La naranja mecánica (18 page)

Read La naranja mecánica Online

Authors: Anthony Burgess

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: La naranja mecánica
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Imposible —dije—. No puede ser. No lo creo.

—La evidencia de los viejos glasos —sonrió Billyboy—. No nos guardamos nada en la manga. Aquí no hay trucos, drugo. Empleo para dos que ya están en edad de trabajar. La policía.

—Ustedes son muy jóvenes —dije—. Demasiado jóvenes. No aceptan militsos de esa edad.

—Éramos jóvenes —dijo el viejo militso Lerdo. Yo no podía creerlo, realmente no podía.— Eso éramos, joven drugo. Y tú siempre fuiste el más joven. Y aquí estamos ahora.

—No, es imposible —dije. Y entonces Billyboy, el militso Billyboy en quien yo no podía creer, dijo al joven militso que me sujetaba, y a quien yo no conocía.

—Rex, será mejor si cambiamos un poco el sistema, me parece. Los muchachos serán siempre muchachos, como ha ocurrido toda la vida. No es necesario que vayamos ahora a la estación de policía, y todo lo demás. Este joven ha vuelto a los viejos trucos, los que nosotros recordamos muy bien, aunque tú, naturalmente, no los conoces. Atacó a los ancianos y los indefensos, y ellos tomaron las correspondientes represalias. Pero tenemos que decir nuestra palabra en nombre del Estado.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté, porque casi no podía creer lo que llegaba a mis ucos—. Hermanos, fueron ellos los que me atacaron. Ustedes no querrán ayudarlos, no pueden. No puedes, Lerdo. Fue un veco con quien jugamos una vez en otra época, y ahora ha buscado una malenca venganza después de tanto tiempo.

—Lo de tanto tiempo es cierto —dijo el Lerdo—. No recuerdo muy joroschó aquellos días. Y además, no vuelvas a llamarme Lerdo. Llámame oficial.

—Bueno, basta de recuerdos —dijo Billyboy asintiendo. No era tan gordo como antes—. Los málchicos perversos que manejan las britbas filosas... bueno, hay que tenerlos a raya. —Y los dos me sujetaron muy fuerte y casi me sacaron en andas de la biblio. Afuera esperaba un auto de los militsos, y el veco que llamaban Rex era el conductor. Me tolchocaron al meterme en el asiento de atrás, y no pude dejar de pensar que en realidad todo parecía una broma, y que en cualquier momento el Lerdo se quitaría el schlemo de la golová y largaría el jajajaja. Pero no lo hizo. Dije, tratando de dominar el straco dentro de mí:

—Y al viejo Pete, ¿qué le pasó? Triste lo de Georgie. Slusé lo que le pasó.

—Pete, ah, sí, Pete —dijo el Lerdo—. Me parece recordar el nombre. —Vi que estábamos saliendo de la ciudad, y pregunté:

—¿Adónde se supone que vamos?

Billyboy volvió la cabeza en su asiento para decir: —Todavía hay luz. Un pequeño paseo por el campo, desnudo en el invierno, pero solitario y hermoso. No siempre conviene que los liudos de la ciudad videen demasiado los castigos sumarios. Las calles tienen que mantenerse limpias, y de distintos modos. —Y Billyboy miró de nuevo hacia adelante.

—Vamos —dije—. No entiendo. Los viejos tiempos están muertos y enterrados. Ya me castigaron por lo que hice. Y me han curado.

—Eso mismo nos leyeron —contestó el Lerdo—. El jefe nos leyó todo. Dijo que era un sistema magnífico.

—Te lo leyeron —le dije, con un poco de malignidad—. Hermano, ¿de modo que eres todavía muy lerdo para leer solo?

—Ah, no —dijo el Lerdo, muy suavemente, como lamentándolo—. No debes hablar así. No hables más así, drugo. —Y me descargó un bolche tolchoco en el cluvo, y el crobo rojo rojo comenzó a salirme goteando goteando de la nariz.

—Nunca me gustaste —dijo con amargura, limpiándome el crobo con mi ruca—. Siempre me sentí odinoco.

—Aquí, aquí —dijo Billyboy. Estábamos en el campo, y solamente se veían los árboles desnudos y como unos pájaros lejanos y escasos, y a la distancia una máquina agrícola que hacía chumchum. Anochecía ya, pues estábamos en pleno invierno. No se veían liudos ni animales. Solamente los cuatro—. Afuera, querido Alex —dijo el Lerdo—. Aquí te levantaremos un malenco sumario.

Y mientras duró todo, el veco conductor se quedó sentado frente al volante del auto, fumando un cancrillo y leyendo un malenco librito. Tenía encendidas las luces del auto para poder videar, pero no se dio por enterado de lo que Billyboy y el Lerdo le hacían a Vuestro Humilde Narrador. No daré detalles, pero todo fue jadeos y porrazos contra este fondo de máquinas agrícolas que zumbaban y el tuituituitititi en las ramas nagas. Se podía videar un hilo de humo a la luz del auto; y el conductor volvía tranquilamente las páginas. Y estuvieron sobre mí todo el tiempo, oh hermanos míos. Luego, Billyboy o el Lerdo, no podría decir cuál de los dos, observó: —Ya es bastante, drugo, me parece, ¿no crees? —Así que me dieron un tolchoco final en el litso cada uno y caí y quedé tendido en la hierba. Estaba frío, pero yo no lo sentía. Después se limpiaron las rucas y volvieron a ponerse los schlemos y las túnicas, que se habían quitado, y regresaron al auto.— Te videaremos otra vez, Alex —dijo Billyboy, y el Lerdo largó una de sus risotadas de payaso. El conductor terminó la página que había estado leyendo y apartó el libro; luego el auto arrancó y todos se alejaron en dirección a la ciudad, y mi drugo y mi ex enemigo agitaron las manos como despedida. Pero yo me quedé allí, deshecho y agotado.

Después de un rato comencé a sentir dolores en todo el ploto, y entonces llovió y era una lluvia helada. No había liudos a la vista, ni luces de casas. ¿Adónde podía ir, si no tenía hogar ni dengo en los carmanos? Lloré por mí mismo, ju ju juuuu. Luego me levanté y eché a caminar.

4

Hogar, hogar, hogar, un hogar era lo que yo quería, y a un HOGAR llegué, hermanos. Caminé en las sombras, no hacia la ciudad, sino buscando el lugar de donde venía el chumchum de una máquina agrícola. Así llegué a una especie de aldea, y se me ocurrió que ya la había videado antes, pero eso era tal vez porque todas las aldeas se parecen, principalmente en la oscuridad. Aquí había casas, y una especie de mesto para beber, y justo al final de la aldea una malenca casita odinoca, y entonces pude videar el nombre brillando en la oscuridad. HOGAR, decía. Yo estaba empapado en lluvia helada, así que mis platis ya no parecían a la última moda, sino unos trapos miserables y patéticos, y mi lujosa gloria era una pasta húmeda y calosa sobre mi golová, y estaba seguro de que tenía cortes y raspones en todo el litso, y sentía dos subos flojos cuando me los tocaba con la yasicca. Y me dolía todo el ploto y tenía mucha sed, de modo que caminaba abriendo la rota a la lluvia fría, y el estómago me gruñía grrrr todo el tiempo, pues no había recibido pischa desde la mañana, y aun entonces no mucha, oh hermanos míos.

HOGAR, decía, y tal vez aquí encontrase un veco que me prestara ayuda. Abrí la puerta del jardín y a los tumbos recorrí el sendero, y parecía que la lluvia se convertía en hielo, y luego llamé a la puerta con un golpe leve y patético. No vino ningún veco, así que golpeé un malenco más largo y más fuerte, y entonces oí el chumchum de unas nogas que se acercaban.

Se abrió la puerta, y una golosa de hombre dijo: —Sí, ¿quién es?

—Oh —dije— por favor, socorro. La policía me golpeó y me dejó para que me muriese en el camino. Por favor, deme algo para beber y un sitio al lado del fuego, se lo ruego, señor.

La puerta se abrió del todo, y vi una luz cálida y un fuego que hacía cracl cracl cracl. —Entre —dijo el veco—, no importa quién sea. Dios lo asista, pobre víctima, y veamos qué le pasa. —Entré tambaleándome, y esta vez, hermanos, no representaba una escena, porque me sentía realmente acabado. Este veco bondadoso me pasó las rucas por los plechos y me llevó al cuarto donde ardía el fuego, y entonces comprendí en seguida por qué el slovo HOGAR sobre la entrada me había parecido tan familiar. Miré al veco y él me miró con bondad, y entonces lo recordé bien. Por supuesto, él no podía recordarme, porque en aquellos tiempos yo y mis supuestos drugos hacíamos todas nuestras bolches dratsadas, juegos y crastadas con máscaras que eran disfraces realmente joroschós. Era un veco más bien bajo, de mediana edad, treinta, cuarenta o cincuenta años, y llevaba ochicos. —Siéntate al lado del fuego —dijo—, y te traeré un poco de whisky y agua caliente. Dios mío, alguien estuvo golpeándote con verdadera saña. —Y me echó una mirada compasiva a la golová y el litso.

—La policía —dije—, la horrible e inmunda policía. —Otra víctima —dijo el veco, medio suspirando—. Otra víctima de los tiempos modernos. Te traeré un poco de whisky, y después trataremos de limpiarte las heridas. —Eché una ojeada a la habitación malenca y cómoda. Ahora estaba casi totalmente llena de libros, y había una chimenea y un par de sillas, y no se sabía por qué, pero uno videaba que allí no vivía una mujer. Sobre la mesa había una máquina de escribir y un montón de papeles, y recordé que este veco era un veco escritor.
La naranja mecánica
, sí, así se llamaba. Extraño que me hubiese quedado en la memoria. Pero yo no debía abrir la rota, pues ahora necesitaba ayuda y bondad. Los horribles y grasños brachnos de aquel terrible mesto blanco me habían hecho así, obligándome a necesitar bondad y ayuda, e imponiéndome el deseo de dar yo mismo bondad y ayuda, si alguien quería recibirlas.

—Aquí estamos, pues —dijo este veco, volviendo. Me dio un vaso caliente y estimulante para pitear, y me sentí mejor, y el veco me limpió después las cortaduras en el litso. Luego dijo—: Ahora un buen baño caliente, yo te lo prepararé, y después me cuentas todo lo que pasó, mientras yo te sirvo una buena cena caliente. —Oh, hermanos míos, podría haber llorado ante tanta bondad, y creo que él alcanzó a videarme las viejas lágrimas en los glasos, porque dijo. —Bueno bueno bueno —al mismo tiempo que me palmeaba el plecho.

En fin, subí y me di el baño caliente, y el veco me trajo un piyama y una bata para que me los pusiese, todo calentado al lado del fuego, y un par de tuflos muy gastados. Y ahora, hermanos, aunque tenía dolores y puntadas por todas partes, me pareció que pronto me sentiría mucho mejor. Bajé las escaleras y vi que el veco había preparado la mesa en la cocina con cuchillos y tenedores, y una magnífica hogaza de klebo, y también una botella de salsa, y en seguida sirvió un lindo plato de huevos fritos, lonticos de jamón y salchichas gordas y grandes, y unas bolches tazas de chai con leche. Era bueno estar sentado ahí al calor, y comiendo, y descubrí que tenía mucha hambre, así que después de los huevos y el jamón comí un lontico tras otro de klebo con maslo y jalea de frambuesas de un frasco grande y bolche. —Mucho mejor —dije—. ¿Cómo podré pagarle todo esto?

—Creo que ya sé quién eres —dijo el veco—. Si eres quien creo, amigo, has venido al sitio que te conviene. ¿No apareció tu foto en los diarios esta mañana? ¿No eres acaso la pobre víctima de esa horrible técnica nueva? Si es así, te envió la providencia. Torturado en la prisión, y luego arrojado a la calle para que te torture la policía. Mi corazón está contigo, pobre muchacho. —Hermanos, yo no entendía ni un slovo, aunque tenía la rota bien abierta para responder a todas las preguntas.— No eres el primero que viene apremiado por las dificultades —dijo el veco—. La policía trae a menudo a sus víctimas a las afueras de esta aldea. Pero es providencial que tú, que eres también una víctima de otra clase, hayas venido aquí. ¿Tal vez me conoces?

Tenía que andar con mucho cuidado, oh hermanos. —Oí hablar de
La naranja mecánica
—le contesté—. No la leí, pero me hablaron del libro.

—Ah —dijo el veco, y el litso le resplandeció como el sol en toda la gloria de la mañana—. Ahora, háblame de ti.

—No hay mucho que decir, señor —empecé, muy humilde—. Me metí en una travesura tonta e infantil, y mis llamados amigos me convencieron o más bien me obligaron a entrar en la casa de una vieja ptitsa; una dama, quiero decir. No queríamos hacer nada malo. Por desgracia, la dama hizo trabajar demasiado su buen corazón cuando quiso expulsarme, a pesar de que yo estaba muy dispuesto a salir por las buenas, y luego murió. Me acusaron de ser la causa de su muerte. Y entonces, señor, me mandaron a la cárcel.

—Sí sí sí, continúa.

—Luego, el ministro del Inferior o el Interior me eligió para que probasen conmigo esta vesche nueva de Ludovico.

—Cuéntame todo lo que sepas —pidió el veco, inclinándose hacia adelante con ansiedad, los codos de la tricota manchados con la jalea de frambuesa, pues habían rozado el plato que yo dejé a un costado. Así que le conté todo, le expliqué la cosa de cabo a rabo, hermanos míos. El veco estaba muy deseoso de saberlo todo, los glasos le relucían y tenía las gubas entreabiertas, mientras la grasa de los platos se ponía cada vez más dura dura dura. Cuando terminé de hablar el veco se levantó de la mesa, asintiendo varias veces y diciendo hum hum hum, mientras recogía los platos y otras vesches y los depositaba en la pila para lavarlos. Le dije:

—Con mucho gusto me ocuparé de eso, señor.

—Descansa, descansa, pobre muchacho —contestó él, y abrió el grifo, de modo que todo se llenó de vapor—. Hay pecado supongo, pero el castigo fue del todo desproporcionado. Te han convertido en algo que ya no es una criatura humana. Ya no estás en condiciones de elegir. Estás obligado a tener una conducta que la sociedad considera aceptable, y eres una maquinita que sólo puede hacer el bien. Comprendo claramente el asunto... todo ese juego de los condicionamientos marginales. La música y el acto sexual, la literatura y el arte, ahora ya no son fuente de placer sino de dolor.

—Así es, señor —dije, mientras fumaba uno de los cancrillos con filtro de corcho de este hombre bondadoso.

—Siempre se exceden —dijo el veco, secando un plato con aire distraído—. Pero la intención esencial es el pecado real. El hombre que no puede elegir ha perdido la condición humana.

—Eso es lo que dijo el chaplino, señor —observé—. Quiero decir, el capellán de la prisión.

—¿Eso dijo? ¿De veras? Sí, es natural. ¿No es la actitud que corresponde, en un cristiano? Bien, ahora —continuó el veco, frotando el plato que estaba secando desde hacía diez minutos— haremos que algunas personas vengan a verte mañana. Creo que nos serás útil, pobre muchacho. Me parece que ayudarás al derrocamiento de este gobierno que nos aplasta. Convertir a un joven decente en un mecanismo de relojería no es ciertamente un triunfo para ningún gobierno, excepto si se siente orgulloso de su propia capacidad de represión.

El veco seguía secando el mismo plato. Yo dije:

—Señor, usted sigue secando el mismo plato. Estoy de acuerdo con usted, señor, en lo de sentirme orgulloso. Este gobierno parece muy inclinado a vanagloriarse.

Other books

The Insiders by Rosemary Rogers
The Unfinished Child by Theresa Shea
Hostile Makeover by Ellen Byerrum
Bruiser by Neal Shusterman
Eloise by Judy Finnigan
Smoked Out (Digger) by Warren Murphy