—Me gusta ver dónde trabaja la gente —dijo ella mirando en derredor mientras él le acercaba una silla. Cuando estuvo sentada, él le preguntó si quería un café y, ante su negativa, giró de cara a la mujer la silla que estaba al lado de la de ella y se sentó.
Después de contemplar la habitación, su visitante se volvió hacia la ventana, y Brunetti aprovechó la ocasión para observarla. Vestía con sencillez, suéter beige y falda oscura hasta media pantorrilla. Suaves zapatos desgastados. Bolso de piel, que sostenía en el regazo. La única joya, el anillo de casada. Él vio que con el calor había disminuido el flujo de sangre que le teñía las mejillas.
—¿A eso ha venido? —preguntó Brunetti al fin—. ¿A ver dónde trabajo?
—No, en absoluto —respondió ella, inclinándose hacia un lado para dejar el bolso en el suelo. Cuando levantó la mirada, a él le pareció detectar cierta tensión en su cara, pero enseguida rechazó la idea: sus emociones sólo se reflejaban en la voz, profunda, expresiva y muy grata al oído.
Brunetti cruzó las piernas y esbozó una media sonrisa de interés, manteniéndose a la expectativa, actitud con la que había hecho hablar a maestros de la evasiva y con la que la haría hablar a ella.
—En realidad, he venido a hablarle de mi marido —dijo la mujer—. De sus negocios —Brunetti asintió en silencio—. Anoche, durante la cena, me dijo que alguien ha entrado en los archivos de varias de sus empresas.
—¿Se refiere a un allanamiento? —preguntó Brunetti, a sabiendas de que no era así.
Ella movió los labios y suavizó la voz.
—No, no, nada de eso. No me he expresado con claridad. Me dijo que uno de sus informáticos…, ya sé que tienen título pero no sabría decirle cuál, le había dicho que tenía pruebas de que alguien había entrado en sus ordenadores.
—¿Y había robado algo? —preguntó Brunetti. Y añadió, con total sinceridad—: Debo confesarle que no soy la persona más indicada para estos asuntos. No poseo grandes conocimientos de lo que la gente puede hacer con los ordenadores —sonrió, para mostrar su buena fe.
—Pero conoce las leyes, ¿no?
—¿Sobre estas cuestiones? —preguntó Brunetti y, al ver que ella asentía, tuvo que añadir—: Me temo que no. Debería preguntar a un magistrado, o a un abogado —entonces, como si acabara de ocurrírsele la idea, dijo—: Sin duda su esposo tendrá un abogado al que consultar.
Ella se miró las manos, que mantenía juntas en el regazo, y dijo:
—Lo tiene, pero me dijo que no quiere preguntarle a él. Es más, después de hablarme de eso, dijo que no quiere hacer nada al respecto —levantó la cabeza y miró a Brunetti.
—No sé si he entendido bien —dijo el comisario mirándola a los ojos.
—El que le habló del caso, el técnico informático, le dijo que esa persona se había limitado a abrir algunos de los archivos de sus cuentas bancarias y carpetas de valores, como si tratara de averiguar cuánto posee y cuál es su valor —volvió a mirarse las manos y, al seguir la dirección de su mirada, Brunetti vio que eran manos de mujer joven—. El hombre dijo que podía tratarse de una investigación de la Guardia di Finanza.
—¿Puedo preguntarle entonces por qué ha venido? —inquirió el comisario con sincera curiosidad.
La mujer tenía labios gruesos y rojos, y él vio que se frotaba el inferior con los dientes de arriba, como si lo masticara ligeramente. La joven mano apartó un pálido mechón que le rozaba la mejilla, y él se preguntó si su piel tenía la sensibilidad normal o ella lo había notado porque le había caído sobre el ojo.
Después de un lapso de tiempo —y Brunetti tuvo la impresión de que la mujer buscaba las palabras para explicarse la idea incluso a sí misma—, ella dijo:
—Me preocupa que él no quiera hacer nada —sin dar a Brunetti tiempo de preguntar, añadió—: Eso es ilegal. Es decir, supongo. Es una intrusión, una invasión. Mi marido dijo que el informático se ocuparía de ello, pero sé que no piensa hacer nada.
—Aún no estoy seguro de entender por qué ha venido a hablar conmigo —dijo Brunetti—. No puedo hacer nada, a menos que su esposo formule una denuncia. Y entonces un magistrado tendría que examinar los hechos y las pruebas para determinar si existe delito, de qué clase y en qué grado —se inclinó hacia adelante y, añadió, como hablando a una amiga—: Y me temo que todo eso requeriría tiempo.
—No, no —dijo ella—. Yo no quiero eso. Si mi marido no desea tomar medidas, está en su derecho. Lo que me preocupa es por qué no quiere —lo miró fijamente al decir—: Y he pensado en preguntárselo a usted —no dijo más.
—Si ha sido la Guardia di Finanza —empezó Brunetti al cabo de un momento, sin ver motivo para no hablar sinceramente, por lo menos acerca de esto—, será por cuestión de impuestos, otro de los campos en los que no tengo competencias —ella asintió y él continuó—: Sólo su esposo y sus contables pueden responder.
—Sí, ya lo sé —admitió ella rápidamente—. No creo que haya de qué preocuparse.
Eso, pensó Brunetti, podía significar muchas cosas. O bien que el marido no defraudaba, lo que parecía dudoso, o que sus contables eran especialistas en enmascarar el fraude, que parecía lo más seguro. A no ser que Cataldo, con su fortuna y posición, conociera a alguien de la Guardia di Finanza que pudiera hacer desaparecer cualquier irregularidad.
—¿Se le ocurre alguna otra posibilidad? —preguntó.
—Podría ser cualquier cosa —dijo ella con una seriedad que a Brunetti le pareció inquietante.
—¿Como, por ejemplo? —preguntó.
Ella rechazó la pregunta con un ademán, luego volvió a juntar las manos, entrelazó los dedos y dijo mirándolo de frente:
—Mi marido es un hombre honrado, comisario —esperó un comentario y, como no llegaba, repitió—: Honrado —volvió a dar a Brunetti ocasión de responder, que él no aprovechó—. Ya sé que eso no parece lo más probable en un hombre tan próspero —con repentina vehemencia, como si Brunetti hubiera manifestado sus reservas en voz alta, ella prosiguió—: No me refiero a sus negocios. No sé mucho de ellos, ni deseo saber. Eso es asunto de su hijo, y no deseo inmiscuirme.
No puedo hablar de lo que hace en sus empresas. Pero lo conozco como hombre y sé que es honrado.
Mientras escuchaba, Brunetti hacía la lista de los hombres que a él le constaba que eran honrados y que habían sido empujados al fraude por las varias depredaciones del Estado. En un país en el que la quiebra fraudulenta ya no se consideraba delito grave, no hacía falta mucho para que a cualquiera se le tuviera por hombre honrado.
—… en Roma se le consideraría una persona honorable —concluyó ella, y Brunetti no tuvo dificultad en imaginar las frases que su divagación le había impedido escuchar.
—
Signora
—empezó, decidiendo tratar de establecer un tono más formal—, aún no estoy seguro de poder serle de ayuda en esto —sonrió, para demostrar su buena voluntad y añadió—: Me sería muy útil que me dijera, concretamente, qué es lo que teme.
Con un movimiento que a él le pareció totalmente maquinal, ella empezó a frotarse la frente con la mano derecha. Entonces se volvió hacia la ventana y Brunetti pudo observar, no sin cierto malestar, cómo se le blanqueaba la piel bajo las yemas de los dedos. Entonces ella lo sorprendió levantándose de pronto y yendo a la ventana y lo sorprendió de nuevo al preguntar, sin volverse a mirarlo:
—¿No es San Lorenzo eso de ahí delante?
—Sí.
Ella siguió mirando a la iglesia en eterna espera de restauración que se levantaba al otro lado del canal. Finalmente, dijo:
—Murió asado sobre una parrilla, ¿verdad? Querían hacerle abjurar de su fe.
—Eso cuenta la historia —respondió Brunetti.
Ella se volvió y regresó hacia él diciendo:
—Cómo sufrían aquellos cristianos. Realmente, adoraban el sufrimiento, nunca tenían bastante —se sentó y miró al comisario—. Creo que una de las razones por las que admiro a los romanos es que a ellos no les gustaba sufrir. No parece que les importara morir, lo hacían con nobleza. Pero no gozaban con el sufrimiento —por lo menos, el que ellos tuvieran que padecer— como gozaban los cristianos.
—¿Es que ya ha terminado con Cicerón y pasado a la Era Cristiana? —preguntó él con ironía, tratando de animarla.
—No —respondió ella—; los cristianos no me interesan. Como le decía, les gusta demasiado sufrir —calló, lo miró largamente y dijo—: Ahora leo los
Fastos
de Ovidio. No lo había leído, aún no había sentido la necesidad —entonces, con énfasis, como si le arrancaran las palabras y como si pensara que Brunetti desearía correr a casa para empezar la lectura, añadió—: Libro Segundo. Todo está ahí.
Brunetti sonrió y dijo:
—Hace tanto tiempo, que ni siquiera recuerdo haberlo leído. Tendrá que perdonarme —no se le ocurrió mejor manera de expresarlo.
—No hay nada que perdonar, comisario, por no haberlo leído —dijo ella, mientras sus labios hacían un amago de sonrisa. Entonces volvió a cambiarle la voz y su cara recuperó la inmovilidad—. Tampoco hay nada que perdonar en el texto —otra vez aquella mirada larga—. Quizá quiera leerlo un día —entonces, sin transición, como si no se hubiera producido la incursión en la cultura romana o hubiera advertido la impaciencia del comisario, dijo—: Lo que temo es un secuestro —asintió varias veces, reafirmándose—. Ya sé que es una tontería y sé que en Venecia no pasan estas cosas, pero es la única explicación que se me ocurre. Eso puede haberlo hecho alguien que quería saber cuánto puede pagar Maurizio.
—¿Si la secuestran a usted?
La sorpresa de la mujer fue sincera.
—¿Quién iba a querer secuestrarme a mí? —como si oyera sus propias palabras, añadió rápidamente—: Yo pensaba en Matteo, su hijo. Es el heredero —entonces, encogiéndose de hombros con un gesto que a Brunetti le pareció de modestia, añadió—: También está su ex esposa. Es muy rica y tiene una finca en el campo, cerca de Treviso.
—Me parece que ha pensado mucho en esto,
signora
—dijo Brunetti con ligereza.
—Naturalmente. Pero no sé qué pensar. Yo no entiendo de estas cosas, por eso he venido a verle, comisario.
—¿Porque son mi especialidad? —preguntó él sonriendo.
Su tono tuvo el efecto de disipar la tensión que ella iba acumulando y hacer que se relajara visiblemente:
—Podríamos decirlo así —respondió ella con una risa breve—. Supongo que necesitaba que una persona de confianza me dijera que no tengo por qué preocuparme.
Era una súplica: Brunetti no habría podido desoírla ni aun proponiéndoselo. Afortunadamente, tenía una respuesta que darle:
—
Signora,
como ya le he dicho, no soy perito en la materia e ignoro la forma en que opera la Guardia di Finanza. Pero creo que, en este caso, la respuesta a la pregunta de quién ha intentado entrar en los archivos es la más obvia, y que puede ser la Finanza. —Incapaz de mentir directamente, Brunetti no pudo sino tratar de decirse a sí mismo que
podría
ser la Finanza.
—¿La Finanza? —preguntó ella en el tono de voz del paciente que recibe el diagnóstico menos malo.
—Eso creo. Sí. No sé nada de las transacciones de su esposo, pero estoy seguro de que estarán protegidas contra toda intromisión salvo la del más consumado especialista.
Ella movió la cabeza negativamente y se encogió de hombros en señal de ignorancia. Brunetti prosiguió, eligiendo cuidadosamente las palabras:
—Sé por experiencia que los secuestradores no son personas sofisticadas sino que suelen actuar impulsivamente —observó que ella seguía sus palabras con suma atención—. Las únicas personas que podrían hacer algo semejante deberían poseer la técnica que les permitiera superar las barreras de protección instaladas en las empresas de su esposo —sonrió y se permitió un ligero resoplido irónico—. Confieso que es la primera vez en toda mi carrera que me complace decir a alguien que ha sido objeto de investigación de la Finanza.
—Y la primera vez en la historia de este país en la que alguien se alegra de oírlo —concluyó ella, y ahora rió. En su cara reaparecieron las manchas rojas que Brunetti había visto a su llegada, provocadas por el frío, y comprendió que ahora se había ruborizado.
La
signora
Marinello se puso en pie rápidamente, se inclinó a recoger el bolso y tendió la mano.
—No sé cómo darle las gracias, comisario —dijo reteniendo la mano de él en la suya mientras hablaba.
—Su esposo es un hombre afortunado —dijo Brunetti.
—¿Por qué? —preguntó ella, y Brunetti la creyó sincera.
—Por tener a alguien que se preocupa tanto por él.
La mayoría de las mujeres habrían recibido el cumplido con una sonrisa o con un gesto de falsa modestia. Ella, por el contrario, se retrajo y le lanzó una mirada de una intensidad casi feroz.
—Él es mi única preocupación, comisario —volvió a darle las gracias, esperó a que él sacara sus cosas del
armadio
y salió del despacho sin esperar a que Brunetti le abriera la puerta.
Brunetti ocupó su sitio habitual detrás de la mesa, resistiéndose a la tentación de llamar a la
signorina
Elettra para preguntarle si su incursión en los ordenadores de las empresas del
signor
Cataldo podía haber sido detectada. Tendría que explicar la razón de su curiosidad, y prefería no hacerlo. No había mentido: era mucho más probable una indagación de la Finanza que el intento de un hipotético secuestrador de obtener información acerca de la fortuna de Cataldo. Ahora bien, era mucho menos probable la incursión de la Finanza que la que él había pedido que practicara la
signorina
Elettra, pero no le parecía que esta información hubiera tranquilizado a la
signora
Marinello. Tenía que encontrar la manera de advertir a la
signorina
Elettra de que su hábil mano había vacilado mientras se hallaba dentro de los sistemas informáticos de Cataldo.
Si bien era comprensible que una mujer se preocupara al enterarse de que alguien husmeaba en los negocios de su marido, a Brunetti le parecía que su reacción era exagerada. Su conversación durante aquella cena era la de una mujer inteligente y equilibrada; su respuesta a la incursión en los datos informáticos de su marido revelaba a una persona totalmente diferente.
Al fin, Brunetti decidió que estaba dedicando mucho tiempo y energía a algo que no tenía relación con ninguno de sus casos en curso. Para despejar la mente antes de volver al trabajo, lo mejor sería salir a tomar un café o, quizá,
un'ombra.