La otra cara de la verdad (20 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La otra cara de la verdad
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—Que si me la ha dado —repuso Brunetti. Después de reflexionar un momento, preguntó—: ¿Qué más sabes?

—Nada. La gente no suele hablarme de esas cosas.

Brunetti, sintiéndose de pronto reacio a prolongar la conversación sobre Franca Marinello, preguntó bruscamente:

—¿De qué querías hablarme?

El
conte
tuvo un gesto de decepción, o, acaso de agravio, y Brunetti le vio preparar la respuesta.

—No había un motivo especial, Guido —dijo al fin—. Sencillamente, me gusta charlar contigo. Y, entre unas cosas y otras, tenemos pocas ocasiones —se sacudio una mota de la manga, miró a Brunetti y dijo—: Confío en que no te moleste.

Brunetti se inclinó y puso la mano en el antebrazo del
conte.

—Encantado, Orazio —dijo, incapaz de expresar cómo lo habían conmovido las palabras de su suegro. Y fijó otra vez la atención en el retrato de la mujer—. Probablemente, Paola diría que es el retrato de una mujer, no de una dama.

El
conte
rió:

—No; desde luego, no es aceptable —se levantó y fue hacia el retrato del joven mientras decía—: Pero este otro sí me gustaría tenerlo —salió a la sala exterior a hablar con el galerista, dejando a Brunetti contemplando los dos cuadros, las dos caras, los dos conceptos de la belleza.

* * *

Cuando llegaron al Palazzo Falier —Brunetti, con el cuadro, bien envuelto, bajo el brazo— y hubieron decidido dónde había que colgarlo, ya eran más de las nueve.

Brunetti se llevó una decepción al saber que la
contessa
había salido. Durante los últimos años, había llegado a apreciar su integridad y su buen juicio, y estaba casi decidido a pedir que le hablara de Franca Marinello. Pero no pudo hacer más que despedirse de un
conte
insólitamente callado, reconfortado por la conversación y contento de que su suegro hallara placer en algo tan simple como la compra de un cuadro.

Caminaba lentamente, molesto por la humedad y por el frío que desde la mañana había ido en aumento. Al pie del puente en el que había visto a Franca Marinello y a su marido por primera vez, se detuvo y se apoyó en el pretil, sorprendido de lo mucho que había averiguado en, ¿cuánto tiempo?, menos de una semana.

De pronto, Brunetti recordó la expresión que observó en el
conte
cuando le preguntó por qué quería hablar con él, dando a entender que sólo podía moverle el interés. En un primer momento, Brunetti temió que la pregunta pudiera haber ofendido a su suegro, sin darse cuenta de que su gesto había sido de dolor. Era el dolor del anciano que teme el rechazo de su familia, la expresión que había visto en las caras de la gente mayor que temían haber dejado de ser amados, o no haberlo sido nunca. Le vino a la memoria la imagen de aquel lúgubre campo de Marghera.


Sta bene, signore?
—preguntó un joven parándose a su lado.

Brunetti lo miró, trató de sonreír y asintió.

—Sí, gracias. Es sólo que me he acordado de algo.

El muchacho llevaba una parka de esquí de color rojo, y el ribete de piel de la capucha le enmarcaba la cara, una cara que, de pronto, empezó a desdibujarse a los ojos de Brunetti, quien se preguntó si te ocurría esto cuando ibas a desmayarte. Se volvió a mirar el agua, buscando la orilla opuesta del Gran Canal, donde vio la misma neblina. Puso la otra mano en el pretil. Parpadeó, tratando de aclarar la vista, volvió a parpadear.

—Nieva —dijo volviéndose hacia el chico con una sonrisa.

El chico lo miró largamente y se alejó por el puente hacia la universidad.

En lo alto del puente, Brunetti vio que la nieve empezaba a cuajar, preservada por el pavimento más frío. Manteniendo la mano en el pretil, Brunetti bajó cautelosamente por el otro lado. El suelo estaba mojado y la nieve no era todavía tan abundante como para hacerlo resbaladizo. Recordó los libros que leía de niño, de exploradores del Ártico que marchaban hacia la muerte caminando pesadamente por la inmensidad nevada. Recordó las descripciones de cómo avanzaban contra el viento con la cabeza inclinada, sin pensar más que en poner un pie delante del otro, con denuedo, para seguir andando. Así pisaba Brunetti, con el único afán de encontrar un lugar abrigado donde pararse a descansar, aunque sólo fuera un rato, interrumpir la brega por alcanzar una meta cada vez más lejana.

El espíritu del capitán Scott lo llevó por la escalera arriba hasta el apartamento. Tan identificado se sentía con el explorador que poco faltó para que se agachara a quitarse las botas de piel de foca, y arrojara al suelo la parka forrada de piel. Lo que hizo fue quitarse los zapatos y colgar el abrigo de uno de los ganchos que estaban al lado de la puerta.

Comprobó que aún le quedaban fuerzas para entrar en la cocina, abrir un armario y destapar la
grappa.
Se sirvió una generosa dosis y la llevó a la sala, donde le aguardaba la oscuridad. Encendió la luz, pero ésta le impedía ver la nieve que batía los cristales del balcón de la terraza, y apagó.

Se sentó en el sofá, ahuecó dos cojines, se tumbó, tomó un sorbo de
grappa
y después otro. Contempló la nevada, pensando en la expresión de cansancio que tenía Guarino cuando dijo aquello de que todos trabajaban para Patta.

En momentos de apuro, su difunta madre solía acudir a los santos de su devoción: san Gennaro, protector de los huérfanos; san Mauro, que velaba por los tullidos, ayudado por san Egidio; y santa Rosalía, a la que solía pedirse protección contra la peste, y a la que la madre rezaba en tiempos de sarampiones, paperas y gripes.

Echado en el sofá, bebiendo
grappa
a sorbitos y esperando a Paola, Brunetti pensaba en santa Rita de Casia, que protegía de la soledad.

—Santa Rita,
aiutateci
—murmuró. Pero, ¿a quién pedía a la santa que ayudara? Dejó el vasito vacío en la mesa y cerró los ojos.

Capítulo 18

Oyó una voz y, durante un momento, pensó que era su madre que estaba rezando. Se quedó quieto, contento de poder escucharla, aunque sabía que ella se había ido y que nunca más la vería ni la oiría. Pero se aferraba a la ilusión, consciente de que le haría bien.

Siguió sonando la voz un momento y entonces sintió un beso en la frente, donde solía besarle su madre al acostarlo. Pero el olor era distinto.


¿Grappa
antes de la cena? —preguntó ella—. ¿Es que vas a empezar a pegarnos, y acabar en el arroyo?

—¿No tenías una cena? —repuso él.

—Me he excusado en el último minuto. No soportaba la idea. He ido con ellos hasta el restaurante y allí les he dicho que no me sentía bien, lo cual era verdad, y he venido a casa.

Invadió a Brunetti una cálida sensación de bienestar provocada por la sola presencia física de su mujer. Notó el peso de su cuerpo en el borde del sofá. Abrió los ojos y dijo:

—Me parece que tu padre se siente solo y tiene miedo a la vejez.

Con voz serena, ella dijo:

—A su edad, es natural.

—Pues no debería —protestó Brunetti.

Ella se echó a reír.

—Las emociones no responden a lo que «debería» o «no debería» ser, Guido. Así lo demuestran a diario los asesinatos por impulso que se cometen en el mundo —al ver la reacción de él, dijo—: Perdona, debí buscar mejor ejemplo. ¿Los matrimonios por impulso?

—Pero ¿a ti también te lo parece? —preguntó Brunetti—. Lo conoces mejor que yo, deberías saber lo que piensa. O lo que siente.

—¿De verdad lo crees así? —preguntó ella. Se deslizó hasta el extremo del sofá, le dio una palmada en los pies y los oprimió con la cadera.

—Claro que sí. Eres su hija.

—¿Crees que Chiara te comprende a ti mejor que nadie? —replicó ella.

—Es distinto. Chiara aún es una adolescente.

—¿Entonces la edad marca la diferencia?

—Deja ya de dártelas de Sócrates —espetó él, y preguntó—: ¿No crees que es verdad?

—¿Que se siente viejo y solo?

Paola le puso una mano en el tobillo, desprendió una pequeña costra de barro de la vuelta del pantalón y dejó pasar un rato antes de decir:

—Sí, creo que sí —le frotó la pierna—. Pero, por si te sirve de consuelo, te diré que, desde que tengo uso de razón, me ha parecido que se sentía solo.

—¿Por qué?

—Porque es inteligente y culto, y en su trabajo pasa la mayor parte del tiempo en compañía de personas que no lo son. No —dijo dándole dos palmaditas en la pierna para atajar sus protestas—; antes de que me contradigas, reconozco que muchas de esas personas son inteligentes, pero no como lo es él. Mi padre piensa en abstracto, y esa gente se guía sólo por el criterio de pérdidas y ganancias.

—¿Y él no? —preguntó Brunetti, con una voz limpia de escepticismo.

—Por supuesto que quiere hacer dinero. Ya te lo he dicho, es cosa de familia. Pero siempre le ha resultado demasiado fácil. Lo que él quiere realmente es llegar al fondo de las cosas, ver el cuadro completo y comprenderlo.

—¿Un filósofo frustrado?

Ella le lanzó una mirada agria.

—No seas mezquino, Guido. Ya sé que no me explico bien. Me parece que lo que le aflige, ahora que ya no puede negar que es viejo, es que cree que su vida ha sido un fracaso.

—Pero… —Brunetti no sabía por dónde empezar su lista de objeciones: un matrimonio feliz, una hija maravillosa, dos nietos muy presentables, riqueza, éxito en los negocios, posición social. Movió los dedos de los pies, para llamar la atención de Paola—: Sinceramente, no lo entiendo.

—Respeto. Él quiere el respeto de la gente. Creo que eso es todo.

—La gente lo respeta.

—Tú no —dijo Paola con tanta vehemencia que, de pronto, Brunetti sospechó que su mujer había esperado años, quizá décadas, para decirle esto.

Él retiró los pies de debajo de ella y se incorporó.

—Hoy me he dado cuenta de que le quiero —dijo.

—No es lo mismo —repuso ella secamente.

Algo saltó dentro de Brunetti. Aquel día había visto el cadáver de un hombre más joven que él, muerto de un balazo en la cabeza. Y sospechaba que el asesinato estaba siendo, o iba a ser, tapado por hombres como el padre de ella: ricos, poderosos y bien relacionados con los políticos. ¿Y él debía tenerle respeto, además?

Brunetti dijo con frialdad:

—Tu padre me ha dicho hoy que piensa invertir en China. No le he preguntado qué clase de inversión sería, pero durante la conversación ha mencionado, de pasada, que cree que los chinos envían residuos tóxicos al Tíbet y que para eso han construido el ferrocarril.

Él calló y esperó hasta que, finalmente, Paola preguntó:

—¿Y tu argumento es?

—Que él va a invertir allí y que nada de eso parece preocuparle ni lo más mínimo.

Ella se volvió a mirarlo como si la asombrara encontrar a este desconocido sentado a su lado.

—¿Quién lo emplea a usted, comisario Brunetti?

—La Polizia di Stato.

—¿Y a ellos quién?

—El Ministerio del Interior.

—¿Y
a ellos?

—¿Vamos a seguir la cadena alimentaria hasta llegar al jefe del Gobierno?

—Me parece que ya hemos llegado.

Ninguno de los dos habló durante un rato: el silencio iba condensándose hacia la recriminación. Paola dio un paso más en esta dirección al decir:

—¿Y, trabajando para
este
gobierno, te atreves a criticar a mi padre por invertir en China?

Brunetti fue a hablar, pero en aquel momento Chiara y Raffi irrumpieron en el apartamento. El ruido y los pateos hicieron levantar a Paola y salir al corredor, donde los chicos se sacudían la nieve de los zapatos y de los abrigos.

—¿Qué tal el festival de cine de terror? —preguntó Paola.


Te-rri-ble
—dijo Chiara—. Han empezado con
Godzilla,
que tiene unos cien años y los efectos especiales más espantosos que has visto en tu vida.

Raffi interrumpió a su hermana para preguntar:

—¿Nos hemos perdido la cena?

—No —dijo Paola con patente alivio—. Ahora mismo iba a preparar algo. ¿Media hora? —preguntó.

Ellos asintieron, patearon un poco más, recordaron que debían dejar los zapatos fuera y se fueron cada uno a su cuarto. Paola entró en la cocina.

Por pura casualidad, aquella noche Paola preparó de primero
insalata di polipi,
pero Brunetti no pudo menos que ver los hábitos huidizos y defensivos de estas tímidas criaturas marinas reflejados en la cautela con que sus hijos trataban a su silenciosa madre, una vez se sentaron a la mesa y leyeron la expresión de su cara. Si el pulpo extiende un tentáculo para tocar y examinar lo que ve, a fin de averiguar su posible peligrosidad, los chicos, criaturas verbales, utilizaban el lenguaje para tantear el peligro. Y Brunetti tuvo que escuchar el falso entusiasmo con que ambos se ofrecían a fregar los cacharros y la docilidad de sus respuestas a las formularias preguntas de Paola sobre la escuela.

Después de su discusión de antes de la cena, Paola se mostraba tranquila, limitándose a preguntar quién quería más lasaña de la que había estado esperando a Brunetti en el horno. Él observó que la cautela de los chicos abarcaba sus modales en la mesa: había que preguntar dos veces antes de que aceptaran una segunda ración, y Chiara se abstenía de apartar los guisantes a un lado del plato, hábito que irritaba a su madre. Afortunadamente, las manzanas asadas con crema levantaron el ánimo de todos y cuando Brunetti empezó a tomar su café ya se había restablecido una cierta calma.

Renunciando a la
grappa,
Brunetti fue al dormitorio en busca de su ejemplar de los casos judiciales de Cicerón, obra que su conversación con Franca Marinello le había impulsado a releer. Buscó, y encontró, el tomo de las obras menores de Ovidio, que no había abierto en décadas: cuando terminara el Cicerón, podría pasar a la otra obra que ella había recomendado.

Cuando volvió a la sala, Paola estaba sentándose en su butaca favorita. Él se paró a su lado lo justo para ladear el libro que ella tenía en el regazo, aún sin abrir, a fin de leer el título de la tapa:

—¿Así que sigues fiel al Maestro? —preguntó.

—Nunca abandonaré al señor James —prometió ella, y abrió el libro. Brunetti respiró. Afortunadamente, eran una familia en la que no tenía cabida el rencor, y no parecía que fueran a reanudarse las hostilidades.

Brunetti primero se sentó y luego se tumbó en el sofá. Después de pasar un rato enfrascado en la defensa de Sexto Rucio, dejó caer el libro sobre el estómago y doblando el cuello para mirar a Paola dijo:

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