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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (43 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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En cuanto la escuela quedó vacía, Christophe entró en la sala de lectura y sacó su botella de whisky, sin importarle que Marcel estuviera junto al fuego. La puso en la mesa redonda, apartó furioso los periódicos y se sirvió un vaso.

—No lo hagas, Chris —dijo Marcel después de que Christophe se bebiera dos vasos de whisky como si fuera agua.

—Ahora estoy en la intimidad de mi casa, aquí puedo predicar la sedición y la abolición todo lo que quiera, y también me puedo emborrachar.

—Esta noche hay ópera, Christophe. Una vez me dijiste que para seguir cuerdo necesitabas la ópera.

—Sólo un criollo pensaría en la ópera en un momento como éste —replicó Christophe mientras se servía otro vaso. Se arrellanó entonces en su silla, evidentemente calmado por los dos vasos de whisky que ya se había tomado—. Pero iré a la Ópera —dijo—. Mi alma estará en el infierno, pero yo estaré en la Ópera.

—¿Borracho? —preguntó Marcel—. Christophe, la gente te observará, todos estarán pendientes de cualquier gesto tuyo y estarán buscando la menor oportunidad para hacer un gesto ellos también…

—Vete a casa —dijo Christophe con cansancio—. Ya te he dicho que iré. —Se sacó del bolsillo, sin histrionismo, una nota arrugada, hizo con ella una bola y se la tiró a Marcel. Estaba escrita con grandes letras infantiles:

MICHIE
, SÓLO SOY UN PROBLEMA PARA USTED.

VUELVO CON M. ROSE.

AFECTUOSAMENTE, B.

Marcel se la quedó mirando. La mañana anterior, en esa misma sala, había deletreado para Bubbles la palabra «afectuosamente», sin imaginar sus intenciones.

—Volverá —dijo—. Ya se ha escapado antes, y se escapará otra vez. Además, Dolly Rose jamás ha podido mantener a ningún esclavo. Negros más duros que Bubbles preferirían limpiar las cunetas antes que quedarse con ella.

Pero Christophe siguió bebiendo whisky sin decir nada. De pronto los dos se levantaron al oír un golpe en la puerta, seguido de un impaciente golpeteo de algo metálico contra el cristal. Entonces se abrió la puerta con un chasquido y al otro lado del aula desierta Marcel vio la figura de Dolly Rose. Llevaba un vestido lila y una capa negra sobre los hombros, la cabeza descubierta y las mejillas sonrojadas por el frío.

Christophe la vio también pero no se movió. Se limitó a arrellanarse en su silla junto a la mesa, observándola a través de las puertas dobles.

—¡Chrisssstophe! —entonó ella suavemente, moviéndose con agilidad entre los pupitres.

No sabía que la observaban y parecía gozar de estar a solas en la enorme sala. Con una serie de piruetas se puso detrás del atril y de pronto, con un gesto tan auténtico que resultó sorprendente, agachó la cabeza y se la cogió con las manos. Cuando levantó la vista, su voz tenía un tono dramático, como si se encontrara ante una nutrida audiencia.

—Randolphe, Randolphe, mátame, porque si no puedo estar con Antonio no deseo la vida —gritó—. ¡Mata a tu adorada Charlotte! Porque si Antonio no puede poseerla, sólo la muerte la poseerá. —Se aferró entonces el cuello y comenzó a apretar, como si sus propias manos la estrangularan, y al mismo tiempo bramó con grave y falsa voz masculina—: ¡Sí, muere, Charlotte! ¡Muere! Pero no porque quieras irte con Antonio, sino porque eres la heroína de una mala novela. —Entonces Dolly cayó «muerta» sobre el atril.

Marcel apenas podía contener la risa.

—¡Ya está bien, Dolly! —le dijo Christophe, pero también en sus labios asomaba un amago de sonrisa.

Ella levantó la cabeza lentamente y lo miró de reojo. Atravesó el pasillo central, admirando los grabados y los mapas de las paredes y el gran globo terráqueo de la esquina, y luego entró en la sala de lectura, momento en el que Marcel se levantó de mala gana.


Bonjour
, Ojos Azules —le dijo ella con un guiño. Tenía el rostro radiante, sin las viejas sombras, con los labios pintados de un rojo seductor. De pronto se puso seria y se volvió hacia Christophe, que no se había levantado—. ¿Hacemos las paces?

—Vete al infierno —replicó él.

—Quieres a tu negrito, ¿verdad? —Se le estremeció la tierna piel bajo los ojos. Era tan hermosa que Marcel olvidó los reproches. Todo lo que se decía sobre «el declive de su belleza» era puro rencor. Marcel bajó la vista circunspecto.

—Sí —suspiró Christophe.

—Pues entonces llévame esta noche a la Ópera.

Christophe se la quedó mirando con ojos duros y suspicaces.

—Voy a acompañar a mi madre, pero gracias, madame, usted me honra —dijo.

—A tu madre. ¡Qué entrañable! —replicó Dolly con una teatral inclinación de cabeza—. ¡Vaya! Y yo que creía que ibas a llevar a Bubbles… —rió—. Como estás tan encantado con él…

El rostro de Christophe se ensombreció de furia y una vena se le hinchó en la sien.

—Fuera de mi casa, Dolly.

Dolly se acercó a la mesa y, justo cuando Christophe iba a coger el whisky, le arrebató el vaso y echó un trago.

—Hmm… Debes de ser un maestro muy rico. —Dolly se pasó la lengua por los labios. Marcel apartó la vista de nuevo, pero sólo un instante—. ¿O es que te lo ha dejado tu amigo inglés?

Una chispa de profunda emoción le brillaba en los ojos. Su piel de color
café au lait
era tan clara y cremosa que parecía la mismísima encarnación de la seducción, de algo peligroso e incontrolable imposible de explicar. A Marcel le disgustaban estos pensamientos. Intentó recordar quién era Dolly. En su casa se celebraban fiestas nocturnas a las que acudía un tropel de hombres blancos.

—Llévame a la Ópera —dijo muy seria.

Christophe frunció el ceño.

—Madame, está usted loca.

—Últimamente hago lo que me place —contestó ella bastante circunspecta. Se puso entonces a pasear por la habitación, vacilante, y luego comenzó a juguetear con los dedos en el respaldo del sillón. Dedicó a Marcel una súbita y radiante sonrisa antes de proseguir—. Ya no pertenezco a nadie, Christophe, nadie me dice a quién puedo ver y a quién no. Soy dueña y señora de mi propia casa. Hago lo que me place.

—No conmigo. —Christophe movió la cabeza.

—¿Ni siquiera por Bubbles?

Marcel se volvió hacia la ventana. Dolly era una especie de Circe. Si Christophe aparecía con ella sería el fin. Los hombres blancos de la platea no harían el menor caso, tal vez, pero toda la comunidad de color lo vería.

—¿Qué es lo que quieres, Dolly? —suspiró Christophe—. ¡Qué es lo que quieres!

La fachada de Dolly pareció venirse abajo. Marcel vio el involuntario gesto lloroso de sus labios, la chispa en sus ojos. Dolly se sentó en la silla que había frente a Christophe, se sacó un papel del manguito y se lo tendió. Una mirada sobre el hombro de Christophe le dijo a Marcel que era el título de propiedad del esclavo.

—Vendido a Christophe Mercier por un dólar —dijo Dolly—. El esclavo Bubbles, senegalés. ¿Qué te parece? Venga, cógelo.

Christophe estudió con suspicacia el papel. Luego lo dobló, se sacó un dólar de plata del bolsillo y se lo puso a Dolly en la mano.

Una sonrisa maquiavélica animó el rostro de ella.

—¡Christophe es dueño de un esclavo! —entonó de pronto. Se levantó de un salto—. ¡Christophe es dueño de un esclavo!

—¡Pienso dejarle libre! —gruñó Christophe.

—No puedes dejarle libre. Tiene catorce años, sin ninguna educación, y ha estado en la prisión de París siete veces. Jamás aceptarán tu petición, aunque tuvieras el dinero para pagar su fianza. No,
cher
Christophe, eres su amo. —Dolly retrocedió hacia la puerta con una risa ronca.

—Dios mío —suspiró Christophe.

—Christophe es dueño de un esclavo, Christophe es dueño de un esclavo —cantaba Dolly mientras daba vueltas por el aula. De pronto se detuvo a medio camino de la puerta—. No me lleves a la Ópera si no quieres —le dijo fríamente. Luego añadió en voz baja y burlona, fingiendo—: Todos tus secretos están a salvo conmigo.

—¡Fuera de mi casa! —estalló Christophe. Aferraba con la mano el papel, arrugándolo casi—. Y quiero las herramientas de afinar —dijo con desdén—. Las quiero ahora mismo.

—Están debajo de mi cama —replicó ella con voz seca, como ardiendo de emoción—. ¿Sabes lo que tienes que hacer para conseguirlas? ¿Te lo puedes imaginar? Seguramente lo habrás leído en los libros.

—¡Fuera de aquí! —Christophe se levantó, dándole un golpe a la mesa.

Ella retrocedió un paso, casi asustada y moviendo la cabeza. Estaba al borde de las lágrimas. Christophe no se movió, como si no se fiara de sí mismo.

—¡Ojalá el capitán Hamilton te hubiera matado! —La voz de Dolly resonó en toda la sala.

—¡Sí, ojalá! —replicó Christophe—. ¡Ojalá!

Pero Dolly ya se había dado la vuelta y, con un portazo, desapareció.

Christophe se dejó caer en la silla e inclinó la botella sobre el vaso.

—Christophe… —Marcel agarró el cuello de la botella—. No lo hagas. No dejes que Dolly… Ella no es más que…

—¡No te atrevas a insinuarlo siquiera! —le siseó Christophe furioso. Le arrebató la botella y se levantó, mirándole a los ojos—. No digas ni una palabra sobre ella. Tú y tus miserables amigos burgueses no hacéis más que darme vuestra opinión de burgueses sobre todo: esclavos, modales, moral, mujeres. ¡No me interesa vuestra opinión! ¡Ella vale mucho más que cualquiera de vosotros, hijos indolentes de plantadores y tenderos! —Se detuvo, con la boca abierta.

Marcel estaba tan herido que le brotaron las lágrimas. Se apartó de la mesa, con los puños apretados, se dio la vuelta y se encaminó temblando hacia la puerta.

—¡No te vayas, Marcel! —exclamó Christophe—. No te vayas, por favor. No te vayas.

Al volverse, Marcel le vio de pie junto a la mesa, con un semblante tan desamparado como el de un niño.

—Lo siento —dijo con sencillez, sin orgullo—. No sé por qué te he dicho eso, sobre todo a ti. No lo decía en serio, Marcel.

Marcel se frotó la boca con el dorso de la mano. En ese momento no habría podido negarle nada a Christophe. Pero aun así estaba herido.

—¿Pero por qué la defiendes, Christophe? —preguntó.

—Hay cosas que tú no sabes. —Se detuvo entonces, aguantando con sus ojos castaños la mirada de Marcel. El muchacho tuvo un súbito presentimiento. Era como si Christophe intentara hacerle comprender algo, algo que estaba más allá de las palabras. Marcel tuvo miedo.

Pero Christophe apartó la mirada, y cuando prosiguió parecía que estuviera hablando consigo mismo.

—Yo hice daño a Dolly —dijo—. Ella esperaba algo de mí, algo que no pude darle. —Luego añadió en voz baja—: La decepcioné.

—¡Eso quiere decir que no la querías! —replicó Marcel—. Y si la hubieras querido, ella te habría hecho daño a ti.

—¿Eso crees? —Christophe le miraba fijamente.

—¡Es una persona detestable! —insistió Marcel.

—Y yo también.

—¡No me lo creo! —dijo Marcel con voz rota—. No me lo creo, como no me creo que todos somos… hijos indolentes de plantadores y todo eso que nos has llamado. No me creo nada de lo que digas hoy. ¡No deberías decir nada más!

En los ojos de Christophe brilló una chispa. Le dio un lento trago al whisky.

—Tú eres mi mejor alumno, Marcel —dijo—. Tú significas muchísimo para mí.

—Entonces no me decepciones, Christophe. ¡Y menos por Dolly Rose!

Christophe dio un respingo. Se quedó quieto un momento y luego, procurando no hacer ningún ruido, guardó la botella de whisky y miró serenamente a Marcel.

—Nos veremos esta noche —dijo con voz grave, sin ironía—. Y mañana y al otro y al otro… estaré aquí.

—III—

P
ocas horas después Marcel entraba en el salón de su casa vestido para la Ópera, con la capa de sarga sobre los hombros y los guantes blancos en la mano. No estaba de humor y no recordaba la pasión por la música que había oído el año anterior. La imagen de Dolly Rose dando vueltas entre el aleteo de sus faldas por el aula vacía le obsesionaba por razones que no acababa de comprender. Ahora sólo pensaba en su deber para con Marie. Sus tías revoloteaban por allí, ayudando a Lisette en todos los preparativos mientras Cecile permanecía tranquilamente sentada junto al fuego.

Marcel, con un coñac en la mano y un puro recién encendido, alzó los ojos y vio inesperadamente a una mujer desconocida que salía del dormitorio. Se ruborizó avergonzado al darse cuenta de que era su hermana Marie, y en ese momento, olvidándolo todo, se levantó con un movimiento inconsciente.

Marie llevaba el pelo recogido hacia arriba, dejando la frente despejada, para caer en suaves ondas a cada lado de la cara antes de retroceder hacia la corona de trenzas de la nuca. Lisette le había adornado las trenzas con exquisitas perlas, perlas que también danzaban en los pendientes. Los apretados frunces del vestido verde esmeralda se hundían para mostrar por primera vez la generosa curva de sus pechos de piel inmaculada —una piel embellecida por la iridiscencia del moaré—, tan fina y suave como la de sus brazos desnudos. Marcel se quedó sin aliento. Marie era una visión, con el exceso de ornamento propio de una diosa. Pero cuando ella alzó la vista, Marcel advirtió que sus auténticas joyas eran sus ojos. Se sintió henchido de orgullo y experimentó por ella tal arrebato de amor y ternura que se le llenaron los ojos de lágrimas. Se olvidó de Dolly, se olvidó de Christophe, se olvidó del mundo entero. Marie le tendió la mano y él se acercó al tiempo que Lisette traía la capa de terciopelo.

—Madeimoselle —le dijo—, permítame besarle la mano.

Cuando se acomodaron en el palco de la Ópera, Marcel constató que todas las cabezas se volvían y sintió una palpitante excitación, un inmenso júbilo que no pudo ocultar. Casi se notaban físicamente las miradas sobre su hermana, que parecían dar un nuevo resplandor a sus mejillas. Y mientras ella miraba por primera vez el espectáculo que la rodeaba —la amalgama de abanicos pintados, joyas relumbrantes, y cabezas que saludaban bajo el adorno de una diadema—, pareció sentir un auténtico placer, disipada el aura sombría que la envolvía. Ya no era el ángel fúnebre que siempre había entristecido a Marcel. De hecho Marie miraba con descaro, por encima del foso que separaba las hileras de palcos, hacia el lugar reservado a los Lermontant.

Las visitas comenzaron enseguida. Marie había sido la última en llegar, tal vez gracias a una perfecta sincronización por parte de las tías. Marcel vio a Celestina y Gabriella, que hacían pequeños gestos de saludo, a la familia Rousseau (esposa e hijas del adinerado sastre), a los LeMond con sus fábricas de tabaco, y a los plantadores de color que habían llegado de Iberville, St. Landry y Cane River, todos cómodamente sentados en sus sillas.

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