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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (18 page)

BOOK: La paja en el ojo de Dios
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—No ha comido. Nabil, comida para nuestro huésped. Rápido.

—Bury, es que estamos tan ocupados que realmente no tuve tiempo. Tenemos que explorar todo un sistema solar, y además están los datos que la Marina necesita... hay que localizar las emisiones de neutrino, rastrear esa maldita luz...

—Doctor, si usted se muriese en este momento, muchas de sus notas quedarían sin escribir, ¿no es así?

—Así es, Bury —dijo Buckman sonriendo—. Pero creo que puedo perder unos cuantos minutos. Lo único que esperamos ahora es esa señal luminosa.

—¿Una señal del planeta de la Paja?

—Sí, de Paja Uno; al menos vino del lugar correcto. Pero no podremos ver el planeta hasta que apaguen el láser, y no lo harán. Hablan y hablan, y ¿por qué? ¿Qué pueden decirnos si no hablamos un idioma común?

—Después de todo, doctor, ¿cómo pueden decirnos algo mientras no nos enseñen su idioma? Supongo que por eso están intentando hacerlo ahora. ¿No hay nadie trabajando en eso?

Buckman lanzó un feroz gruñido.

—Horvath tiene ocupados todos los instrumentos, está acaparando información para Hardy y los lingüistas. ¡No hay manera de hacer observaciones decentes del Saco de Carbón y nadie había estado tan cerca como nosotros ahora! —Su expresión se suavizó—. Pero podemos estudiar los asteroides troyanos.

Los ojos de Buckman se centraron de nuevo en el infinito.

—Hay demasiados asteroides. Y no hay polvo suficiente. Me había equivocado, Bury; no hay polvo suficiente para amalgamar tantas rocas, ni para pulirlas. Probablemente sea obra de los pajeños: deben de estar en todas esas rocas, las emisiones de neutrino son fantásticas. Pero ¿cómo pudieron unirse tantas rocas?

—Emisiones de neutrino. Eso significa una tecnología de fusión.

—Y de un nivel muy elevado —dijo Buckman, sonriendo—. ¿Está pensando ya en las posibilidades comerciales?

—Por supuesto. ¿Por qué si no iba a estar yo aquí?

Y allí seguiría aunque la Marina no hubiese dicho claramente que la alternativa era una detención oficial... Pero Buckman no sabía nada de eso. Sólo lo sabía Blaine.

—Cuanto más elevada sea su civilización —añadió— más tendrán para intercambiar. —Y más difícil será engañarles, pensó; pero a Buckman no le interesaban esas cosas.

—Podríamos adelantar mucho más —se lamentó Buckman— si la Marina no utilizase nuestros telescopios. ¡Y Horvath se los deja! Ah, magnífico —dijo al ver entrar a Nabil con una bandeja.

Buckman comió como una rata hambrienta. Sin dejar de masticar, dijo:

—No es que todos los proyectos de la Marina carezcan de interés. La nave alienígena...

—¿Nave?

—Hay una nave que se dirige hacia nosotros. ¿No lo sabía?

—No.

—Bueno, su punto de partida es un gran asteroide pétreo bastante separado de la masa principal. La cuestión es que se trata de un asteroide muy luminoso. Debe de tener una forma muy extraña, a menos que haya burbujas de gas por todo él, lo que significaría...

Bury rompió a reír.

—Doctor, ¿no cree que una nave espacial alienígena es más interesante que un meteorito?

Buckman pareció sorprenderse.

—¿Por qué?

Las astillas se hicieron rojas; luego negras. Era evidente que aquellos objetos estaban enfriándose; pero ¿cómo se habían calentado, en primer lugar?

La Ingeniera había dejado de preguntarse sobre ello cuando una de las astillas avanzó hacia ella. Había fuentes energéticas dentro de las masas metálicas.

Y se trataba de un movimiento autónomo. ¿Qué eran aquellos objetos? ¿Ingenieros, Amos, maquinaria inerte? ¿Un Mediador dedicado a una tarea incomprensible? No le gustaban los Mediadores, que de modo tan irracional y con tanta facilidad interferían en tareas importantes.

Quizás fuesen Relojeros; pero lo más probable era que contuviesen un Amo. La Ingeniera pensó en la posibilidad de huir, pero la masa que se aproximaba era demasiado poderosa. Aceleró hasta 1,14 gravedades, casi el límite máximo de su nave. No podía hacer más que salir a su encuentro.

Además... ¡todo aquel metal! Y parecía perfectamente utilizable. Los Racimas estaban llenos de artefactos de metal, pero en aleaciones difíciles de transformar.

Todo aquel metal.

Pero debían salir a su encuentro, no al revés. No tenía combustible suficiente ni aceleración. Calculó los puntos de giro mentalmente. Los otros harían lo mismo, por supuesto. Afortunadamente sólo había una solución, considerando la aceleración constante. No habría ninguna necesidad de comunicación.

Los Ingenieros no destacaban además en comunicaciones.

14 • La Ingeniera

La nave alienígena era una masa compacta, de forma irregular y color gris opaco, como barro de moldear. Brotaban de ella protuberancias, aparentemente al azar: un anillo de abrazaderas alrededor de lo que Whitbread consideró el extremo posterior; un brillante hilo de color plata en su cintura; curvaturas transparentes delante y detrás; antenas de extrañas formas; una especie de aguijón al final: una espina de varias veces la longitud del casco, muy larga, recta y estrecha.

Whitbread efectuó un lento giro hacia ella. Conducía un transbordador espacial cuya cabina era una burbuja plástica polarizada, el breve casco salpicado de «racimos de empuje» (una colección de propulsores de posición). Whitbread se había entrenado para el espacio en un vehículo como aquél. Su campo de visión era enorme; y era facilísimo conducirlo; el aparato no tenía armas y era hinchable.

Y el alienígena podía verle dentro. Venimos en son de paz, no ocultamos nada... suponiendo que los ojos del alienígena pudiesen ver a través del plástico.

—Esa espina genera los campos plasmáticos del impulsor —decía una voz; no había ninguna pantalla, pero sabía que la voz era la de Cargill—. Lo observamos durante la desaceleración. Ese instrumento que hay debajo de la espina probablemente lleve el hidrógeno a los campos.

—Será mejor mantenerse a distancia —dijo Whitbread.

—Desde luego. La energía del campo probablemente afectaría a sus instrumentos. Y podría afectar también a su sistema nervioso.

La nave alienígena estaba ya muy próxima. Whitbread aminoró la marcha de su vehículo. Los impulsores de posición resonaron como palomitas de maíz en la sartén.

—¿Ve algún signo de cámara neumática?

—No señor.

—Abra su propia cámara neumática. Quizá ellos hagan lo mismo.

—De acuerdo, señor.

Whitbread pudo ver al alienígena a través de la burbuja frontal. Estaba inmóvil, observándole, y se parecía mucho a las fotografías que había visto del muerto de la sonda. Whitbread veía una cabeza ladeada y sin cuello, una piel peluda de un marrón suave, un gran brazo izquierdo que agarraba algo, dos flacos brazos derechos que se movían a una velocidad frenética, actuando fuera del campo de visión de Whitbread.

Whitbread abrió su cámara neumática. Y esperó.

Al menos el pajeño aún no había empezado a disparar.

La Ingeniera estaba embelesada. Apenas miraba el pequeño vehículo que tenía cerca. En él no había ningún nuevo principio incorporado. ¡Pero la nave grande!

Tenía a su alrededor un extraño campo, algo que la Ingeniera nunca hubiera creído posible. Lo registraban media docena de sus instrumentos. Para otros el campo resultaba parcialmente transparente. La Ingeniera conocía ya bastante sobre la nave para poner los pelos de punta al capitán Blaine si este lo supiese. Pero no lo bastante para satisfacer a un Ingeniero.

¡Todos aquellos instrumentos! ¡Y todo aquel metal!

La puerta curvada del pequeño vehículo se abría y se cerraba ahora. Lanzaba luces parpadeantes. Ambos vehículos Irradiaban pautas de energía electromagnética. Las señales no significaban nada para un Ingeniero.

Lo que acaparaba su atención era la nave. El campo mismo, sus propiedades intrigantes y desconcertantes, sus principios subyacentes... todo era un enigma. La Ingeniera estaba dispuesta a dedicar el resto de su vida a intentar descifrarlo. Por echar un vistazo al generador habría dado gustosa la vida. La fuerza motriz de la gran nave era distinta a todas las que la Ingeniera conocía; y parecía utilizar las propiedades de aquella misteriosa fuerza que rodeaba a la nave.

¿Cómo llegar a bordo? ¿Cómo atravesar aquella capa protectora?

La intuición que le asaltó era rara en un Ingeniero. El pequeño vehículo... ¿Estaba intentando comunicarse con ella? Procedía sin duda de la gran nave. Entonces...

El pequeño vehículo era un lazo con la nave grande, con la capa energética que la rodeaba, con su tecnología y con el misterio de su súbita aparición.

La Ingeniera se había olvidado del peligro. Lo había olvidado todo en su acuciante afán de saber más sobre aquel campo. La Ingeniera abrió su cámara neumática y esperó a ver lo que pasaba.

—Señor Whitbread, su alienígena está lanzando sondas sobre la MacArthur —decía el capitán Blaine—. El comandante Cargill dice que las ha bloqueado. Si esto despierta el recelo del alienígena, da igual, es inevitable. ¿Ha intentado algo parecido con usted?

—Hasta el momento no, señor.

Rod frunció el ceño y se frotó el puente de la nariz.

—¿Está usted seguro?

—No he perdido de vista los instrumentos, señor.

—Es curioso. Su nave es más pequeña, pero está más próxima. Lo lógico sería pensar que...

—¡La cámara neumática! —dijo Whitbread—. Señor, el pajeño ha abierto su cámara neumática.

—Ya lo veo. Una boca abierta en el casco. ¿A eso se refiere?

—Sí, señor. No sale nada. A través de la abertura puedo ver toda la cabina. El pajeño está en su cabina de control... ¿Me da permiso para entrar, señor?

—Bueno... está bien. Tenga cuidado. Manténgase en contacto. Y buena suerte, Whitbread.

Whitbread se sentó un momento, procurando tranquilizarse. Había medio esperado que el capitán se lo prohibiese por demasiado peligroso. Pero un guardiamarina no es indispensable, claro está...

Whitbread se situó en la cámara neumática abierta. La nave alienígena estaba muy próxima. Observado por toda la nave, se lanzó al espacio.

Parte del casco de la nave alienígena se había estirado como una piel, para abrirse en una especie de embudo que conducía directamente hacia el pajeño, que parecía esperar recibirle.

El alienígena no llevaba encima más que su suave pelo marrón y cuatro espesas matas de pelo negro en los sobacos y en el pubis.

—No hay ninguna señal que indique retención de aire en el interior, pero tiene que haber aire allí —dijo Whitbread por el micrófono. Un momento después descubrió el secreto. Era como si penetrase en miel invisible.

La cámara neumática se cerró tras él.

El pánico estuvo a punto de dominarle. Cazado como una mosca en ámbar, sin posibilidad de retroceder ni de avanzar. Se encontraba en una celdilla de ciento treinta centímetros de altura, la altura del alienígena. Éste estaba de pie ante él al otro lado de la pared invisible, mirándole sin expresión.

El pajeño. Era más bajo que el otro, el muerto de la sonda. De distinto color, además; no había motas blancas en su piel peluda y marrón. Había otra diferencia más sutil y más difícil de determinar... quizás la diferencia entre los vivos y los muertos, o quizás algo más.

El pajeño no estaba asustado. Su piel suave era como la de los cachorros de doberman que la madre de Whitbread solía criar, pero no había nada malévolo ni sobrecogedor en el alienígena. A Whitbread le hubiese gustado darle unas palmaditas en la espalda.

La cara era como una caricatura, sin expresión, salvo por la suave curvatura hacia arriba de la boca sin labios, una semisonrisa sardónica. Pequeño, pies planos, piel suave, casi sin rasgos... Como una caricatura, se repitió Whitbread. ¿Cómo podía tener miedo a una caricatura?

Pero Whitbread estaba acuclillado en un espacio demasiado pequeño para él, y el alienígena no hacía nada.

La cabina estaba llena a rebosar de tableros y rayas oscuras; pequeños rostros le atisbaban entre las sombras. ¡Bichos! La nave estaba infestada de bichos. ¿Ratas? ¿Provisiones? El pajeño no pareció inquietarse cuando salió al exterior uno, luego otro y luego más amontonándose para ver al intruso.

Eran cosas grandes. Mucho mayores que ratas, mucho más pequeñas que hombres. Miraban desde las esquinas, curiosos pero tímidos. Uno se aproximó bastante y Whitbread pudo examinarlo detenidamente. Lo que vio le dejó asombrado. ¡Era un pajeño en miniatura!

Fue un momento difícil para la Ingeniera. La aparición del intruso, que debería haber aclarado muchos interrogantes, había planteado más.

¿Qué era? Grande, gran cabeza, simétrico como un animal, pero equipado con un vehículo propio como un Ingeniero o un Amo. Jamás había habido una clase como aquélla. ¿Debería obedecer o mandar? ¿Serían las manos tan torpes como parecían? ¿Mutación, monstruo, deporte? ¿Qué sentido tenía?

Ahora su boca se movía. Debía de estar hablando por un instrumento transmisor. Eso no indicaba nada. Hasta los Mensajeros utilizaban un lenguaje.

Los Ingenieros no estaban equipados para tomar tales decisiones; pero uno siempre podía esperar más datos.

Los Ingenieros tenían una paciencia infinita.

—Hay aire —informó Whitbread. Observó los marcadores que veía en un espejo, un poco más arriba de su nivel de visión—. ¿Lo he dicho ya? Me gustaría intentar respirarlo. Presión normal, oxígeno sobre un dieciocho por ciento, CO
2
aproximadamente un dos por ciento, suficiente helio para que el indicador lo registre, y...

—¿Helio? Qué raro. ¿Cuánto exactamente?

Whitbread pasó a una escala más sensible y esperó a que el analizador lo determinase.

—Sobre un uno por ciento.

—¿Algo más?

—Gases venenosos. SO
2
, monóxido de carbono, nitratos, cetonas, alcoholes y algunos elementos más que no puedo determinar con este traje. La luz indicadora es amarilla.

—Entonces no podría matarle deprisa. Puede respirarlo un rato y recibir ayuda a tiempo para salvar sus pulmones.

—Eso suponía —dijo Whitbread inquieto. Comenzó a aflojar las abrazaderas que sujetaban su placa facial.

—¿Qué quiere decir con eso, Whitbread?

—Nada, señor.

Whitbread llevaba doblado demasiado tiempo. Todas las articulaciones y músculos de su cuerpo reclamaban un cambio. Había prescindido de todo para poder describir la cabina alienígena, y el condenado pajeño estaba allí de pie con sus sandalias y su leve sonrisa, observando, observando...

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