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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (24 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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—Anna Bella, ¿no? —susurró—. ¿Qué hace allí?

—Es huérfana, monsieur, pero está en buena situación. Madame Elsie es su tutora. No creo que trabaje en la pensión.

—Hmm. —Philippe dio una calada al puro, y el aroma a la vez dulce y fuerte los envolvió en una nube—. Es muy hermosa. Bueno, llévalo hasta allí cuando te vayas. Podrás, ¿verdad?

Pierre, el primo de Richard, no acudió a relevarlo hasta casi medianoche. Richard se dirigió a la pensión de madame Elsie con Dazincourt, que se mantuvo todo el camino en silencio. Parecía meditabundo y agotado, y aunque no era tan alto como Richard —nadie lo era—, tampoco era bajo en modo alguno. Llevaba la espalda erguida con una rigidez casi militar.

Pasaron ante la casa de Ste. Marie, que estaba completamente a oscuras, como Richard había imaginado. Se dio cuenta entonces de que Philippe Ferronaire no se iba a alojar allí, y que sin duda por esa razón no había llevado él mismo a Dazincourt a la casa de huéspedes. No había querido que le vieran, naturalmente. Por lo menos Marcel dispondría de algo de tiempo.

—V—

H
acía mucho tiempo que Richard no veía a Anna Bella más que en la misa de los domingos, y le sorprendió agradablemente que fuera ella la que abriera la puerta. Quería hablar con ella a solas.

En el transcurso normal de su vida, Richard nunca habría conocido a una persona como Anna Bella, ni se habría fijado en ella, aunque el joven no era plenamente consciente de ello. Era Marcel el que los había unido puesto que era su mejor amiga, y Richard había llegado a apreciarla mucho en los últimos años. Confiaba en ella y estaba ansioso por comentarle su preocupación por Marcel.

No obstante, Anna Bella era para él una negra americana puesto que había nacido y se había criado en un pequeño pueblo rural del norte de Luisiana. A su padre, un mulato libre, el único barbero del lugar y muy próspero, lo mató un día de un tiro, en la calle, un hombre que le debía dinero. Al haber muerto su madre poco antes que el padre, Anna Bella cayó en manos de un blanco, un buen hombre al que siempre llamó Viejo Capitán y que la llevó a Nueva Orleans y la hospedó con una vieja cuarterona, madame Elsie Claviére.

En otros tiempos madame Elsie había sido algo más que una hostelera para el Viejo Capitán, pero aquello era agua pasada. El hombre era calvo, tenía el bigote blanco y hablaba con elocuencia de los días en que los indios todavía atacaban las murallas de Nueva Orleans. Madame Elsie, postrada por la artritis las mañanas húmedas, caminaba con bastón, pero de joven había sido inteligente: ahorró dinero y convirtió su vivienda en una casa de huéspedes para caballeros blancos, retirándose ella a un salón y varios dormitorios más allá del jardín trasero.

Allí se había criado Anna Bella, jugando con los niños del barrio, tomando lecciones de francés y de encaje de Alençon. Hizo la primera comunión con las carmelitas, estudió un tiempo con un protestante de Boston que no podía pagar el alquiler, y sacaba del legado de su padre, en un banco de la ciudad, todo lo que necesitaba.

Vestía y se comportaba como una dama, llevaba el pelo negro peinado en un moño y, aunque hablaba francés fluidamente, su lengua materna era el inglés, y para Richard era tan extranjera como los americanos que montaron el
faubourg
en el centro de la ciudad.

Claro que, técnicamente, él era tan americano como ella, pero aunque había nacido en Estados Unidos, Richard era un
homme de couleur
criollo, apenas hablaba otro idioma que el francés y toda su vida la había pasado en la «ciudad vieja», flanqueada a un lado por el Boulevard Esplanade y al otro por la Rue Canal.

Pero había razones más profundas por las que Anna Bella no habría merecido de él la menor atención de no haber sido por Marcel.

Aunque Anna Bella tenía la piel del color de la cera, un perpetuo rubor sonrosado éralas mejillas y grandes ojos enmarcados por un abanico de densas pestañas, su boca era grande, típicamente africana, y su nariz, ancha y plana, también. Había además algo en su porte, en su largo cuello y en el contoneo de sus caderas que le recordaba demasiado a las
vendeuses
negras que llevaban su carga al mercado en cestas sobre la cabeza.

Todo lo africano le daba miedo y lo desconcertaba, aunque en realidad no era consciente de ello. Si le hubieran acusado de menospreciar a Anna Bella se habría sentido humillado, lo habría negado rápidamente y habría insistido en que juicios tan superficiales, basados en el aspecto físico, nunca podrían llevarle a despreciar a un ser humano o a correr el riesgo de herir unos sentimientos tan tiernos como los de Anna Bella. ¿Acaso no era él un hombre de color? ¿Acaso no comprendía demasiado bien los prejuicios, obligado como estaba a sentir su escozor un día tras otro? Pero lo cierto es que no los comprendía. No comprendía que son traicioneros por naturaleza, sentimientos vagos que pueden abrirse paso hasta nociones que parecen prácticas, demasiado humanas, y que a veces se envuelven engañosamente en un aura de sentido común.

En el fondo de su corazón, y sin que él lo supiera, a Richard le repelía el origen africano de Anna Bella por lo que para él representaba: el degradado estado de la esclavitud que veía por todas partes. Jamás habría considerado ni por un instante introducir en su línea genealógica, a través del matrimonio, aquellos fuertes rasgos de sangre negra que a lo largo de tres generaciones habían demostrado tan evidente y profunda desventaja, rasgos de los que los Lermontant estaban ya casi libres.

Estos sentimientos ignorados le provocaban la sensación de que Anna Bella y él eran diferentes, que tenían poco en común, que debían moverse en mundos distintos. La conclusión era que no consideraba a Anna Bella como a un igual, y prueba de ello era la cortesía con que la trataba, la gentileza casi irritante que gobernaba sus acciones en presencia de ella. Claro que si se hubiera enamorado de Anna Bella todo esto se habría desvanecido en el aire, pero lo cierto es que no podía enamorarse de ella. De hecho la compadecía.

Richard no era consciente de todo esto. Cuando Marcel le comentó una vez, en una de sus vagas y perturbadoras conversaciones, que consideraba a Anna Bella, después de él, la «persona perfecta», Richard se quedó totalmente desconcertado.

—¿A qué te refieres con eso de la «persona perfecta»? —le preguntó, abriendo así la puerta a uno de los discursos más largos, abstractos y vagos de Marcel, que culminó en lo siguiente: Anna Bella era honesta sin ser egoísta y estaba dispuesta a decirle a Marcel la verdad aunque con ello le enfureciera.

—Bueno, admito que a veces es muy difícil decir la verdad —murmuró entonces Richard con una sonrisa. Pero el resto no lo entendió. Anna Bella era una chica muy dulce, y él le habría roto la cabeza a cualquiera que le hiciera daño. Sería una buena esposa para cualquier trabajador.

Le sorprendió sin embargo que monsieur Philippe dijera que era una muchacha hermosa. Y ahora que la veía subir los escalones delante de monsieur Dazincourt, alumbrada por la luz de su lámpara de aceite, encontraba en el elástico movimiento de sus caderas y la caída de su falda algo sensual y desconcertante. Era como si, a pesar del cuidadoso peinado de sus rizos y los pliegues de su falda de algodón azul que tan pulcros caían desde su cintura encorsetada, Anna Bella fuera la mujer negra de los campos, la mujer negra danzando al ritmo de los tambores africanos en la Place Congo. ¿Hermosa? Pues, en realidad… sí. Richard no advirtió que Dazincourt, que iba tras ella por el pasillo, había concebido ideas más sólidas sobre ese mismo asunto.

—Richard —le susurró Anna Bella desde lo alto de las escaleras cuando se quedaron a solas. Richard se dio la vuelta bajo la tenue luz de la ventana y vio que ella bajaba apresuradamente, como una niña pequeña, sin hacer el menor ruido y sosteniendo la lámpara con el brazo extendido.

—¡Vas a derramar el aceite! —Richard le cogió la lámpara.

—Me alegro mucho de que hayas venido. El domingo quería hablar contigo, pero no tuve ocasión. Entra, Richard. Madame Elsie se ha ido a la cama. La humedad le sienta tan mal que casi no puede ni andar.

Le llevó al salón de huéspedes y le dijo que se sentara. A Richard no le gustaba estar allí. Nunca había visitado a Anna Bella en aquellas habitaciones.

—Tienes que llevarle un mensaje a Marcel.

—Entonces es que no le has visto… hoy, quiero decir. —En otros tiempos, cuando Marcel se sentía mal acudía siempre a Anna Bella. Pero eso era antes de que empezara a volverse loco.

—¡Hace meses que no lo veo! —contestó ella con la cabeza ladeada y las manos en el regazo.

Richard murmuró torpemente la excusa de que Marcel tenía uno de sus característicos cambios de humor. Era una vergüenza tratarla así cuando antes iba a verla casi todas las tardes.

—No tiene nada que ver con sus cambios de humor. Es que madame Elsie lo echó.

—¿Por qué?

—No lo sé —dijo Anna Bella molesta—. Dice que ya somos mayorcitos para ser amigos. Imagínate. ¡Marcel y yo! Ya sabes lo que hay entre Marcel y yo. Claro que yo no le hago ningún caso, sobre todo en un tema como éste, pero no puedo verle para decírselo. Sé muy bien que no puedo ir más a su casa, eso no me lo tienen que decir, ya no somos niños.

Richard asintió al instante. Se sentía turbado. Madame Elsie podía aparecer en cualquier momento y encontrarlos allí sentados en el salón en penumbra, con la luz tras el hombro redondo de Anna Bella. Sus senos le distraían. Era como si Anna Bella se hubiera inclinado para adelantarlos deliberadamente, echando atrás la cabeza de modo que se trazara una línea sesgada desde la punta de su barbilla a la punta de lo que casi rozaba el brazo de Richard. No le gustaba, no lo aprobaba. Y si alguien le hubiera señalado que su propia hermana, Giselle, se comportaba de forma muy similar, se habría sorprendido. Lo único que él veía cuando miraba a Giselle era a Giselle.

—Pues claro que le llevaré tu mensaje —dijo enseguida, sintiéndose culpable por sus pensamientos.

Anna Bella parecía confiada, tranquila, y tenía la mirada de un cervatillo.

—Dile que tengo que verle, Richard… —comenzó.

Se abrió la puerta del pasillo y entraron varios hombres blancos. Richard se levantó al instante y Anna Bella cogió la lámpara para guiarlos por las escaleras, dejándolo a oscuras. Cuando ella volvió, Richard se dirigió a la puerta.

—Se lo diré en cuanto lo vea, pero puede que pase algún tiempo.

—¿Seguro que se lo dirás? —Anna Bella ladeó de nuevo la cabeza. Un mechón de pelo le caía en un rizo perfecto sobre la frente—. Parece que ya no puedo ir al mercado ni a la iglesia sin madame Elsie. No puedo ni salir a la puerta. Y cuando Marcel viene se queda con él en el salón y quiere saber a qué ha venido. Menuda tontería… —Bajó la voz—. ¡Y luego me deja aquí sola por la noche para abrir la puerta a los caballeros!

Richard se quedó mirándola sin contestar.

—Se lo diré —soltó de pronto, bajando la vista. En el piso de arriba se oía crujir la madera del suelo. La casa le parecía enorme, oscura y traicionera. Alzó la vista despacio y sintió que poco a poco le invadía una furia helada que no le dejó comprender del todo sus palabras.

—… que debería venir a la hora de la cena, Richard —decía Anna Bella—. A esa hora madame Elsie no se enteraría de nada, porque está siempre ocupada. Se sienta al lado de la cocina a vigilarlo todo. Marcel y yo podríamos hablar en la parte de atrás…

—Pero habrá sirvientas —murmuró Richard con voz apagada—. No estarás aquí sola toda la noche.

—Zurlina duerme ahí atrás —contestó Anna Bella sin darle importancia—. No te preocupes por eso. Dile a Marcel que tengo que hablar con él.

Richard no se relajó hasta que no estuvo a solas en la calle desierta.

Se dio la vuelta y vio alejarse la luz por la escalera. Luego la ventana se oscureció. Richard se quedó un momento inmóvil, presa de la furia, sin poder pensar más que en lo que Anna Bella le había dicho. Así que Marcel ya no podía acercarse más por allí, eran demasiado mayores y ya no podían verse. Pero aun así a ella la dejaban sola en la casa «para abrir la puerta a los caballeros». No, Marcel no era bastante bueno para ella. ¿Qué hombre de color sería bastante bueno incluso para una sencilla chica de campo, hija de un esclavo libre? No, pero ella tenía que quedarse levantada «para abrir la puerta a los caballeros». «Es una chica muy guapa», había dicho Philippe Ferronaire, muy guapa, muy guapa, muy guapa.

Richard dio media vuelta y se dirigió a la Rue Burgundy con la cabeza gacha y las manos a los costados. Iría a hablar inmediatamente con Marcel. Pero al llegar a la esquina le vino a la mente la imagen de su padre, Rudolphe, hablando con tanto cinismo de Marie Ste. Marie esa misma mañana en la funeraria. Y oyó de nuevo la vehemente advertencia que tanto le había conmocionado: «Hijo, que no te rompan el corazón».

Bueno, tal vez Rudolphe conociera el mundo, el mundo de Dolly Rose y la vieja madame Rose, y madame Elsie con su bastón, pero no conocía a Marie. ¡No conocía a Marie! No todas las personas son iguales. Algunas son mejores que las demás, son espléndidas, intocables y puras.

Cuando por fin subió las escaleras de su casa, le abrumaban punzantes imágenes de un largo día de cansancio y frustración: Dolly tumbada con los ojos vidriosos, diciéndole con crudeza a Christophe: «Sólo los hombres blancos», sólo los hombres blancos, sólo los blancos. Bueno, Christophe, bienvenido a casa.

Cuarta parte

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