—Parece muy seguro.
—Lo estoy.
—¿Por qué?
—Porque alguien habrá pagado para que le dejen tener eso ahí y, si no se lo lleva pronto, habrá problemas.
—¿Y ustedes esperan?
—Esperamos —respondió Ribasso—. Además, hemos tenido suerte. Han asignado el caso del asesinato de Guarino a una jueza nueva que parece una persona decente.
Brunetti no respondió, optando por dejarlo con su optimismo.
Ribasso preguntó entonces:
—¿Qué le ha pasado a su hombre? Me han dicho que han tenido que ayudarle a subir al coche.
Se ha caído y ha puesto la mano en el lodo.
Al oír aspirar bruscamente a Ribasso, Brunetti dijo:
—Se pondrá bien. Lo ha visto el médico.
—¿Ahora están en el hospital?
—Sí.
—¿Me tendrá al corriente de su estado?
—Desde luego —dijo Brunetti, y preguntó—: ¿Es muy malo lo que hay allí?
—En ese lodo hay sustancias químicas de todas clases —hizo una pausa y añadió—: Y sangre.
Brunetti dejó pasar un período aún más largo antes de preguntar:
—¿La de Guarino?
—Sí. Y el lodo concuerda con el que tenía en la ropa y los zapatos.
—¿Por qué no me lo dijo? —preguntó Brunetti. Ribasso no contestó—. ¿Han encontrado la bala?
—Sí. En el lodo.
—Ya —Brunetti oyó abrirse una puerta a su espalda y vio asomar la cabeza de Vianello—. Tengo que irme.
—Cuiden de su hombre —dijo Ribasso.
—¿Qué hay, Lorenzo? —preguntó Brunetti cerrando el
telefonino.
—La comisaria Griffoni. Como no ha conseguido contactar contigo, me ha llamado a mí.
—¿Qué quiere?
—No lo ha dicho —respondió el
ispettore,
entregando el móvil a Brunetti.
—¿Sí? —dijo Brunetti.
—Nos han llamado. Vasco quería hablar con usted, pero su móvil estaba apagado y después comunicaba. Entonces me ha llamado a mí.
—¿Qué ha dicho?
—Que el hombre al que usted busca está allí.
—Un momento —dijo Brunetti. Entró en el box en el que estaba Vianello, apoyado en la pared. El médico no disimuló su disgusto por la llegada de Brunetti—. Era Vasco. Él está allí.
—¿En el Casino?
—Sí.
En lugar de responder, Vianello miró a Pucetti, que estaba sentado en el borde de la mesa de reconocimiento, con el torso desnudo y los ojos turbios, sosteniéndose la mano vendada con la sana. Sonrió a Brunetti.
—Ya no duele, comisario.
—Bien —dijo Brunetti con una sonrisa de ánimo y, mirando a Vianello—. ¿Qué dices? —levantó el móvil, para que el
ispettore
viera que la llamada seguía activa.
Vio que Vianello reflexionaba y decidía:
—Tendría que acompañarte ella —dijo refiriéndose a la comisaria—. Llamarás menos la atención. Yo estaré con él.
Brunetti se acercó el móvil al oído y dijo:
—Estoy en el hospital de Mestre, pero salgo ahora mismo. Estaré en el Casino dentro de… —se interrumpió para calcular el tiempo y dijo—: Media hora. ¿Podrá venir?
—Sí.
—Pero no de uniforme.
—Por supuesto.
—Y mande una lancha a recogerme a Piazzale Roma. Estaré allí dentro de veinte minutos.
—De acuerdo —dijo ella, y cortó.
* * *
Brunetti nunca llegó a comprender de qué medios se había valido aquella mujer, pero, veinte minutos después, cuando él llegó a Piazzale Roma en el coche, Claudia Griffoni estaba en la cubierta de un taxi que esperaba al comisario en el embarcadero de la policía. Aunque hubiera vestido el uniforme, éste habría quedado oculto bajo el abrigo de visón que rozaba el borde de unos zapatos de piel de cocodrilo de afilada punta, con unos tacones tan altos que la elevaban hasta la estatura de Brunetti.
El taxi arrancó en cuanto él estuvo a bordo, acelerando Gran Canal arriba, en dirección al Casino. Brunetti explicó a la comisaria cuanto podía, terminando con lo que le había dicho Ribasso acerca de los tiradores.
Cuando él acabó de hablar, ella sólo preguntó:
—¿Y Pucetti?
—Tiene quemaduras en la mano; el médico dice que pudo ser peor, y que ahora el único riesgo es la infección.
—¿Qué era?
—Sabe Dios. Fugas de esos barriles.
—Pobre muchacho —dijo ella, que apenas tendría diez años más que Pucetti, con sincero pesar.
A su izquierda, vieron aparecer Ca' Vendramin Calergi y salieron a cubierta. El conductor viró hacia el muelle, dio marcha atrás y los dejó a un milímetro del embarcadero. Griffoni abrió su bolso de lentejuelas, pero el hombre dijo tan sólo:
—Claudia,
per piacere
—y le ofreció el brazo para ayudarla a desembarcar.
Alegrándose de haberse limpiado los zapatos y el abrigo con una toalla del hospital, Brunetti pisó la alfombra roja detrás de la mujer, la tomó del brazo y fue hacia las puertas abiertas. Cuando entraron, la luz se derramó sobre ellos y el calor los envolvió: qué distinto este lugar de aquel en el que había estado con Vianello y Pucetti. Miró el reloj: más de la una. ¿Paola dormía o quizá estaba despierta, en compañía de Henry James, esperando la vuelta al hogar de su esposo legítimo? Sonrió al pensarlo y Griffoni preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Nada. Algo que me ha venido a la cabeza.
Ella le lanzó una mirada rápida antes de cruzar el patio hacia la entrada principal. En el pupitre de Recepción, Brunetti preguntó por Vasco, que no tardó en aparecer, sin ocultar la excitación y, luego, la sorpresa, al ver a Brunetti acompañado por una mujer diferente.
—La comisaria Griffoni —dijo el comisario, divertido al observar la reacción que Vasco apenas conseguía disimular al invitarlos a seguirle a su despacho para dejar los abrigos. Una vez allí, dio a Brunetti una corbata y, mientras el comisario se la ponía, dijo:
—Está arriba, en la mesa de blackjack. Lleva allí una hora —y entonces, con una sorpresa aún más acentuada que aquella con la que había saludado a Griffoni, añadió—: Ganando —sonó como si allí no pudiera ocurrir semejante cosa.
Los dos comisarios siguieron a Vasco, que optó por subir al primer piso por la escalera. Todo estaba tal como Brunetti lo recordaba: las mismas personas, la misma sensación de dilapidación física y moral, la misma luz tamizada acariciando hombros y joyas.
Vasco los llevó por las salas de ruleta hacia el lugar en el que Brunetti había estado observando a los jugadores de cartas. En la puerta, se paró y les pidió que esperasen a que él llegara a la mitad de la sala. Ya había tenido que habérselas con Bárbaro anteriormente y no quería que lo viera entrar con ellos.
Vasco se adelantó, pues, y fue hacia una de las mesas, paseándose con las manos en la espalda, como un encargado de grandes almacenes, o de pompas fúnebres. Brunetti observó que el índice de la mano derecha de Vasco señalaba la mesa de su izquierda, pese a que él tenía fija la atención en otra mesa.
Brunetti miró en aquella dirección en el momento en que un hombre que estaba de pie junto a la mesa se apartaba, dejando a la vista al individuo sentado enfrente. Brunetti reconoció el trazo picudo de las cejas, perfilado con geométrica precisión, los ojos oscuros, extrañamente brillantes, que parecían casi todo iris, la boca grande y el pelo negro y engominado, que le caía hacia la ceja izquierda sin llegar a tocarla. Tenía una sombra de barba en las mejillas y, cuando levantó las cartas para ver el juego, Brunetti observó que las manos eran grandes, de dedos gruesos, manos de campesino.
Brunetti vio a Bárbaro empujar hacia adelante un pequeño montón de fichas. El hombre que estaba a su lado, dejó caer sus cartas. El crupier tomó otra carta. Bárbaro movió la cabeza negativamente. El otro jugador pidió otra carta y arrojó las restantes. El crupier se dio otra carta y también él arrojó sus cartas y acercó las fichas a Bárbaro.
Las comisuras de los labios del joven se curvaron hacia arriba, en un gesto que era más mofa que sonrisa. El crupier dio dos cartas a cada jugador —una tapada y la otra destapada— y el juego continuó. Brunetti levantó la cabeza y vio que Griffoni se había alejado hacia el otro lado de la sala, donde parecía dividir su atención entre la mesa en la que jugaba el joven y otra junto a la que Vasco, con la cabeza inclinada, escuchaba lo que le decía una mujer con vestido amarillo que estaba a su lado.
Brunetti volvió a mirar hacia Bárbaro en el momento en que el hombre que estaba de pie daba otro paso hacia la derecha, ensanchando el campo visual del comisario, que entonces vio a Franca Marinello, de pie detrás de Bárbaro, mirando sus cartas. Él se volvió y ella movió los labios. Entonces el joven inclinó la silla hacia atrás mientras los otros pensaban la jugada. Alargó el brazo y la atrajo hacia sí. Distraídamente, como se frota una moneda de la suerte o la rodilla de una imagen milagrosa, le restregó la cadera con la mano. Brunetti vio fruncirse la tela del vestido.
Observaba a la mujer. Vio cómo sus ojos iban de la mano de Bárbaro a la mesa. Dijo algo, quizá sobre el crupier. Él retiró el brazo y dejó caer la silla hacia adelante. La expresión de ella no cambió. Bárbaro pidió una carta, que el crupier puso frente a él. Bárbaro miró la carta, movió la cabeza negativamente y el crupier se volvió hacia el siguiente jugador.
Bárbaro paseó la mirada alrededor de la mesa y luego la extendió en dirección a Brunetti, pero el comisario ya había sacado el pañuelo del bolsillo y se sonaba, fija la atención en otra parte. Cuando volvió a mirar hacia la mesa, el crupier empujaba más fichas hacia Bárbaro.
Hubo movimiento en la mesa cuando el crupier se levantó, diciendo unas palabras a los jugadores, hizo una ligera reverencia y se situó detrás de su silla, que ocupó otro hombre, vestido de impecable etiqueta.
Bárbaro aprovechó la ocasión para ponerse de pie. De espaldas a la mesa, levantó los brazos y juntó las manos sobre la cabeza, como un deportista fatigado. Con el movimiento, se le subió la chaqueta, y Brunetti vio la mitad inferior de lo que parecía una pistolera de cuero marrón, encima del bolsillo posterior izquierdo del pantalón.
El crupier recién llegado sacó una baraja nueva y se puso a barajar. Al percibir el sonido de las cartas, Barbaro bajó las manos y se acercó a Franca Marinello. Lentamente, con naturalidad, le pasó la palma de las manos por los pechos antes de volver a sentarse. Brunetti vio cómo a ella le blanqueaba la piel alrededor de los labios, pero no intentó apartarse de la mesa ni miró a Bárbaro.
Ella parpadeó, cerrando los ojos quizá un segundo más de lo normal. Cuando los abrió, miraban a Brunetti. Lo había reconocido.
Él esperaba un gesto de la cabeza, una sonrisa, pero ella no dio señal alguna de conocerlo. Entonces pensó que quizá dijera algo a Bárbaro, pero la mujer siguió sin moverse, como una estatua que mira a otra estatua. Al cabo de un rato, volvió a mirar las cartas de Bárbaro. Se reanudó el juego, pero ahora las fichas fueron para el crupier, lo mismo que en la siguiente partida, y en la otra. Entonces ganó el hombre que estaba a la derecha de Bárbaro, después el de la izquierda y otra vez el crupier.
Las fichas del joven menguaban y ya sólo quedaba una pila que fue decreciendo hasta desaparecer. Bárbaro se levantó con un movimiento brusco, volcando la silla. Golpeó el tapete con la palma de las manos e, inclinándose hacia adelante, gritó al crupier:
—Tú no puedes hacer esto. No puedes hacer esto.
De pronto, Vasco —Brunetti no habría podido decir de dónde había salido— y otro hombre estaban uno a cada lado de Bárbaro ayudándole a enderezar el cuerpo y hablándole en voz baja. Brunetti observó que los nudillos de la mano derecha de Vasco estaban blancos y que la tela de la manga de Bárbaro se fruncía más aún de lo que antes se había fruncido la del vestido de Franca Marinello.
Los tres hombres fueron hacia la puerta. Vasco se inclinaba hacia Bárbaro hablándole con expresión serena y amistosa, como si él y su empleado no hicieran sino acompañar a un cliente a un taxi acuático. La mujer del vestido amarillo se acercó a la mesa rápidamente, enderezó la silla, se sentó, se puso el bolso delante, lo abrió y sacó un puñado de fichas.
Brunetti vio que la comisaria Griffoni iba hacia la puerta, cruzó con ella una mirada y se apresuró a seguirla. Franca Marinello iba varios pasos delante de ellos, caminando rápidamente hacia los tres hombres que ya llegaban a la puerta. Sin detenerse, Vasco volvió la cabeza y, al ver acercarse a los policías, dejó de sonreír y llevó al joven rápidamente por el primer tramo de la escalera abajo. Marinello los siguió, acompañada del sordo murmullo de voces de la sala de juego.
Los hombres se pararon en el primer rellano y Vasco dijo unas palabras a Bárbaro, que asintió, cabizbajo. Vasco y el otro hombre se miraron por encima de la cabeza del joven y, como si hubieran ensayado el movimiento muchas veces, le soltaron los brazos y se separaron de él al mismo tiempo.
Marinello apartó al empleado de Vasco y se situó al lado de Bárbaro. Le puso una mano en el brazo. A Brunetti le dio la impresión de que él tardaba un momento en reconocerla y entonces pareció relajarse. Considerando zanjado el incidente, Vasco y su empleado empezaron a subir la escalera y se pararon antes de llegar junto a Brunetti y Griffoni, que estaban dos escalones más arriba.
Franca Marinello acercó la cara a la de Bárbaro y dijo algo. Él, sobresaltado, alzó la mirada hacia las otras cuatro personas y a Brunetti le pareció ver a la mujer mover los labios, como si volviera a hablar. La mano derecha de Bárbaro se movió tan despacio que Brunetti no podía creer lo que hacía hasta que la vio buscar debajo de la chaqueta y aparecer sosteniendo la pistola.
Bárbaro gritó, Vasco y su ayudante volvieron la cabeza y aplastaron el cuerpo contra los escalones. Griffoni, ya pistola en mano, se situó en la barandilla, lo más lejos posible de Brunetti, quien, a su vez, sacó el arma y apuntó a Bárbaro, que se movía lentamente. El comisario, con una voz que se esforzó en hacer serena y autoritaria, dijo:
—Antonio, nosotros somos dos —no quería pensar en lo que ocurriría si los tres disparaban en este espacio cerrado, en cómo rebotarían las balas en las superficies, duras o blandas, hasta que se agotara su energía.
Como si saliera de un trance, Bárbaro miró de Griffoni a Brunetti, luego a Marinello, a los dos hombres tendidos en la escalera y otra vez a Brunetti.
—Deja la pistola en el suelo, Antonio. Aquí hay mucha gente, esto es muy peligroso —Brunetti veía que Bárbaro le escuchaba, pero se preguntaba qué era lo que le empañaba los ojos, si la droga, el alcohol, el furor o las tres cosas. Más importante que lo que dijera era la entonación, y también mantener la atención del joven.