay riesgo. Estamos hablando de póquer, ése es el nombre del juego. Pero de ninguna manera podría perder. Ya he jugado con esos payasos una vez. Habría sido coser y cantar.

—¿Cuánto esperabas ganar?

—Una tonelada. Una jodida tonelada.

—Dame un cálculo aproximado. Una cifra redonda.

—No sé. Treinta o cuarenta mil, es difícil de calcular. Tal vez cincuenta.

—Eso es mucho dinero. Mucho más de lo que se estaban jugando tus amigos de anoche.

—Eso es lo que estoy tratando de decirte. Estos tipos son millonarios. Y no tienen ni idea de cómo se juega a las cartas. Quiero decir que son unos ignorantes, esos dos. Te sientas con ellos y es como jugar con Laurel y Hardy.

—¿Laurel y Hardy?

—Así es como yo les llamo, Laurel y Hardy. Uno es gordo y el otro es flaco, igual que Stan y Oliver. Son auténticos tontos del culo, amigo, un par de cretinos integrales.

—Pareces muy seguro de ti mismo. ¿Cómo sabes que no son un par de buscavidas?

—Porque los he investigado. Hace seis o siete años compraron a medias un billete de la lotería del estado de Pennsylvania y ganaron nada menos que veintisiete millones de dólares. Fue uno de los premios más grandes de todos los tiempos. Unos tipos que tienen toda esa pasta no van a molestarse en estafar a un jugador de poca monta como yo.

—¿No te estarás inventando todo esto?

—¿Para qué iba a inventármelo? El gordo se llama Flower y el flaco Stone. Lo gracioso es que los dos tienen el mismo nombre de pila: William. Pero a Flower le llaman Bill y a Stone, Willie. No es tan lioso como parece. Cuando estás con ellos no hay problema en diferenciarlos.

—Como Mutt y Jeff.

—Sí, exacto. Son una verdadera pareja cómica. Como esos tipos tan graciosos de la tele, Ernie y Bert. Sólo que éstos se llaman Willie y Bill. Suena bien, ¿no? Willie y Bill.

—¿Cómo les conociste?

—Les conocí en Atlantic City el mes pasado. Hay una partida allí a la que voy a veces y ellos tomaron parte en ella durante un rato. A los veinte minutos habían perdido cinco mil dólares cada uno. En mi vida he visto una forma más estúpida de apostar. Pensaban que podían conseguirlo todo a base de faroles, como si fueran los únicos que supieran jugar y los demás estuviéramos deseando caer en sus infantiles trampas. Un par de horas después me fui a uno de los casinos a curiosear un poco y allí estaban otra vez, en la mesa de la ruleta. Se me acercó el gordo…

—Flower.

—Eso es, Flower. Se me acercó y me dijo: «Me gusta tu estilo, hijo, sabes jugar al póquer.» Y luego me dijo que si alguna vez me apetecía una partidita amistosa con ellos, estarían encantados de que me pasara por su casa. Así fue como sucedió. Le dije que sí, que me encantaría jugar con ellos alguna vez. Y la semana pasada les llamé y fijamos la partida para este próximo lunes. Por eso estoy tan quemado por lo que pasó anoche. Hubiera sido una experiencia maravillosa, un auténtico paseo por la Avenida del Gordo.

—Has dicho «su casa». ¿Quiere eso decir que viven juntos?

—No se te escapa una, ¿eh? Sí, eso es lo que he dicho: «su casa». Parece un poco raro, pero no creo que sean un par de maricones ni nada de eso. Los dos tienen cincuenta y tantos años y los dos han estado casados. La mujer de Stone murió y Flower está divorciado de la suya. Tienen un par de hijos cada uno y Stone incluso es abuelo. Era optometrista antes de que le tocara la lotería, y Flower era contable. Tipos corrientes de clase media. Simplemente da la casualidad de que viven en una mansión de veinte habitaciones y tienen unas rentas de un millón trescientos cincuenta mil dólares al año libres de impuestos.

—Ya veo que has estado haciendo los deberes.

—Ya te lo he dicho, les he investigado. No me gusta entrar en una partida cuando no sé con quién estoy jugando.

—¿Haces algo aparte de jugar al póquer?

—No, nada más. Sólo juego al póquer.

—¿Ningún trabajo? ¿Nada que te respalde cuando tienes una mala racha?

—Una vez trabajé en unos grandes almacenes. Fue el verano después de terminar el instituto, y me metieron en la sección de zapatería de caballeros. Era un espanto, te lo digo yo, lo peor de lo peor. De rodillas y agachado, como un perro, teniendo que respirar aquellos olores a calcetín sucio. Me entraban ganas de vomitar. Lo dejé al cabo de tres semanas y no he vuelto a tener ningún trabajo fijo.

—Así que te va bien.

—Sí, me va bien. Tengo mis altibajos, pero nunca me he encontrado en una situación de la que no pudiera salir. Lo principal es que hago lo que quiero. Si pierdo, soy yo el que pierde. Si gano, el dinero es mío. No tengo que aguantar la mierda de nadie.

—Eres tu propio jefe.

—Exacto. Soy mi propio jefe. Hago lo que me da la gana.

—Entonces debes ser un jugador muy bueno.

—Soy bueno, pero aún tengo mucho que aprender. Estoy hablando de los grandes, de los Johnny Moses, los Amarillo Slim, los Doyle Brunson. Quiero entrar en la misma liga que esos tíos. ¿Has oído hablar del Binion’s Horseshoe Club de Las Vegas? Ahí es donde se juega el Campeonato Mundial de Póquer. Dentro de un par de años estaré listo para jugar con ellos. Eso es lo que quiero hacer. Reunir dinero suficiente para comprar mi participación en esa partida y codearme con los mejores.

—Todo eso está muy bien, muchacho. Es bueno tener sueños, ayudan a seguir viviendo. Pero eso es para más adelante, lo que podríamos llamar planificación a largo plazo. Lo que yo quiero saber es qué vas a hacer hoy. Llegaremos a Nueva York dentro de una hora más o menos, ¿qué va a ser de ti entonces?

—Conozco a un tipo en Brooklyn. Cuando lleguemos le llamaré para ver si está en casa. Si está, probablemente me dejará dormir allí unos días. Es un hijoputa que está loco, pero nos llevamos bien. Crappy Manzola. Vaya nombrecito, ¿eh?
[2]
Se lo pusieron cuando era un chaval porque tenía los dientes podridos, hechos una mierda. Ahora lleva una preciosa dentadura postiza, pero todo el mundo le sigue llamando Crappy.

—¿Y qué pasa si Crappy no está?

—No tengo ni puta idea. Ya se me ocurrirá algo.

—En otras palabras, no lo sabes. Vas a tocar de oído.

—No te preocupes por mi, sé cuidarme. He estado en peores situaciones que ésta.

—No me preocupo. Es que se me ha ocurrido algo y tengo la impresión de que podría interesarte.

—¿De qué va?

—Me has dicho que necesitas diez mil dólares para jugar con Flower y Stone. ¿Qué dirías si yo conociera a alguien que estuviera dispuesto a dejarte el dinero? ¿Qué clase de trato estarías tú dispuesto a hacer con él?

—Le devolvería el dinero en cuanto terminara la partida. Con intereses.

—Esta persona no es un prestamista. Probablemente pensaría más bien en algo parecido a una sociedad comercial.

—¿Y tú qué eres, una especie de inversor en capital de riesgo o algo así?

—Olvídate de mi. Yo no soy más que un tipo que conduce un coche. Lo que quiero saber es qué clase de oferta estarías dispuesto a hacer. Estoy hablando de porcentajes.

—Mierda, no sé. Le devolvería los diez grandes y le daría una participación justa en los beneficios. Veinte por ciento, o veinticinco, algo así.

—Eso me parece un poco tacaño. Después de todo, es esa persona la que corre el riesgo. Si no ganas, es él quien pierde, no tú. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí, lo entiendo.

—Estoy hablando de una división a partes iguales. Cincuenta por ciento para ti, cincuenta por ciento para él. Descontando los diez mil, claro está. ¿Cómo lo ves? ¿Te parece justo?

—Supongo que podría soportarlo. Si es la única manera de que consiga jugar con esos payasos, probablemente vale la pena. Pero ¿tú dónde encajas en todo esto? Que yo sepa, no estamos más que nosotros dos hablando en este coche. ¿Dónde se supone que está ese otro tipo? El que tiene los diez mil dólares.

—Está por aquí. No será difícil encontrarle.

—Ya, es lo que me figuraba. Por si acaso ese tío estuviera sentado a mi lado ahora mismo, lo que me gustaría saber es por qué quiere meterse en una cosa así. Quiero decir, no me conoce de nada.

—No hay ninguna razón. Simplemente le apetece.

—Eso no basta. Tiene que haber una razón. No aceptaré a menos que lo sepa.

—Necesita el dinero. Eso debería ser evidente.

—Pero ya tiene diez mil dólares.

—Necesita más. Y se le está acabando el tiempo. Es probable que ésta sea la última oportunidad que tenga.

—Sí, de acuerdo, eso lo entiendo. Es lo que podríamos llamar una situación desesperada.

—Pero tampoco es idiota, Jack. No anda regalando su dinero a los timadores. Así que antes de hablar de negocios contigo, tengo que asegurarme de que vas de verdad. Puede que seas un jugador fabuloso, pero también podrías ser un artista de la trola. Antes de que haya trato, tengo que ver con mis propios ojos lo que eres capaz de hacer.

—No hay problema, socio. Una vez que lleguemos a Nueva York te enseñaré mi trabajo. Ningún problema. Te quedarás con la boca abierta. Te lo garantizo. Haré que se te salten los ojos de la cabeza.

3

Nashe comprendió que ya no actuaba como era habitual en él. Oía las palabras que salían de su boca, pero, incluso mientras las pronunciaba, sentía que expresaban los pensamientos de otro, como si fuera un actor interpretando un papel en el escenario de un teatro imaginario, repitiendo un diálogo previamente escrito para él. Nunca había sentido nada semejante, y lo asombroso era lo poco que le perturbaba, lo fácilmente que se adaptaba al papel. El dinero era lo único que importaba, y si aquel chico malhablado podía conseguirlo, Nashe estaba dispuesto a arriesgarlo todo para ver qué pasaba. Era un plan disparatado, quizá, pero el riesgo era una motivación en sí mismo, un salto de fe ciega que demostraría que al fin estaba preparado para cualquier cosa que pudiera ocurrirle.

En aquel momento Pozzi era simplemente un medio para lograr un fin, el agujero en el muro que le permitiría cruzar de un lado a otro. Era una oportunidad con la forma de ser humano, un espectro que jugaba a las cartas y cuyo único propósito en el mundo era ayudar a Nashe a recuperar su libertad. Una vez que acabaran esa tarea, se iría cada uno por su lado. Nashe iba a utilizarle, pero eso no quería decir que le encontrara absolutamente indeseable. A pesar de sus aires de listillo, había algo fascinante en aquel chico, y era difícil no concederle cierto respeto, aun a regañadientes. Por lo menos tenía el valor de sus convicciones, y eso era más de lo que se podía decir de la mayoría de la gente. Pozzi se había arrojado de cabeza dentro de sí mismo; estaba improvisando su vida según la vivía, confiando en el puro ingenio para mantener la cabeza fuera del agua, e incluso después de la zurra que acababan de darle, no parecía desmoralizado ni vencido. El muchacho era aparentemente rudo, a veces hasta detestable, pero destilaba una confianza en sí mismo que Nashe encontraba tranquilizadora. Era demasiado pronto para saber si se le podía creer, naturalmente, pero considerando el poco tiempo que había tenido para inventarse una historia, considerando la escasa verosimilitud de toda la situación, parecía dudoso que fuese otra cosa que lo que afirmaba ser. O eso suponía Nashe. De una forma u otra, no tardaría mucho en saberlo.

Lo importante era parecer tranquilo, contener su excitación y convencer a Pozzi de que sabía lo que se hacía. No era exactamente que quisiera impresionarle, pero instintivamente se daba cuenta de que tenía que dominar la situación, responder al arrojo del chico con su propia serena e impávida seguridad. Desempeñaría el papel de viejo frente al advenedizo Pozzi, utilizando la ventaja que tenía en tamaño y edad para dar una impresión de sabiduría obtenida a costa de muchos esfuerzos, de una estabilidad que contrarrestara la actitud nerviosa e impulsiva del chico. Cuando llegaron a la zona norte del Bronx, Nashe ya había optado por un plan de acción. Le costaría un poco más de lo que le hubiera gustado, quizá, pero pensaba que a la larga sería dinero bien gastado.

El truco consistía en no decir nada hasta que Pozzi empezara a hacer preguntas y luego, cuando las hiciera, tener preparadas buenas respuestas. Esa era la forma más segura de controlar la situación: hacer que el muchacho estuviera siempre ligeramente desconcertado, darle la impresión de que Nashe iba siempre un paso por delante de él. Sin decir una palabra, Nashe se metió por la Henry Hudson Parkway y cuando Pozzi finalmente le preguntó adónde iban (al cruzar la calle Noventa y seis), Nashe le contestó:

—Estás agotado, Jack. Necesitas comer y dormir y a mí tampoco me vendría mal un almuerzo. Nos inscribiremos en el Plaza y partiremos desde allí.

—¿Quieres decir el Hotel Plaza? —preguntó Pozzi.

—Eso es, el Hotel Plaza. Siempre me alojo en él cuando estoy en Nueva York. ¿Alguna objeción?

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