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Authors: Andrés Ibáñez

Tags: #Fantasía, Relato

La música del mundo (33 page)

BOOK: La música del mundo
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—¡es mucho más grande de lo que yo había imaginado! dijo Block

—sí… a todo el mundo le pasa lo mismo

una estruendosa música de metales corría por el aire, como la de la puerta del reino de Barbazul, en la ópera de Bartok, máquinas de viento movían sus cabellos en la terraza de Dios

—¿qué son aquellas cascadas? preguntó Block

—ni idea, es la primera vez que las veo, bromeó Estrella

—aquello parecen rocas… ¿son unas ruinas o simplemente paredes de roca? parece que hay ventanas

—podrían ser casas con ventanas, reflexionó Jaime… como en Göreme

—como Göreme, había dicho Estrella al mismo tiempo, y los dos se miraron torciendo los labios con expresión de contrariedad y recordando su frustrado viaje a Turquía —de todos modos, nunca habrían llegado hasta Göreme

—están llenas de cuervos… Jaime, ¿qué es aquella especie de esfera plateada?

—mira, dijo Jaime, cuando llegues lo sabrás

—¿sigues nervioso? le preguntó Estrella de buen humor

los tres miraban hacia lo lejos, los tres sonreían sin mirarse; «el alado carro del tiempo» se deslizaba por los aires, lleno de sardónicas sonrisas, lleno de viejas calaveras, dejando un rastro de flores marchitas

—¿seguimos? ¿estáis cansados? preguntó Jaime

—podríamos sentarnos un rato y tomar algo de fruta, dijo Estrella

—de acuerdo, dijo Block, que estaba deseando continuar…

en la pared del fondo de la terraza había diez bondadosas caras de leones, de las que manaban ocho cristalinos chorros de agua a una pileta verdosa llena de líquenes vaporosos y atrevidas ranas… a ambos lados de la fuente, había bancos de piedra corridos que se encontraban, a ambos extremos, con los finales de los dos tramos de escaleras; encima de la fuente de los leones, un reloj de sol hermosamente resquebrajado reunía las líneas de fuerza y coronaba la simetría de la pared de piedra… se sentaron en el banco de piedra y Block empezó a preguntar de nuevo: ¿cuánto camino nos queda? ¿qué vamos a ver ahora? ¿dónde está el jardín de las flores salvajes? hasta que Estrella le hizo callar con un gajo de naranja…

—podemos alquilar unas bicicletas, dijo Jaime

—¿vamos a bajar hasta ahí abajo?

—sí… es sólo un par de tramos de escaleras más, dijo Jaime… la escalera es muy interesante, ya lo verás: no sólo por las pinturas de Ajanta, que son de lo más bonito del parque («a mí me encantan», dijo Estrella con un suspiro, bajando los ojos)… hay cuervos tallados en roca al principio y final de cada tramo… el nombre no oficial es «escalera de Cartago», pero Estrella y yo la llamamos «escalera de Allan Poe»…

—¿por los cuervos?

—por los cuervos

—entonces podemos ver la Casa del Té, la Isla de los Libros, el Jardín de los Pinos del Sur, Almadrea, casi todo… ahora son las cuatro y media, nos quedan un montón de horas de luz… podemos llegar al jardín de las Fieras Salvajes a primera hora de la tarde, y merendar allí… ¿no?

—¿a primera hora de la tarde? dudó Estrella… llegaremos a las ocho como muy pronto… y está muy bien, porque nos quedarán todavía dos horas de luz… hombre, tú por aquí…

a Block le ponía nervioso que en cuanto se sentaban en un banco, o en un sofá, o en un prado, Jaime y Estrella se embarcaban en complicados besos, acompañados de amorosos murmullos, nombres secretos silabeados en voz baja (cf. Lenguaje Perdido (?)) y risas (¿tanta melancolía les producía una separación de semanas, se amaban tanto que no podían separar sus bocas la una de la otra, después de llevar años —hasta donde él sabía— juntos?)… nunca sabía qué hacer en esas ocasiones: lo educado era no mirar, pero si mantenía la vista apartada mucho rato también se sentía violento —ya que parecía estar dando a entender que sus efusiones le avergonzaban, y le desagradaba pasar por un mojigato… oh, tenía que aprender naturalidad de estos sensuales y desmedidos paiseños, había que comportarse con naturalidad: pero tampoco le resultaba fácil contemplar sus besos, sus bocas entreabiertas, la súbita visión de la tensa lengua de Estrella, la extraña sensación de voracidad y dominio que ella le producía, abrazada a Jaime como una gran ave dorada abraza a un cordero… había en Estrella algo que le asustaba, una especie de fuerza, una especie de abandono, una especie de olvido entre las azucenas… era posible imaginársela enamorada, era posible imaginársela llorando, con lágrimas y estremecimientos de mujer, era posible imaginar que era una mujer… una fuerza, una irradiación: toda ella parecía pender siempre de un arrebato de amor, ya que ella, con la ingenuidad de una niña medio salvaje, había puesto toda su fe en algo joven, algo bello y apasionado —había decidido que se debía vivir así, que esto era lo que debía hacerse, y esa decisión coloreaba sus mejillas, vibraba en su respiración e iluminaba los mundos desde sus ojos abiertos… Block se levantó, respiró hondo un par de veces y se puso a dar vueltas por la terraza

—¿seguimos? dijo Block

a partir de allí, la escalinata era muy amplia, y cada rellano parecía una pequeña terraza; campánulas y pequeñas espigas crecían entre los escalones y en las junturas de las losas, tímidas hiedras se enredaban a las piezas en forma de pera de las balaustradas, imaginarios países de liquen se extendían sobre la piedra… la escalera de Cartago vivía en un feliz abandono de los jardineros del parque, era la república de las flores indeseables, de los insectos, de la humedad y de las plantas espurias… al principio y al final de cada tramo de escaleras, los cuervos de piedra parecían enormes aves petrificadas: volverían a la vida cuando la naturaleza hubiera terminado su obra y las escaleras de Cartago fueran sólo rocas, liquen, guaridas de animales salvajes, levantarían el vuelo… no había dos iguales: uno, con las alas entreabiertas, parecía a punto de saltar a los aires, otro se inclinaba hacia el suelo como para atrapar algo con el pico, un tercero dormía con los ojos cerrados… Jaime y Estrella no sabían qué significaban estos pájaros —si es que significaban algo… los zigzagueantes tramos de escalera volvían a reunirse más abajo en una gran terraza similar a la de la fuente de los leones; en el lugar donde en la terraza superior estaba la fuente de los leones, había aquí un espectacular bajorrelieve que representaba a Laocoonte… se acercaron allí, contemplaron la piedra amarillenta, los gestos de dolor, las doradas musculaturas; a la altura de las águilas y de las palomas salvajes, Laocoonte y sus hijos morían silenciosamente bajo las luces del mediodía persa… el dedo de Estrella recorría un lomo de escamas, una pierna con los músculos hinchados, una dura rodilla; la cesta quedó en el suelo, y ellos hablaban de nuevo de las pasadas edades del mundo, del miedo, de los sagrados misterios… la belleza de los cuerpos flotaba por encima de ellos, la belleza de la guerra; los hombres y los animales se entrelazaban en rictus de dolor; tres dedos de Estrella recorrían las ingles, el vello encrespado, los genitales, luego los redondeados muslos…

siguieron bajando, los misteriosos cuervos de piedra seguían presidiendo las balaustradas, unos miraban hacia un lado y otros hacia otro, unos entreabrían las alas, otros hundían el pico por debajo de una ala levantada… en uno de los rellanos, medio apoyado en la unión de la balaustrada con la pared, sobre el mármol jaspeado de azul, encontraron un trabajado montículo de paja que era, según Jaime, un antiguo nido de águila; al parecer, durante la dictadura, el parque había estado varios años cerrado, y los animales y las plantas se habían apoderado de él completamente: las tribus habían empezado a cazar a los leones, los monos habían invadido y casi destruido el Palacio de Cristal, los elefantes de Lamberto empezaron a perder el don de la palabra…

en la tercera terraza, similar a las anteriores, comenzaban las reproducciones monumentales de los frescos de Ajanta, de los que Estrella había hablado a Block unos minutos antes de que llegaran a la escalera de Cartago y que eran para ella lo más hermoso del parque… «aquí estamos», dijo Estrella con los ojos brillantes… «viejo, le dijo Jaime, prepárate para escuchar una disertación sobre arte gupta —es una de las especialidades de Estrella…» Block no sabía qué era el arte gupta, y tampoco conocía con el suficiente detalle las
jataka
budistas (gracias a la curiosa y caudalosa cultura de sus lecturas infantiles, sabía, eso sí, por qué hay una liebre dibujada en la luna) y por ello muchos detalles de la explicación de Estrella se le escapaban, igual que agua en un cedazo —esa metáfora favorita del Rig-Veda… los tres se detuvieron frente al muro: la pintura estaba fantásticamente deteriorada: nubes rosas hacían desaparecer palacios enteros, manchas de humedad o de humo engullían manadas de elefantes, bellas cenefas de flores y pájaros rodeaban motivos desaparecidos, una mirada inundada del negro
rasa
del amor se perdía en un infinito sin objeto… el Chaddantajataka, o
jataka
del elefante-de-seis-colmillos, y el Vessarantajataka, el
jataka
del generoso príncipe Vessaranta… en el
jataka
de Chaddanta, la cronología de las escenas estaba totalmente desordenada: la historia comenzaba en el centro, y luego iba desenrollándose de derecha a izquierda como el tallo de una planta que se enrosca

el
boddhisattva
había renacido una vez como el elefante Chaddanta, un enorme elefante blanco de seis colmillos, con el rostro y las patas rojas, que vivía a orillas de un lago del Himalaya; la pintura del centro representaba a la enorme manada de elefantes en medio de lo que parecía un bosque de lotos gigantes: los tallos de los lotos surgían por entre los elefantes, y las flores blancas, rosas y azules eran tan grandes como sus orejas; en la época de las lluvias, la manada se refugiaba en una gran caverna dorada, y en la época del calor disfrutaban de la sombra de un enorme banyano que crecía a orillas del lago… no aparecía en la pintura el momento en que Chaddanta movía las ramas del
sala
florido para derramar flores y polen sobre sus dos esposas, Mahasubhadda y Cullasubhadda, y sobre Cullasubhadda caen sólo ramas y hojas secas y empieza a pensar que en realidad Chaddanta no la ama y a desear tomar venganza… en los
jataka
, todos los deseos, horriblemente, se cumplen; Cullasubhadda, cuando se siente abandonada, desea renacer en forma humana como reina de Benarés para vengarse de Chaddanta, y entonces muere y renace en un blanco lecho de oro y plumas de pavo real… las escenas en el palacio de Benarés tenían el encanto de los bellos cuerpos desnudos, la intimidad de las habitaciones reales se sugería a través de lechos protegidos con velos flotantes, blandos asientos de cuero adornados con hilos de oro, bandejas con flores; medio recostada en un diván, la reina, que se fingía enferma, dice que sólo se curará si un cazador le trae los seis colmillos de un elefante blanco que vive en el Himalaya y que acaba de aparecérsele en sueños… el cazador había desaparecido en muchas de las escenas, arrancado de la historia por el deterioro de la pintura, emboscado tan perfectamente en los desconchados que era difícil entender una de las pinturas más divertidas de todo el ciclo, en la que la manada huía en todas direcciones al descubrir al cazador y Chaddanta se queda en el centro inmóvil; en la siguiente escena, sin embargo, el cazador aparecía tres veces: cortando los colmillos del gran elefante abatido, atándolos con lianas y saliendo del bosque con los seis colmillos al hombro… la última escena era muy hermosa: la reina, al contemplar los colmillos, se desmaya de dolor, y es sostenida por el rey de Benarés y sus damas de compañía; la reina era una muchacha morena, vestida tan sólo con joyas (brazaletes, un collar con una piedra entre los pechos, ajorcas en los tobillos) y con una estrecha banda de tela que le cubre el vientre; encima de este grupo, tres muchachas vestidas con muselinas transparentes reunían toda la áulica delicadeza del arte de Ajanta: una se cubría los labios con la mano, sorprendida por el desvanecimiento de la reina, otra sostenía en sus manos una perfumera de barro, la tercera sostiene en alto un espejo oval ligeramente inclinado… las miradas de todos los personajes trazaban líneas de fuerza, corrientes oculares que llevaban al espectador de un punto a otro de la pintura, y expresaban el sentido y también los sentimientos que encerraba cada escena: una muchacha de la izquierda que sostenía un gran quitasol redondo, bajaba los ojos conduciendo suavemente al espectador hacia la figura del cazador, que venía del Himalaya con los seis colmillos de Chaddanta al hombro, la reina es el centro de las cinco miradas, del rey, de la dama de compañía y de las tres damas, y la mirada de la reina está velada por las lágrimas, sus ojos no nos lanzarán a ningún mundo de la imaginación… el cuerpo desmadejado de la reina, el cuello que se dobla, la cabeza inerte entre las manos de su esposo, contenían todo el germen, toda la música lánguida de las pinturas de Ajanta, todo el olvidarse entre azucenas de su filosofía de la compasión y la belleza; y toda la historia, desde la ribera del lago del Himalaya, desde esa mañana en que el gran elefante blanco movió las ramas del sala florido para cubrir de polen a sus dos esposas, se coronaba con ese dolor y esas lágrimas que la visión de los colmillos arrancados le producía a la reina; unos celos tan feroces que atravesaban las vidas y las reencarnaciones y que llegaban al punto de desear el martirio del ser amado, se convertían en las lágrimas y la encendida sensación de dolor del que comprende y siente piedad por las otras bellas criaturas del mundo, y se gana a sí mismo…

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