La paciencia de la araña (10 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: La paciencia de la araña
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—¿Qué ocurre,
dottore
?

—Averigua dónde está el
dottor
Augello. Parece que se ha hecho daño. Tenemos que ir enseguida a relevarlo.

Gallo palideció.

—¡Virgen santa! —dijo.

¿Por qué se preocupaba tanto por Mimì Augello? El comisario trató de consolarlo.

—Bueno, no creo que se trate de nada grave. Habrá resbalado y...


Dottore
, lo decía por mí.

—¿Qué te pasa?


Dottore
, debo de haber comido algo que me ha sentado mal... y he de ir constantemente al retrete.

—Eso quiere decir que tendrás que aguantarte.

Gallo salió farfullando en voz baja y regresó a los pocos minutos.

—El
dottor
Augello y su equipo se encuentran en el término de Cancello, junto a la carretera de Gallotta. A tres cuartos de hora de aquí.

—Vamos allá. Coge el vehículo de servicio.

Llevaban más de media hora circulando por la carretera provincial, cuando Gallo se giró hacia el comisario y dijo:


Dottore
, ya no aguanto más.

—¿Cuánto falta para llegar?

—Tres kilómetros escasos, pero es que...

—Bueno, para en cuanto puedas.

A mano derecha arrancaba una especie de vereda marcada por un árbol en cuyo tronco había una tabla con una inscripción en letras rojas: HUEVOS FRESCOS. Los campos estaban baldíos. Eran puros bosques de matojos.

Gallo se adentró en la vereda a toda prisa y se ocultó tras una mata de tabaco. Montalbano bajó del coche y encendió un cigarrillo. A unos treinta metros de distancia había un dado blanco, una casita rural con una pequeña explanada delante. Era allí donde vendían los huevos frescos. Se acercó a la cuneta y se llevó la mano a la bragueta, pero la cremallera se enganchó con la camisa y se negó a seguir abriéndose. Montalbano inclinó la cabeza para ver qué ocurría y en ese momento un reflejo le alcanzó en los ojos. En cuanto terminó su necesidad, el fenómeno volvió a presentarse y la escena se repitió: él inclinó la cabeza y sintió de nuevo el reflejo en los ojos. Entonces miró hacia el lugar del que procedía el destello y, oculta tras un matorral, vio una forma redondeada y comprendió de inmediato de qué se trataba. Era un casco de motorista. Pequeño, para una cabeza de mujer. Debía de llevar allí muy poco tiempo, pues sólo tenía una ligera capa de polvo. Estaba nuevo y sin abolladuras. Sacó el pañuelo del bolsillo, se cubrió con él la palma de la mano derecha y los dedos, cogió el casco y le dio la vuelta. Se veía muy limpio, no había manchas de sangre. Sobre el negro del acolchado destacaban dos o tres largos cabellos rubios que habían quedado atrapados en el interior. Tuvo la certeza, como si el propietario hubiera estampado en él su firma, de que aquél era el casco de Susanna.


Dottore
, ¿dónde está?

Era la voz de Gallo. Montalbano dejó el casco donde lo había encontrado y se incorporó.

—Ven aquí.

Gallo se acercó con curiosidad y el comisario le señaló el hallazgo:

—Creo que es el de la chica.

—¡Joder, vaya chiripa que tiene! —exclamó sin poder contenerse.

—¡Y un cuerno! —replicó el comisario, sacando su orgullo de investigador.

—Pero si el casco está aquí, ¡significa que tienen a la chica por los alrededores!

—Eso es lo que quieren que creamos. Es una pista falsa.

—¿Y qué hacemos ahora?

—Ponte en contacto con el equipo de Augello y diles que envíen enseguida a un agente para vigilar. Y tú no te muevas de aquí hasta que llegue, no sea que alguien coja el casco. Ah, y aparta el coche de ahí. Está obstaculizando el paso.

—¿Y quién cree que va a pasar por aquí?

Montalbano no contestó y emprendió la marcha.

—¿Adónde va?

—A ver si de verdad tienen huevos frescos.

Mientras se acercaba a la casita, oía cada vez más fuerte el cacareo de unas gallinas que, sin embargo, no se veían, pues el corral debía de estar en la parte de atrás. Al llegar a la explanada vio salir por la puerta de la casa a una mujer de unos treinta años, alta, de cabello oscuro, tez clara y cuerpo sensacional, vestida de punta en blanco y con zapatos de tacón. Montalbano pensó que era una señora que había ido a comprar huevos, pero ella le preguntó sonriendo:

—¿Por qué ha dejado el coche tan lejos? Podía haberlo traído hasta aquí.

El comisario hizo un gesto vago con la mano.

—Pase —dijo la mujer, precediéndolo.

Un tabique dividía la casa en dos espacios. En el primero, que parecía el comedor, había una mesa sobre la que descansaban cuatro cestitas con huevos frescos, dos sillas con asiento de paja, un aparador sobre el que estaba el teléfono, una nevera y una cocina de gas. En el rincón del fondo, una cortina de plástico ocultaba un pequeño cubículo. Lo único que desentonaba allí era un catre arrimado a la pared que hacía las veces de sofá. Todo resplandecía de limpieza. La mujer miraba a Montalbano sin decir nada, hasta que al final se decidió a preguntar con una sonrisa que él no supo interpretar:

—¿Quiere huevos o...?

¿Qué significaba aquel «o»? Lo único que podía hacer era probar a ver qué ocurría.

—O —contestó.

La mujer fue a la habitación de atrás, echó un rápido vistazo desde el umbral y entró. El comisario pensó que en aquel cuarto, evidentemente el dormitorio, debía de haber alguien, tal vez un chiquillo dormido. A continuación, la vio sentarse en el catre y quitarse los zapatos. Empezó a desabrocharse la blusa.

—Cierra la puerta de la entrada. Si quieres lavarte, detrás de la cortina hay de todo —le dijo.

Ahora el comisario ya sabía el significado de aquel «o». Levantó el brazo.

—Ya vale.

Ocho

La mujer lo miró perpleja.

—Soy el comisario Montalbano.

—¡Virgen bendita! —dijo ella, ruborizándose y levantándose como impulsada por un resorte.

—No te asustes. ¿Tienes autorización para vender huevos?

—Sí, señor. Ahora mismo voy a buscarla.

—No, no necesito verla, pero unos compañeros míos seguramente te la pedirán.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Primero contéstame tú a mí. ¿Vives sola aquí?

—No, señor, con mi marido.

—¿Dónde está ahora?


Drabbanna
.

¿Allí? ¿En la otra habitación? Montalbano puso unos ojos como platos. ¡Pero cómo! ¿El marido estaba allí tan tranquilo mientras su mujer follaba con el primero que pasaba?

—Llámalo.

—No puede venir.

—¿Por qué?


Unn’avi gammi
. —«No tiene piernas»—. Tuvieron que cortárselas después de la desgracia —explicó.

—¿Qué desgracia?

—Estaba trabajando en el campo y el tractor volcó.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace tres años. Llevábamos dos casados.

—Déjame verlo.

La mujer fue a abrir la puerta y se apartó. Nada más entrar, la nariz del comisario se vio asaltada por una vaharada de olor a medicamentos. Tumbado en una cama de matrimonio había un hombre medio adormilado que respiraba con dificultad. En un rincón se apretujaban un televisor y una butaca. El tocador estaba literalmente cubierto de medicinas y jeringas.

—También tuvieron que cortarle la mano izquierda —dijo ella en voz baja—. Día y noche sufre unos dolores terribles.

—¿Por qué no lo llevas al hospital?

—Lo cuido mejor yo. Pero las medicinas son muy caras, y no quiero que le falten. Por eso recibo hombres. El
dutturi
Mistretta me dijo que le pusiera una inyección cuando no pudiese aguantar el dolor. Hace una hora lloraba como una magdalena, me pedía que lo matara, quería morir. Y le he puesto la inyección.

Montalbano miró hacia el tocador. Morfina.

—Vamos fuera.

Regresaron al comedor.

—¿Te has enterado de que han secuestrado a una chica?

—Sí, señor. Lo he visto en la televisión.

—¿Estos últimos días has observado algo extraño por la zona?

—Nada.

—¿Seguro?

La mujer titubeó.

—La otra noche... pero puede que sea una tontería.

—Dilo de todos modos.

—La otra noche oí que se acercaba un coche... Pensé que era alguien que venía a verme y me levanté de la cama.

—¿También recibes clientes de noche?

—Sí, señor. Pero son hombres de bien, educados, que no quieren que los vean merodeando por aquí de día. Y siempre llaman por teléfono antes. Por eso me extrañó aquel coche, porque nadie había llamado. Llegó hasta la explanada, porque aquí hay espacio para maniobrar, y dio media vuelta.

Imposible que aquella pobre mujer y aquel desventurado atado a una cama tuvieran alguna relación con el secuestro. Además, la casa estaba muy a la vista y era demasiado frecuentada de día y de noche.

—Oye —dijo Montalbano—, en el cruce he encontrado una cosa que a lo mejor pertenece a la chica raptada.

La mujer se puso tan blanca como una sábana.

—Nosotros no tenemos nada que ver —dijo con firmeza.

—Lo sé. Pero vendrán a interrogarte. Cuenta lo del coche, pero no digas que recibes visitas de noche. Y que no te vean vestida así. Quítate el maquillaje y esos zapatos de tacón. En cuanto al catre, escóndelo en el dormitorio. Tú sólo vendes huevos, ¿está claro?

Oyó el rumor de un automóvil y salió. Era el agente que había pedido Gallo. Pero con él iba también Mimì Augello.

—Estaba a punto de relevarte —le dijo Montalbano.

—Ya no hace falta. Han enviado a Bonolis. Es evidente que al jefe superior no le apetece confiarte el mando ni siquiera un minuto. Nosotros podemos regresar a Vigàta.

Mientras Gallo le mostraba al agente el lugar donde estaba el casco, Mimì subió al otro coche con la ayuda de Montalbano.

—Pero ¿qué te ha pasado?

—Me caí en una zanja llena de piedras y seguro que me he roto alguna costilla. ¿Has informado del hallazgo del casco?

Montalbano se dio un manotazo en la frente.

—¡Vaya, se me ha olvidado!

Augello conocía demasiado bien a Montalbano para saber que cuando se olvidaba de algo, era porque no le apetecía hacerlo.

—¿Quieres que llame yo?

—Sí. Telefonea a Minutolo y cuéntale lo ocurrido.

Ya estaban de camino a Vigàta cuando Augello dijo con tono indiferente:

—¿Sabes una cosa?

—¿Lo haces a propósito?

—¿Qué?

—Preguntarme si sé una cosa. Es algo que me ataca los nervios.

—Bueno, está bien. Hace un par de horas los carabineros han hallado la mochila de la chica.

—¿Seguro que es la suya?

—¡Desde luego! ¡Dentro estaba su carnet de identidad!

—¿Y qué más había?

—Nada más.

—Menos mal —dijo el comisario—. Uno a uno.

—No entiendo.

—Nosotros hemos encontrado una cosa y los carabineros, otra. Estamos empatados. ¿Dónde estaba la mochila?

—En la carretera de Montereale. Detrás de la piedra que señala el kilómetro cuatro. Bastante a la vista.

—O sea, al otro lado de donde estaba el casco.

—Justamente.

Se hizo el silencio.

—¿Ese «justamente» significa que piensas lo mismo que yo?

—Justamente.

—Tu capacidad de síntesis es extraordinaria. Voy a intentar glosar tu discurso con palabras más claras. A saber, que todas estas pesquisas, todas estas batidas, son tan sólo una pérdida de tiempo, una solemnísima bobada.

—Justamente.

—Bien. Continúo. Según nosotros dos, la misma noche de los hechos los secuestradores dieron una vuelta en coche y arrojaron aquí y allá objetos que pertenecían a Susanna para crear una serie de pistas falsas. Lo cual quiere decir...

—... que la chica no está prisionera cerca de los lugares donde se están encontrando sus efectos personales —concluyó Mimì, y añadió—: Y habría que hablar de este tema con el jefe superior; de lo contrario acabará enviandonos a Calabria a batir el Aspromonte.

Cuando llegó al despacho, Montalbano halló a Fazio con un maletín en la mano.

—¿Te vas?

—No, señor
dottore
. Regreso al chalet. El
dottor
Minutolo quiere que atienda yo el teléfono. Aquí dentro llevo una muda.

—¿Tenías que decirme algo?

—Sí, señor.
Dottore
, después de la emisión extraordinaria de Televigata, el teléfono del chalet se ha colapsado... nada interesante, peticiones de entrevistas, palabras de solidaridad, gente que reza por la chica, cosas de ese tipo. Pero ha habido dos llamadas de carácter distinto. La primera era de un ex administrativo de la Peruzzo.

—¿Y qué es la Peruzzo?

—No lo sé,
dottore
. Pero él se ha presentado así. Ha dicho que su nombre no importaba y me ha pedido que le dijera al señor Mistretta que el orgullo es bueno, pero que demasiado hace daño. Eso es todo.

—Bah. ¿Y la otra?

—Era una voz de anciana. Deseaba hablar con la señora Mistretta, pero al final ha comprendido que no podía ponerse al teléfono y entonces me ha dicho que le repitiera estas palabras textuales: «La vida de Susanna está en tus manos, despeja el camino y da el primer paso.»

—¿Tienes idea de qué quería decir con eso?

—No.
Dottore
, he de irme. ¿Pasará usía por el chalet?

—Esta noche no creo. Oye, ¿le has comentado lo de esas llamadas al
dottor
Minutolo?

—No, señor.

—¿Por qué?

—Porque he pensado que no las consideraría importantes. Mientras que a usía tal vez le parecieran de interés.

Fazio se retiró.

Buen policía. Había comprendido que aquellas dos extrañas llamadas tenían algo en común; no era gran cosa, pero era algo. En efecto, tanto el ex administrativo de la Peruzzo como la anciana invitaban a los Mistretta, marido y mujer, a cambiar de actitud. El primero aconsejaba al marido una mayor flexibilidad y la segunda sugería a la mujer que tomara la iniciativa, ni más ni menos, que «despejara el camino». Puede que la investigación, hasta entonces dirigida totalmente hacia el exterior, tuviera que cambiar el sentido de la marcha e indagar en el interior de la familia de la secuestrada. Sería importante hablar con la señora Mistretta. Pero ¿en qué condiciones se encontraba la enferma? ¿Y cómo justificar las preguntas si ella no estaba al corriente del rapto de su hija? El doctor Mistretta podría prestarle una ayuda considerable. Consultó el reloj. Eran las ocho menos veinte.

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