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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (56 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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Sin embargo, los días no habían sido desagradables. Habían acudido a visitarla viejos amigos de madame Elsie llevándole regalos y, para su gran sorpresa, Marie Ste. Marie se había presentado también. Le había regalado un hermoso secreter portátil, incrustado de oro, y se había disculpado por un borde roto diciendo que había sido adorado ya por muchas manos. Anna Bella quedó encantada. Ese mismo día lo había utilizado para escribir a Marie una nota de agradecimiento. Gabriella Roget también había pasado con su madre una tarde para ofrecer a Arma Bella una fuente de plata para dulces.

En realidad parecía que todo el mundo estuviera agitado con la noticia de aquel enlace. La gente había felicitado a madame Elsie por su sagacidad y el afecto de Dazincourt había arrojado sobre Anna Bella una nueva y halagadora luz. Las mujeres que apenas reparaban antes en ella ahora la saludaban al salir de misa. Zurlina se echó un poco de perfume en la mano y le masajeó suavemente los hombros. Anna Bella, al ver aquel enjuto y desdeñoso rostro en el espejo, apartó la vista.

—No estés ansiosa —dijo la anciana. Anna Bella seguía sin mirarla. No quería oír palabras desagradables.

Zurlina se puso un poco de crema en los dedos, ladeó la cabeza de Anna Bella y se la aplicó en las pestañas, para que parecieran más oscuras, más largas. La muchacha se dejó hacer pacientemente.

—Eres más bonita de lo que pensaba —dijo Zurlina alzando la barbilla—. Sí, muy bonita.

Anna Bella se quedó mirándola, buscando alguna maldad en su rostro.

—Todo el mundo ha sido muy bueno conmigo —susurró.

La anciana resopló como si hubiera oído una tontería. Se sacó del
tignon
una larga horquilla y le dio un retoque a Anna Bella en el pelo.

—Sé inteligente por una vez —le dijo al oído—. Deja de poner esa cara tan larga. ¡Aprende a sonreír! Todos están celosos de ti. Has conseguido lo que ellos quieren. —Zurlina le cogió la mano y le puso otro anillo de oro con una perla—. Deja de pensar en Marcel Ste. Marie.

—¡Ah, calla! —Anna Bella retiró la mano. Sabía que al final surgiría la frase malintencionada.

—Te oí preguntarle a
michie
Vincent si Marcel podía venir a visitarte. ¡Mira que eres tonta! —dijo Zurlina, mirándola a los ojos en el espejo.

—Lo que pase entre
michie
Vincent y yo es asunto mío —replicó Anna Bella, intentando parecer dura, pero con el labio trémulo—. Y si no te gusta lo que oyes, no escuches a través de las puertas.

—No tengo que escuchar en ninguna puerta para saber lo que se trae entre manos ese muchacho —sonrió Zurlina. Las velas apenas le iluminaban la cara, sus ojos estaban en sombras y su expresión parecía siniestra, Anna Sellase levantó, frotándose los brazos.

—Creo que deberías encender el fuego.

—Es esa Juliet —murmuró secamente Zurlina—. Una noche detrás de otra. —Soltó una risa hueca—. De día se las da de buen estudiante mientras el otro se las da de buen profesor. Y luego, cuando madame Cecile está dormida, él baja a hurtadillas las escaleras…

—¡Calla ya! No me creo nada.

—… Y sube al dormitorio, una noche tras otra. A veces se va por la mañana, justo antes de que salga el sol. Tiene una llave de la verja. —Su arrugado rostro se tensó al reír—. Cenan juntos los tres, solos en esa casa, como una gran familia —rió con desdén—, y luego, una noche tras otra, ella tiene al muchacho para que le caliente la cama.

—Eso es mentira —susurró Anua Bella—.
Michie
Christophe no lo permitiría.
Michie
Christophe es uno de los mejores hombres que he conocido.

—¡
Michie
Christophe! —resolló Zurlina—. ¡
Michie
Christophe! No puede tener a raya a esa mujer, así que le ha dado al muchacho.

Anna Bella movió la cabeza.

—¿Creías que ese chico te deseaba? —siseó la esclava.

Anna Bella miró a Zurlina en el espejo con los ojos entornados y viola siniestra luz que arrojaban las velas sobre sus mejillas.

—¡Calla! —exclamó—. ¡No me vuelvas a decir ni una palabra sobre Marcel Ste. Marie!

Pero nada cambió en la sonrisa de la anciana.

Anna Bella se levantó de pronto empujando la silla y salió al salón. Encendió las velas de la repisa de la chimenea y las del aparador y luego se acomodó junto al fuego.

—¡No sabes lo que tienes! —exclamó Zurlina desde el umbral—. No seas tonta, no lo desperdicies.

Anna Bella le dio la espalda en silencio. Había pasado más de un mes desde la última vez que vio a
michie
Vincent. Deseaba evocar algo especial de él, pero sólo recordaba que era guapo y que ella había decidido entregarse a él con el corazón puro.

Tardó en llegar. Había estado lloviendo durante horas y Zurlina se había ido. Cuando abrió la puerta, entró en la casa el aire frío y de pronto Anna Bella vio saltar su sombra del fuego. La única nota de color, salvo el suave tono rosado de sus labios, era el ramo de rosas que llevaba en una mano. Anna Bella había olvidado su presencia, su intensa mirada, sus ojos negros. Un sutil perfume se alzó en el aire cuando él se quitó la capa negra y la colocó con cuidado sobre una silla, Anna Bella tendió la mano para cogerla, pero él la detuvo.

—¿Quiere usted cenar, monsieur? —le susurró—. Hay quingombó y ostras y, bueno, cualquier cosa que usted…

—Nunca te había visto de seda —dijo él. Le tocó con suavidad los hombros y la movió como si fuera una estatua en el centro de la sala. No la había tocado desde aquel último día en el salón de la casa de huéspedes. Vincent había ido y venido sólo a visitar a madame Elsie en las habitaciones traseras. Sus mejillas blancas parecían de una suavidad infinita junto a la negrura de su bigote, y sus ojos profundos brillaban entre unas pestañas que parecían dibujadas. Anna Bella sintió por primera vez que le pertenecía, y en ese mismo momento él sonrió.

Ella retrocedió un paso y se echó a llorar.

—¡Tengo miedo, monsieur! —susurró, perdida toda la dignidad y la coquetería. Él debía de estar decepcionado. Anna Bella miró a través de la bruma de las lágrimas.

Pero Vincent aún sonreía.

—¿De mí, Anna Bella? ¿De mí? ¡Si eres tú la que me asusta! Ven aquí.

Era sólo una broma para hacerla reír. Vincent era todo seguridad y dulzura. La llevó directamente al dormitorio y hacia la cama. Anna Bella notaba sus ojos moviéndose sobre ella amorosos, hambrientos, sentía la urgencia en sus manos. Vincent estaba tras ella, con las manos sobre sus hombros desnudos, sobre sus brazos desnudos. La besó en el cuello y al cabo de un instante, respirando pesadamente, volvió a besarla.

—Dios mío —susurró. Anna Bella se vio sorprendida por un escalofrío, y sin saber por qué se sintió soñolienta y dejó caer la cabeza a un lado.

—Sea usted delicado, monsieur —susurró. Él le dio la vuelta y ella vio el fuego en sus mejillas, oyó su rápida y agitada respiración y de pronto comprendió lo mucho que Vincent la deseaba, lo mucho que deseaba todo aquello.

—Dulce, dulce, eres tan dulce… —resollaba él, besándola. Luego movió rápidamente las manos por su pelo, quitando las horquillas y cogiendo los rizos que se desmoronaban—. Quítatelo, por favor… No, aquí. —Se sentó al borde de la cama—. Déjame mirarte, no te haré daño. No, no apagues la vela, quiero verte. No sabes lo hermosa que eres.

Él tiró de las cuerdas de su corsé, dejó caer su ropa interior al suelo y la abrazó con fuerza por la cintura, haciéndole casi daño. Pasó los dedos por las marcas de las ballenas en su piel y luego la cogió para subirla a la cama. Anna Bella cerró los ojos mientras él se desnudaba y no los abrió basta que volvió a sentir sus besos en sus pechos desnudos. Él la acariciaba por todas partes, como si no pudiera terminar de verla, de sentirla, de saborearla. Y Anna Bella se vio inmersa en un arrobamiento que parecía ser efecto de sus repetidos susurros: «
Ma belle
Anna Bella,
ma pauvre petite
Anna Bella». Casi pasó una hora antes de que Vincent, incapaz de contenerse por más tiempo, se puso rígido de la cabeza a los pies y subió sobre ella con suavidad, con dulzura, con cuidado de no aplastarla con su peso, al tiempo que la abrazaba. Pero ella lo deseaba, y el dolor no fue nada, apenas lo sintió. Tenía la cabeza echada hacia atrás en una deliciosa parálisis. Él se había convertido en el motor de sus miembros. Anna Bella soltó una breve risa cuando todo terminó. El placer de Vincent había culminado y ahora yacía boca arriba junto a ella, con expresión satisfecha, cogiéndole la mano.

—¿He sido delicado? —sonrió.

—Sí, monsieur, mucho.

Anna Bella se estaba durmiendo cuando se dio cuenta de que él se vestía junto al fuego. Vincent se puso la bata que Zurlina le había preparado y se pasó un peine por sus largos cabellos.

El hecho de que fuera tan guapo parecía un regalo de los dioses.

—Duérmete,
mon bébé
—le dijo inclinándose sobre ella.

—¿Es usted feliz conmigo, monsieur? —Zurlina se habría puesto furiosa de haberla oído.

—Totalmente feliz. ¿Es que no lo notas?

Anna Bella estaba dormida cuando él volvió a la habitación. Pensó que debía levantarse y atenderle de inmediato, de modo que hizo un esfuerzo por salir de su sueño. Iba a caballo con el viejo capitán, deteniéndose en una plantación tras otra, y ella dormía en sus brazos, en espaciosos dormitorios. Una mujer negra con un pañuelo blanco le decía: «Déjame que te frote esos pies de niña. ¡Los tienes helados!».

—Ya voy —dijo. Se incorporó can de súbito que el cobertor se deslizó y tuvo que estrecharlo rápidamente contra su pecho. Vincent estaba sentado junto a ella y tenía algo en las manos, demasiado grande para serrín libro. En la oscuridad no se veía lo que era.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó.

Ella tendió la mano.

—Ah, me lo regaló Marie. Es mi amiga… —Se interrumpió—. Es para escribir cartas, se puede poner en una mesa o en el regazo, en la cama.

En ese momento se le ocurrió, sin mucho fundamento, que tal vez Vincent ignorase que ella sabía leer y escribir, y que podía desaprobarlo. ¿Qué pensaría cuando viera los libros que ella todavía tenía en su baúl, o su pequeño diario con un broche de oro?

—¿Marie? —preguntó él.

—Marie Ste. Marie. —Anna Bella tuvo miedo de pronto. Conocía la relación de Vincent con
michie
Philippe. Lo sabía todo: madame Elsie lo había investigado a fondo. Ahora se arrepentía de haber mencionado el nombre de Ste. Marie.

—Aaah —exclamó él al cabo de un rato. La besó y le dijo que se volviera a dormir.

Vincent se quedó un momento a la luz del fuego. Puso el secreter en el tocador de Anna Bella, no sin antes limpiarle una pequeña mancha bajo la cerradura que ya no tenía llave, y luego se marchó.

Esa misma mañana, mientras él dormía aferrado a las almohadas arrugadas, Anna Bella cogió el secreter y al inclinarlo hacia la ventana vio las letras del nombre de Aglae, casi borradas.

El nombre no significaba nada para ella. Era tal vez el de alguna dama que había poseído el secreter hacía tiempo. Tenía una fina pátina que podía haber sido realzada por esa persona llamada Aglae, Anna Bella se quedó pensando en ello y en la actitud de Vincent. Cuando él salid por fin, con la promesa de volver para cenar, ella se envolvió en su capa, ignorando las airadas protestas de Zurlina, y recorrió las largas y serpenteantes calles hasta llegar a casa de madame Elsie, que paseaba sola bajo la lluvia en el jardín trasero. Algunos helechos todavía crecían al socaire de la cisterna. Ella misma cogió el más bonito y, cuando llegó monsieur Vincent, la planta estaba en la ventana, en un tiesto de porcelana, con las hojas abiertas al calor de la casa.

—VI—

U
n mes después de la muerte de madame Elsie, Anna Bella supo que estaba embarazada, Entraba la primavera y el invierno se retiraba lentamente, ofreciendo todavía días fríos y húmedos. Monsieur Vincent nunca tardaba más de dos semanas en ir a verla. Atravesaba la verja con rápidos pasos y los brazos cargados de flores y licores dulces. Cuando murió madame Elsie compró a Zurlina, consiguió sacar la modesta pensión de Anna Bella de la maraña legal, y las cosas fueron cobrando un aire rutinario. Comía con apetito, se levantaba temprano y se quedaba hasta tarde estudiando junto al fuego. A veces leía en la cama, desnudo hasta la cintura, los periódicos que había ido a comprar expresamente a Nueva Orleans, o repasaba tratados sobre economía y sobre el cultivo del azúcar en otras tierras.

Tenía documentos de la oficina catastral que siempre guardaba bajo llave después de examinarlos, y se reunía con abogados en el hotel St. Louis. Siempre volvía con dulces para Anna Bella o con algún detalle que había visto en un escaparate e imaginaba que sería de su gusto. A veces ella se echaba a reír al ver los regalos. Eran tan extraños como lujosos en su inutilidad: estatuillas, una moneda extranjera en un diminuto pedestal de palisandro, encajes antiguos para que ella los copiara, tan frágiles que necesitaban un marco.

Mientras iba mejorando la temperatura y florecía el jardín, Anna Bella tenía la sensación de que lo conocía desde siempre y ni siquiera recordaba que labia sido un extraño que le daba miedo. A veces le parecía muy joven, un muchacho de veintidós años; pero en otras ocasiones era como un espectro en la puerta, con su reluciente pelo negro y aquellos ojos magnéticos, envuelto en su capa negra como si fuera la encarnación de la muerte.

En la cotidianidad del día a día, Vincent se había revestido de perfecciónamelos ojos de Anna Bella. Le encantaba verlo ocioso, con la camisa de lino abierta en el cuello, dejando asomar el pelo rizado del pecho, el mismo vello que tenía en las muñecas y con el que ella jugueteaba moviendo los dedos en él como si fueran pequeñas criaturas en una tierra salvaje de frondosa vegetación. Pero lo más perfecto era su rostro. Le encantaban sus pómulos altos, sus párpados lánguidos y sus ojos como cuentas de azabache.

Sólo con verlo inesperadamente en la puerta le temblaban las rodillas. En sus sueños solía tener escalofríos, y cuando abría los ojos en la cama sentía el anhelo en todo el cuerpo si no estaba él.

Vincent la besaba continuamente, como si nunca tuviera suficiente, no con pasión sino con la dulce ternura con que uno besaría a una niña pequeña. Y ella, que adoraba tocarle, se acercaba a él cuando estaba ocupado y le masajeaba los cansados músculos del cuello y los hombros e incluso a veces le pasaba con suavidad el cepillo por los poblados cabellos. Le gustaba retorcer sus rizos con el dedo, hasta que él tensaba los labios y mirando al techo le cogía la mano. Pero incluso entonces sonreía y le besaba los dedos. Era imposible imaginárselo enfadado, la mera idea la llenaba de temor.

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