Lo pensó y lo volvió a pensar mientras paseaba por la orilla del mar, pues era todavía demasiado temprano para ir al despacho. Y, de repente, se le ocurrió la explicación con toda claridad. Y comprendió por qué el director Burgio, al invitarlo, le había deletreado el nombre y el apellido de su primo. Era un gesto de delicadeza, quería advertirlo, no quería colocarlo en una situación incómoda, obligándolo a sentarse a la mesa con alguien como su primo. Sólo que él no había recordado en un primer momento quién era Rocco Pennisi. Un asesino, ni más ni menos.
* * *
Aún no había pasado ni media hora desde que se lo había pedido, cuando Catarella, glorioso y triunfante, depositó sobre su mesa una hoja impresa por ordenador.
—En tiempo real, ¿eh, Catarè?
—¿Real,
dottori?
¡Imperial!
La ficha resumía áridamente la trágica historia de Rocco Pennisi, licenciado en Ingeniería, condenado en firme a treinta años por homicidio, de los cuales había cumplido veinticinco mientras que los cinco restantes le habían sido perdonados por buena conducta. La excarcelación se había producido hacía apenas dos meses.
El comisario leyó dos veces la ficha y llegó a una conclusión muy concreta: el juicio se había basado exclusivamente en indicios y quizá por eso los jueces no lo habían condenado a cadena perpetua. Lo pensó un poco y después llamó a los Burgio.
—¿Señor director? Soy Montalbano.
—Ya lo había conocido por la voz. Ya sé por qué me llama.
—¿Ya se ha ido su primo?
—Sí. Yo tengo la culpa. Insistí tanto en que hablara con usted... No sé por qué no se atrevió. Y ha querido regresar a Roma.
—¿Qué hace en Roma? ¿Ha encontrado trabajo o...?
—Sí, en el estudio de su hijo Nicola, que también es ingeniero.
—Señor director, ¿qué pretendía que me dijera anoche su primo?
—Que le contara cómo ocurrieron los hechos que lo han mantenido injustamente encerrado en la cárcel durante veinticinco años y le han destrozado la vida.
Montalbano no se atrevió a replicar de inmediato. Al pronunciar la última frase, al director se le había quebrado la voz.
—He leído la ficha, señor director. Es cierto que no existían pruebas seguras, pero... ¿Usted lo considera inocente?
—No lo considero, tengo en mi fuero interno la absoluta certeza de que era inocente. Y esperaba tanto de este encuentro con usted... ¿Sabe una cosa? Rocco no tenía ningún asunto que resolver en Vigàta. Le dije una mentira. Yo mismo lo convencí de que viniera ex profeso.
Montalbano se irritó y se conmovió ante la ingenua confianza que el director depositaba en él.
—Si usted me quiere hablar de ello, aunque sea en ausencia de su primo...
—¡Dios mío, te doy gracias! —exclamó el director—. ¡Estaba deseando oírle decir esas palabras! Venga a casa cuando quiera, señor comisario.
—Le agradezco todo lo que pueda hacer por mi primo —dijo el director Burgio, haciendo pasar al comisario a su estudio—. Angelina se impresionó mucho por lo de anoche. ¡No pudo pegar ojo y hace poco que se ha ido a dormir! Le ruega que la disculpe.
—¡Faltaría más! —dijo Montalbano, y añadió—: Pero, antes de que empiece a hablar, quisiera señalar, señor director, que si estoy aquí no es para hacer algo en favor del ingeniero, sino por usted. ¿Aprecia mucho a su primo?
—Nos llevamos quince años de diferencia. Su padre, Michele, que se había casado con Caterina, la más joven de mis tías, era natural de Montelusa. Era propietario de una empresa aceitera que había heredado. Michele y mi tía sólo tuvieron un hijo, Rocco. Cuando tenía cinco o seis años, empezó a encariñarse conmigo. Muchas veces un niño o una niña eligen un padre por su cuenta. Nuestra relación siguió adelante incluso cuando Rocco creció, fue a la universidad y se licenció. La desgracia ocurrió precisamente el día de su licenciatura. Michele y Caterina regresaban de Palermo tras haber asistido a la discusión de la tesis cuando él perdió el control del vehículo. Probablemente, un mareo. Murieron los dos. Y, a partir de aquel momento, yo me convertí en una especie de padre a todos los efectos. Y Angelina, en su madre. Rocco encomendó la empresa de su padre a una persona de confianza y se asoció con un amigo suyo de Montelusa, Giacomo Alletto. Eran jóvenes y tenían mucho empuje. Y empezaron a obtener adjudicaciones de obras cada vez más importantes. El primero en casarse fue Giacomo. Se casó con Renata Dimora, una espléndida muchacha de Montelusa, que había sido compañera suya y de Rocco en la universidad, pero que después había dejado los estudios. Al año siguiente mi primo también se casó con una chica de Favara, Anna Zambito. Tuvieron un hijo, que es el que vive en Roma...
—Sí, ya me lo ha dicho...
—Señor comisario, ya sé que lo estoy aburriendo con toda esta historia que parece una de esas complicadas genealogías de la Biblia. Pero es que, si no le cuento la situación, acabará por no entender nada. Una noche Rocco me llamó desde Montelusa, quería verme a solas. Nos citamos en un café de las afueras. Y allí me dijo que desde hacía tiempo era el amante de Renata, la mujer de su socio. En su época de estudiantes en la universidad, ambos estaban enamorados de Renata. Ella había sido novia de Rocco durante unos cuantos meses y después lo había dejado por Giacomo. Después de la boda de Rocco, reanudó sus relaciones con él. Fue ella la que así lo quiso, según me confesó mi primo, como si no soportara la idea de que él tuviera otra mujer, su esposa. Y Rocco no supo resistirse. Yo le supliqué que rompiera con ella, pero comprendí que no había nada que hacer. Día a día se mostraba cada vez más nervioso e intratable.
—¿Aún amaba a su mujer?
—¡De eso precisamente se trataba! Me dijo que, tras la reanudación de sus relaciones con Renata, la amaba todavía más. Y adoraba al niño. En resumen, tenía lo que se dice un corazón de asno y otro de león. Por otra parte, Renata se encontraba en el mismo caso.
—¿Renata y su marido tenían hijos?
—Afortunadamente, no.
—Mire, señor director, Montelusa es en el fondo una pequeña población. ¿Cómo es posible que Alletto no descubriera la relación que había entre su mujer y su socio?
—Aunque parezca inexplicable, así es. No sospechaba nada. Y eso era también un motivo de angustia para Rocco.
—¿Me lo puede explicar mejor?
—Rocco es una persona leal. Su condición de doble traidor, a su familia y a la amistad, le resultaba insoportable. «Si Giacomo llegara a enterarse, me alegraría en cierto modo, al final le podría dar una explicación», me decía. «Pues entonces, ¿por qué no se lo dices?», le pregunté yo. «Renata no quiere», me contestó. Hasta que un día Giacomo recibió un anónimo. Muy detallado y exacto. No sólo facilitaba la dirección del pequeño apartamento en el que su mujer se reunía con su amante, sino que indicaba también el día y la hora de la siguiente cita. En resumen, una auténtica invitación a que fuera a sorprenderlos in fraganti. Y les pegara un tiro.
—¿Rocco le ha confesado alguna vez que fue él quien escribió el anónimo? —preguntó tranquilamente Montalbano.
El director abrió la boca en una mezcla de estupor y admiración.
—No —contestó cuando se recuperó de su asombro—. Pero, ahora que lo dice, comprendo que tuvo que ser eso. Sí, seguramente fue mi primo el que advirtió a Giacomo de la traición de su mujer y su amigo.
El director hizo una pausa y miró al suelo. Se le había ocurrido una idea.
—A lo mejor quería de verdad que Giacomo los sorprendiera, quería de verdad y deseaba con toda su alma que Giacomo lo matara.
—¿Qué hizo Giacomo entonces?
—Invitó a Rocco y a su mujer Anna a comer en un chalet que tenía aquí en Vigàta, a la orilla del mar, por la parte de Montereale. Estaban sólo ellos cuatro y Renata había preparado la comida. Después de comer, Giacomo sacó del bolsillo el anónimo y lo leyó en voz alta. Fue un momento tremendo, Rocco me lo contó. Sin decir ni una sola palabra, pero emitiendo una especie de lamento, Anna se levantó de la mesa y corrió hacia la playa. En ese instante, Rocco supo que ella sospechaba algo desde hacía mucho tiempo. Entonces Giacomo les preguntó a Renata y a Rocco qué debía hacer con aquella carta. Ni Renata ni Rocco abrieron la boca, fue peor que si lo hubieran confesado. Giacomo rompió la hoja y dijo: «Yo no he recibido esta carta; si recibiera otra, las cosas serían muy distintas». Pero todo se había estropeado. A los pocos días, Rocco abandonó a su familia y se marchó solo, y lo mismo hizo Renata, que regresó a casa de sus padres. Los negocios de Giacomo y Rocco empezaron a ir mal y ellos no se hablaban. Al final, decidieron disolver la sociedad y cada cual se fue por su lado. Al cabo de unos pocos meses, Renata, quizá porque amaba a su marido o quizá cediendo a las presiones de sus padres, regresó junto a Giacomo. Yo, personalmente, lancé un suspiro de alivio, confiando en que Rocco volviera a reunirse con su familia. Anna, a quien yo veía muy a menudo, no esperaba otra cosa. Pero un día Rocco me reveló que había reanudado sus relaciones con Renata. Sólo que ahora tomaban más precauciones. Puede creerme, señor comisario: fue como si me hubiera caído repentinamente una piedra desde el cielo. Una noche, lo supe durante el juicio, Renata y Giacomo se pelearon. A esas alturas era algo que ocurría muy a menudo. Resumiendo: Giacomo se fue a dormir al chalet de Montereale y Renata se fue a pasar la noche a casa de una amiga. A la mañana siguiente, Giacomo no acudió a su nuevo despacho, mientras que Renata regresó a casa, dispuesta a reconciliarse. Al recibir una llamada del despacho, donde esperaban a Giacomo, Renata contestó que su marido había dormido en el chalet. Llamaron, pero no obtuvieron respuesta. Entonces Renata fue hasta allí en compañía de un empleado. La puerta estaba abierta y era evidente que en el salón se había producido una pelea. Pero de Giacomo no había ni rastro. La policía y los carabineros lo buscaron por tierra y por mar, pero no lo encontraron. Algunos pensaron que se trataba de un caso de
lupara bianca
, asesinato con desaparición del cuerpo, pues en los últimos tiempos Giacomo había recibido amenazas e intimidaciones a propósito de una adjudicación de obras. Otros pensaron en un alejamiento voluntario a causa del empeoramiento de sus relaciones con su mujer. El jefe de la Brigada Móvil de Montelusa era, por el contrario, de otra teoría. Que el culpable de la desaparición de Giacomo era Rocco, loco de celos porque el marido había recuperado a su mujer.
—Por lógica, o lo que sea, Rocco hubiera tenido que matar a Renata. En cierto sentido, ella lo traicionaba ahora con su marido —comentó el comisario.
—Eso es lo que yo pensé —añadió el director—. En resumen, en tres meses de investigaciones, ni la policía ni los carabineros encontraron el menor rastro de Giacomo. Parecía que se había esfumado en el aire. Un día en el chalet hubo una fuga de agua. Renata, que iba allí de vez en cuando, llamó al fontanero. Y éste hizo un descubrimiento espantoso. Sobre el tejado había un depósito de uralita, usted ya sabe, comisario, que aquí el agua la cortan cuando quieren...
—No me hable... —dijo Montalbano, que muchas veces, totalmente enjabonado, soltaba maldiciones bajo la ducha cuando se quedaba sin agua.
—Bueno, pues el fontanero levantó la tapa y vio un cuerpo. El de Giacomo. Alguien lo había estrangulado y después lo había ocultado allí.
—¿Era fácil llegar al depósito?
—¡Qué va! Había una pequeña puerta que daba al tejado y desde allí, caminando sobre las tejas, se llegaba al depósito. Lo cual significaba que Giacomo no se había ido voluntariamente, y que tampoco era un caso de
lupara bianca
. El jefe de la Móvil aventuró una conjetura. A saber, que Rocco había ido a ver a Giacomo y que la discusión entre ambos había degenerado en otra cosa. Por consiguiente, Rocco había estrangulado a Giacomo y había ocultado el cadáver en el depósito. Interrogó a Rocco y éste no pudo facilitar ninguna coartada para aquella noche.
—¿Y eso?
—Había pasado toda la noche en casa. Yo puedo confirmarlo en parte. Lo llamé sobre las ocho para preguntarle si quería cenar con nosotros. Contestó que cenaría en casa porque después tenía un compromiso.
—¿Le dijo cuál?
—No, pero yo me lo imaginé.
—¿Qué imaginó?
—Que al cabo de un rato saldría para dirigirse al apartamento donde lo esperaba Renata. Pero, durante el juicio, él se limitó a decir que se había quedado en casa y no se había movido de allí. No tenía testigos; después de mi llamada, nadie más lo había telefoneado.
—Por consiguiente, aunque dijera la verdad, nadie la podía confirmar.
—Exactamente. La acusación se basó sobre todo en la ausencia de una coartada. Y móviles para Rocco había montones. Cuando lo detuvieron, casi todos sus amigos y conocidos estaban convencidos de su culpabilidad.
—Y Renata, ¿cómo reaccionó a la detención?
—Pues no sé qué decirle, de una manera contradictoria. A veces sostenía, siempre en privado, la inocencia de Rocco, y otras veces, en cambio, parecía dudar. La noche del crimen ella estaba en casa de una amiga que lo confirmó durante el juicio. La Fiscalía fue más allá de la hipótesis del jefe de la Brigada Móvil, que se inclinaba por un homicidio no premeditado, y acusó a Rocco de premeditación. Los jueces fueron muy duros.
—Eran tuertos, pobrecillos —dijo Montalbano.
El director lo miró, perplejo.
—¿Que los jueces eran tuertos? No entiendo, señor comisario.
—Señor director, en aquella época, los jueces sólo tenían un ojo, el que les permitía contemplar los delitos comunes, incluido el homicidio, con inflexibilidad. El otro ojo, el que hubiera tenido que ver la mafia, la corrupción de los políticos y otras cosas por el estilo, ése no, ése lo mantenían cerrado.
—Pero lo que más nos llamó la atención a todos durante el juicio, a mí incluido, fue la actitud de Rocco.
—¿Cuál fue?
—Completamente abúlica. Como si la cosa no fuera con él. A casi todo el mundo eso le pareció un reconocimiento indirecto de la culpa. Los abogados presentaron recurso. Entre el primer y el segundo juicio, que ratificó la condena, Renata se volvió a casar.
—¿Cómo? —saltó Montalbano.
—Pues sí, señor. Formalmente, no había nada en contra. En todo caso, era una cuestión de buen gusto, hubiera podido esperar por lo menos un año. Como ya le he dicho, Renata era muy guapa y había heredado una considerable fortuna de Giacomo. Muchos le echaron el ojo a la viuda. Pero ella prefirió casarse con Antonio Lojacono.