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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (33 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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—Es para ti. De tu oficina, una mujer que parece extranjera.

—Pues vaya horas de llamar que tiene la gente —dijo Lita, sin darse cuenta de nada, de lo que los ojos de Miguel sí advertían y su conciencia no lograba descifrar, inocente de cualquier incertidumbre, de toda sospecha de peligro, segura en el mundo. Que su padre saliera tan rápido para hablar por teléfono tuvo la ventaja de que no oyó la observación impertinente de Miguel:

—Pues a papá cuando se levanta también se le cae al suelo la servilleta.

En el interior de su casa Ignacio Abel cruzaba la frontera invisible hacia la otra vida, alejándose por el pasillo en penumbra hacia el teléfono colgado en la pared, hacia la voz inesperada de Judith Biely, dejando atrás la escena familiar en el comedor, interrumpida y borrosa, al otro lado de los cristales que filtraban la luz y las voces. En pocos segundos y en un espacio tan breve, el corazón latiéndole muy fuerte en el pecho, se adaptaba a su otra identidad; dejaba de ser padre y marido para convertirse en amante traspasado por deseos; sus movimientos se hacían más sigilosos, menos confiados; hasta su voz se iba adaptando de antemano para ser la que escucharía Judith; su voz ronca, ansiosa, alterada por una mezcla de desconcierto y de felicidad; por el miedo súbito a que después de todo no fuera ella quien había llamado rompiendo por algún motivo que debería de ser serio un acuerdo no expresado. En una duración tan corta la incertidumbre adquiría una intensidad dolorosa. En lo que menos pensaba era en el desconcierto de Adela, en su segura sospecha. Le temblaba la mano cuando tomó el auricular, aún oscilante contra la pared; su voz sonó tan baja y tan ronca que Judith, igual de ansiosa en la cabina de un café que no sabía dónde estaba, al principio no la reconoció. También ella hablaba bajo, muy rápido, en inglés y un momento después en español, frases muy cortas, murmuradas tan cerca de la membrana del aparato que Ignacio Abel oía su respiración y casi podía sentir en el oído el roce de su aliento y sus labios.
«Please come and rescue me.
Casi no sé dónde estoy. Unos hombres venían siguiéndome.
I want to see you right away.»

Añorará siempre esa voz, incluso cuando ya no pueda recordarla a voluntad y hasta haya dejado de escucharla en el azar de algunos sueños, cuando ya nunca abra los ojos despertándose o se vuelva porque ha creído oír que decía su nombre. En el verano demente y sanguinario de Madrid en el que iba de un lado para otro como un fantasma de sí mismo lo que echaba más intolerablemente de menos no era la seguridad razonable de no ser asesinado y ni siquiera la sólida rutina de una vida anterior que se había desmoronado para siempre de la noche a la mañana, sino algo más secreto, más suyo, más perdido todavía, la posibilidad de marcar un cierto número de teléfono y de escuchar al otro lado la voz de Judith Biely, la esperanza de oírla cuando el teléfono sonaba, el prodigio de que en alguna parte de Madrid, al final de un recorrido en automóvil o en tranvía, de una impaciente caminata, Judith Biely estuviera esperándolo, mucho más deseable que en su imaginación, sorprendiéndolo siempre con la felicidad de su presencia, como si por mucho empeño que pusiera nunca hubiera sabido recordar cuánto le gustaba.

—Era una secretaria, una chica nueva —dijo, de vuelta al comedor, sin mirar a nadie en particular, poniéndose la americana, atolondrado, embustero, indiferente a la mediocridad de su actuación—. Ha habido una emergencia en las obras. Un andamio que se ha derrumbado.

—Llama si ves que vas a volver tarde.

—No creo que sea para tanto.

—Papá, ¿vas a ir en el coche? ¿Me llevas contigo?

—Qué cosas tienes, niño. Tú eres el que le está haciendo falta ahora a papá.

—Iré en un taxi, para llegar antes.

Tan sólo hacía unos minutos la noche estaba clausurada para él, la noche previsible y pesada de la costumbre familiar: la cena, la conversación, la somnolencia, los ruidos distantes de la calle, la resignación sin drama a los pormenores del tedio. El calor narcótico de la calefacción, la vida aletargada y envuelta, forrada de fieltro de zapatillas caseras y tela de pijama, el confort tan tenazmente ganado de una casa protegida contra la intemperie del invierno. Y ahora, de repente, lo inesperado sucedía y lo liberaba, la lentitud se convertía en ligereza, el calor en la cuchillada del frío al salir a la calle, la resignación en temeridad, la noche de Madrid se desplegaba como un paisaje ilimitado que él iba a cruzar a toda velocidad en un taxi para reunirse con Judith Biely, para que se cumpliera la promesa enunciada no en sus palabras sino en el tono mismo de su voz: el deseo, la urgencia, la seguridad de estar abrazándola y besando su boca abierta unos minutos más tarde. Tras la ventanilla del taxi veía la ciudad como si estuviera soñándola. Una niebla ligera empañaba las luces y hacía relucir con un lustre húmedo los adoquines y los rieles de los tranvías. Miraba los escaparates solitarios de las tiendas, iluminados en las calles vacías, los ventanales de los cafés, la claridad eléctrica de los comedores en los que estaban sucediendo cenas familiares idénticas a la que él mismo acababa de abandonar, y que ahora le parecían penosos episodios de una servidumbre unánime de la que él se había escapado. No para siempre, desde luego, ni siquiera para toda una noche: pero cualquier medida de tiempo le bastaba ahora mismo, dos horas, una hora tan sólo. No habría moneda de minutos que su codicia no agradeciera; minutos y segundos que menguaban con el chasquido con el que iban cambiando las cifras del taxímetro, con el pulso cada vez más rápido de su corazón impaciente. Carteles electorales pegados los unos encima de los otros cubrían las fachadas en la Puerta del Sol; reflectores violentos alumbraban en la llovizna la cara gigante y redonda del candidato Gil Robles, ocupando una fachada entera, coronada con involuntario absurdo por un anuncio luminoso de Anís del Mono. Otorgadme Vuestro Voto y os Devolveré una España Grande. Recordó la mirada muy fija y el tono de sorna de Philip Van Doren, entre el humo y el ruido de una orquestina de jazz: «¿Cree usted, profesor Abel, como su correligionario Largo Caballero, que si las derechas ganan las elecciones el proletariado se lanzará a una guerra civil?» El viento helado agitaba los cables de los que pendían las lámparas del alumbrado público y hacía que las sombras convulsas se agrandaran contra el pavimento. El taxi avanzaba despacio en dirección a la calle Mayor sorteando un laberinto de tranvías. La imaginación anticipaba espejismos de lo que ya era inminente: los arcos y los jardines de la plaza Mayor, los faroles en las esquinas de la calle Toledo, el café en el que Judith Biely lo estaba esperando, su perfil en seguida reconocido a pesar del humo del interior y del vaho que cubría los cristales, la mujer joven, sola y extranjera a la que miraban con descaro los hombres, a la que se acercaban casi tocándola para decirle cosas en voz baja. En la ciudad en la que uno ha vivido siempre recorridos comunes pueden equivaler a hondos viajes en el tiempo: atravesando Madrid para encontrarse con su amante una noche hostil de febrero Ignacio Abel viajaba desde su vida presente hacia las calles de la infancia lejana, a las que casi nunca volvía, por las que nunca había caminado con ella. El impulso del taxi en dirección al porvenir lo devolvía al pasado; por el camino se despojaba de la claudicación de tantos años para llegar a ella tan sólo con la parte más verdadera de sí mismo. Borraba lo que en este momento no le importaba nada, lo que habría dado sin vacilación a cambio del tiempo con Judith Biely que se abría ante él: su carrera, su dignidad, su piso burgués en el barrio de Salamanca, su mujer, sus hijos. Antes del final del trayecto ya buscaba por los bolsillos las monedas para pagar al taxista en cuanto se detuviera, ya se inclinaba hacia delante para ver la esquina exacta y el café, la silueta deseada de Judith Biely. Se sorprendía de pronto moviendo la pierna izquierda tan nerviosamente como su hijo Miguel, que lo había mirado tan serio cuando salía del comedor ajustándose la corbata, atolondrado y mentiroso, asegurándose de que llevaba las llaves en el bolsillo del pantalón.

Dijo «No volveré tarde» y en la mirada neutra de Miguel vio una incredulidad más hiriente porque era del todo instintiva y le revelaba como un espejo inesperado la calidad mediocre de su impostura, los gestos de un actor que no convence a nadie. Pero esa punzada de alarma y disgusto de sí mismo quedaba suprimida muy pronto, borrada por la prisa, por la exaltación física que lo llevaba escaleras abajo sin que su voluntad interviniera, camino del frío vivificador de la calle que le llenaba los pulmones mientras cruzaba hacia la próxima esquina, demasiado impaciente para esperar quieto la llegada de un taxi. Insomne, en pijama, de pie junto a la ventana de su habitación, mientras Lita dormía, Miguel miraba luego esa misma esquina desierta de la calle Príncipe de Vergara, iluminada por un farol, escuchando a veces en el silencio el redoble de unos pasos en la acera que de lejos parecían los de su padre y eran los del sereno embozado que vigilaba los portales, golpeando el suelo a intervalos regulares con la punta herrada del chuzo. Se había despertado en la oscuridad creyendo oír el mecanismo del ascensor al detenerse, acordándose de algo que había leído antes de dormirse, escondiendo la revista bajo la almohada cuando su madre entró para darles las buenas noches, un reportaje sobre enterrados vivos en el que aprendió una palabra que en sí misma ya le daba miedo, catalepsia, palabra cuyo significado por supuesto conocía Lita.
¿Cuántas personas habrán sido enterradas en vida? ¿Cuántas habrán consumido su agonía —la más terrible de todas— en el mismo lugar de su eterno descanso
? Estuvo quieto mucho rato, intentando discernir los sonidos que le llegaban desde la calle y desde el interior de la casa, que se iban haciendo más daros a la vez que se volvían más precisos los contornos de los muebles y de los objetos en la habitación.
Catalepsia.
Le fascinaba descubrir que para los ojos y los oídos atentos no había verdadera oscuridad ni verdadero silencio. Según él la miraba la habitación en sombras se iba llenando de claridad igual que cuando unas nubes lentas van dejando de cubrir la luna llena. Había leído en una de aquellas revistas baratas de crímenes y prodigios que compraban las criadas que en un laboratorio secreto de Moscú los científicos estaban desarrollando unas gafas de rayos X que permitían ver en medio de la oscuridad más rigurosa y una pistola de ondas magnéticas que mataba en silencio.
El ENIGMA de unos RAYOS MISTERIOSOS que llevan la MUERTE a DISTANCIA.
Lo que en el momento de despertar había sido un silencio opresivo ahora se convertía en una jungla de rumores: la respiración de Lita, los crujidos de la madera, la vibración del cristal de la ventana al paso de un motor por la calle, los golpes del chuzo del sereno, el gruñido de las tuberías de la calefacción, el eco sordo de las fuerzas enconadas entre sí que según la explicación alarmante de su padre mantenían en pie el edificio entero, nunca apaciguado, expandiéndose y contrayéndose como un gran animal que respira; y más lejos, o al menos en un espacio que le costaba mucho situar, otro sonido ronco y regular que Miguel no sabía lo que era, que cesaba y volvía al cabo de un rato, como su conciencia del rumor de la sangre cuando apoyaba un oído contra la almohada. Se incorporó en la cama, muy quieto, asegurándose de que no era el ascensor lo que había oído. Se levantó despacio, el frío de la tarima del suelo contra las plantas de los pies, el deseo molesto de orinar, que lo obligaría a salir a la intemperie hosca del pasillo. Su padre y su madre le reprochaban que no leía, pero en su cabeza, cuando no podía dormir, había un borboteo de cosas inquietantes leídas en el periódico y preservadas literalmente en su memoria.
scotland yard investiga un caso de crímenes cometidos por sonámbulos.
El sonido ronco volvía, una respiración difícil, entrecortada, algo que no llegaba a ser del todo el murmullo de una voz pero que contenía una queja. Al salir de la habitación era el Hombre Invisible: invisible y envuelto en silencio, pisando descalzo sin hacer ningún ruido, girando pomos dóciles que se movían por sí solos. Le dio miedo ser en realidad un sonámbulo y estar soñando ahora mismo mientras caminaba hacia una víctima que sería encontrada muerta al amanecer,
su cara desencajada de terror.
En el reloj del salón retumbaron uno tras otro cinco golpes que dejaron luego una resonancia que tardó mucho en extinguirse. Del fondo del pasillo, largo y negro como un túnel, venía el doble ronquido de la criada y la cocinera, metódico como una máquina de fuelles, con gorgoteos de cañería y acelerones bruscos de motor de coche viejo, con interrupciones de quietud en medio de las cuales seguía escuchando el otro sonido, la respiración entrecortada, la queja. Suspendido como el Hombre Invisible delante de la puerta del dormitorio de sus padres, libre de la fuerza de la gravedad en virtud de otra invención no menos decisiva
(Una tintura antigravitatoria facilitará los viajes espaciales),
se inclinó contra ella para oír mejor, para asegurarse de que era la voz de su madre la que estaba escuchando, familiar y al mismo tiempo desconocida, más extraña que los olores en las alcobas de los adultos cuando uno entraba a ellas de pequeño. Decía palabras o se estaba quejando, tenía un gemido agudo que se volvía grave de pronto, como si procediera de la garganta de otra persona; un gemido largo, sofocado contra la almohada, una queja que se rompía en llanto o en palabras aisladas que no era posible descifrar, como las de quien está hablando en sueños. Quizás su madre dormía y moriría de un ataque de algo si él no entraba a despertarla. Quizás se quejaba de una horrible enfermedad que no había confiado a nadie. Quería quedarse y quería huir. Quería salvarla de la enfermedad o de una afrenta cuya naturaleza no imaginaba y quería no haberla oído, no estar despierto y con los pies helados cerca de la puerta, disfrutar del sosiego con el que dormía ahora mismo su hermana, ajena a todo, inmune a la desazón y al peligro. ¿Y si era que su padre había vuelto y su madre estaba discutiendo muy bajo con él? Con un golpe de pánico vio encenderse la luz del rellano bajo la puerta de entrada y escuchó el ascensor poniéndose en marcha. Sólo faltaba eso: que su padre volviera y lo sorprendiera en el pasillo, quieto en la oscuridad, a las cinco de la madrugada. Tendría que volver a toda prisa a su habitación: pero al hacerlo se acercaría a la puerta, y era posible que su mala suerte y su torpeza, siempre conspirando contra él, convirtieran la retirada en una trampa. Lo que no podía era quedarse quieto, paralizado, temblando de frío, escuchando el ascensor, el chasquido metálico al pasar por cada piso. Se lanzó a ciegas, a tientas, empujado por el miedo. Cerró tras él la puerta de su habitación justo cuando el ascensor se detenía en el rellano. El corazón le retumbaba en el pecho como los golpes de timbal en una película de miedo. Su padre giraba la llave muy despacio en la cerradura. Como el Hombre Invisible Miguel era un espía en el que nadie reparaba. Su padre avanzaba con lentitud por el pasillo, sin haber encendido la luz, dejando un intervalo anormalmente largo entre sus pasos, tan raros como los de un desconocido, un intruso que hubiera llegado al amparo de la oscuridad desde quién sabía dónde. Tieso sobre la cama, con los pies helados, las manos cruzadas sobre el pecho, con los ojos cerrados, Miguel alcanzaba un estado de perfecta catalepsia.

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