La paja en el ojo de Dios (25 page)

Read La paja en el ojo de Dios Online

Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La paja en el ojo de Dios
2.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las momias flotaban por todas partes, secas y flacas, con la boca abierta todas ellas. Variaban de un metro a metro y medio de longitud. Staley eligió varias y las cargó en el transbordador.

Había también maquinaria, incomprensible para Staley y sus hombres, congelada en el vacío. Staley arrancó una de las máquinas más pequeñas de la pared. La eligió por sus formas extrañas, no por el uso que pudiera darle; ninguna de las máquinas estaba completa.

—No hay metal —informó Staley—. Volantes de piedra y cosas que parecen circuitos integrados... cerámica con impurezas, cosas de ese tipo. Pero muy poco metal, señor.

Avanzaban al azar. Por fin llegaron a una cámara central. Era gigantesca, y también lo era la máquina que la dominaba. Cables que podían haber sido superconductores de energía convencieron a Staley de que aquélla era la fuente energética del asteroide; pero no había rastro de radiación.

Cruzaron estrechos pasajes entre extraños bloques de piedra, y encontraron al fin una gran caja metálica.

—Ábrala —ordenó Staley.

Lafferty utilizó su láser para cortar el metal. Observaron cómo el estrecho rayo verde caía sobre el metal plateado de la caja sin conseguir cortarlo. ¿Adonde irá la energía?, se preguntaba Staley. ¿Podrían de algún modo estar bombeando energía ellos? El calor que sintió en la cara le indicó la respuesta.

Observó el indicador termométrico. La caja estaba casi al rojo en toda su superficie. Cuando Lafferty desvió el láser, la caja se enfrió rápidamente; pero manteniendo la misma temperatura en todos sus puntos.

Un superconductor de calor.
Staley silbó en el micrófono de su traje y se preguntó si podría encontrar una muestra más pequeña. Luego intentó utilizar tenazas con la caja, y ésta cedió como sí fuese de lata. Luego salió una capa arrancada por las tenazas. Arrancaron varias más con sus manos, protegidas por los guanteletes.

Era imposible hacer un mapa de la Colmena con sus estrechos y curvados pasadizos. Les era difícil saber dónde estaban; pero fueron dejando señales a su paso y utilizaron instrumentos de rayos protónicos para medir las distancias entre las paredes.

Las paredes de los pasadizos tenían el grosor de una cáscara de huevo por el interior. Por el exterior no eran mucho más gruesas. El asteroide colmena no podía haber sido un lugar seguro para vivir.

Pero la pared que había bajo el cráter tenía un espesor de varios metros.

Radiación, pensó Staley. Allí tenía que haber radiación residual. Si no habrían excavado aquella pared lo mismo que las otras, para disponer de más espacio.

Se había producido sin duda una disparatada explosión demográfica allí.

Y luego algo los había matado a todos.

Y ahora no había ninguna radiación. ¿Cuánto hacía que había sucedido todo aquello? El lugar estaba cubierto de pequeños agujeros meteoríticos; hileras de agujeros en las paredes. ¿Cuánto haría?

Staley miró pensativo el pequeño y pesado artefacto pajeño que Lafferty y Sohl transportaban manualmente a través del pasadizo. El cimentado de vacío... y la trayectoria de las partículas elementales a través de una cara interna. Eso podría indicar a los científicos civiles de la
MacArthur
cuánto hacía que estaba abandonado el asteroide colmena; pero él ya sabía una cosa. El asteroide era
viejo.

19 • La popularidad del Canal Dos

El capellán David Hardy observaba a las miniaturas sólo a través del intercomunicador, porque así no se veía envuelto en las interminables especulaciones sobre lo que eran los pajeños. Era una cuestión de interés científico para Horvath y su gente; pero para el capellán Hardy significaba algo más que curiosidad intelectual. Su misión era determinar si los pajeños eran humanos. Los científicos de Horvath sólo se preguntaban si eran seres inteligentes.

Por supuesto, la primera cuestión precedía a la otra. Era improbable que Dios hubiese creado seres con almas y sin inteligencia; pero era totalmente imposible que hubiese creado seres inteligentes sin alma, o seres cuya salvación se procesase por medios totalmente distintos a los de la Humanidad. Podrían ser incluso una forma de ángeles, aunque sería difícil imaginar formas más inadecuadas para los ángeles. Hardy sonrió ante la idea y volvió a su estudio de las miniaturas. La pajeña grande dormía.

Las miniaturas tampoco hacían nada interesante en aquel momento. Hardy no tenía necesidad de mantener una observación constante. De cualquier modo todo quedaba holografiado, y, como lingüista de la
MacArthur,
Hardy sería informado si pasaba algo. Estaba seguro ya de que las miniaturas no eran ni seres inteligentes ni humanos.

Lanzó
un profundo suspiro. ¿Qué es el hombre para que te preocupes tanto por él, Señor? Y ¿por qué he de descubrir yo qué lugar ocupan en Tu plan los pajeños? Bueno, eso al menos era algo inmediato y directo. El adivinar el sentido oculto del plan divino es un juego viejo, muy viejo. Sobre el papel él era el hombre más adecuado para la tarea, el mejor sin duda de todo el sector Trans-Saco de Carbón.

Hardy hacía quince años que era sacerdote y doce que era capellán de la Marina, pero sólo ahora empezaba a concebirlo como su profesión. A los treinta y cinco años de edad había sido profesor titular de la Universidad Imperial de Esparta, especialista en idiomas antiguos y modernos y en el esotérico arte llamado arqueología lingüística. El doctor David Hardy había sido bastante feliz estudiando los orígenes de colonias recién descubiertas, perdidas durante siglos. Estudiando sus idiomas y sus palabras para objetos comunes podía determinar de qué zona del espacio procedían los colonos originales. Normalmente podía determinar el planeta e incluso la ciudad.

Lo único que no le gustaba de la universidad eran los estudiantes. No había sido particularmente religioso hasta la muerte de su mujer en un accidente, al estrellarse un vehículo de aterrizaje; entonces, y no estaba seguro aún de cómo había sucedido, el obispo fue a verle, y Hardy meditó mucho sobre su vida... e ingresó en un seminario. Su primera tarea después de ordenarse fue una desastrosa gira como capellán de estudiantes. Fue un fracaso, y se dio cuenta de que no servía para aquello. La Marina necesitaba capellanes, y siempre podía ser más útil un lingüista...

Ahora, a los cincuenta y dos años, estaba allí sentado frente a una pantalla de intercomunicación viendo a unos monstruos de cuatro brazos que jugueteaban con coles. Sobre la mesa había un jeroglífico, y Hardy jugueteaba con él.
Domine, non... sum...

—Dignus,
por supuesto.

Hardy rió para sí. Exactamente lo que él había dicho cuando el cardenal le encomendó la misión de acompañar a la expedición pajeña.

—Señor, no soy digno...

—Ninguno de nosotros lo es, Hardy —le había dicho el cardenal—. Pero tampoco somos dignos del sacerdocio, y aceptarlo es aún mayor presunción que ir a estudiar a los alienígenas.

—Tenéis razón, señor. —Contempló de nuevo el acertijo. De momento le resultaba más interesante que los alienígenas.

Rod Blaine no habría estado de acuerdo, pero no tenía tantas oportunidades de observar a las juguetonas criaturas como el capellán. Tenía trabajo, pero de momento podía dejarlo. El intercomunicador de su cabina sonó con firmeza, y las miniaturas se desvanecieron sustituyéndolas la cara suave y redondeada de Cargill.

—El doctor Horvath insiste en hablar con usted.

—Póngale en comunicación conmigo —dijo Rod.

Como siempre, los modales de Horvarth eran todo un estudio de cordialidad protocolaria. Horvath debía de estar acostumbrándose a tratar con hombres a los que no podía permitirse detestar.

—Buenos días, capitán. Tenemos las primeras imágenes de la nave alienígena. Pensé que le gustaría verlas.

—Gracias, doctor. ¿Cuál es la clave?

—Aún no están archivadas. Las tengo aquí.

La imagen se dividió, la cara de Horvath quedó a un lado y al otro apareció una sombra borrosa. Era larga y estrecha, con un extremo más ancho que el otro, y parecía translúcida. El extremo más delgado terminaba en una espina aguzada.

—Conseguimos esta imagen cuando la nave alienígena efectuó un giro. La ampliación y los eliminadores de ruido nos dieron esto, y no tendremos otra cosa mejor hasta que nos encontremos. —Naturalmente, pensó Rod. La nave alienígena tendría ahora el impulsor apuntando hacia la
MacArthur.


La espina probablemente sea el impulsor de fusión pajeño. —Se marcó en la imagen una flecha de luz.

—Y estas formaciones del extremo frontal... Bueno, permítame que le muestre un gráfico de densidad.

El gráfico de densidad mostraba una sombra en forma de lápiz rodeada de una hilera de toroides mucho más ancha y casi invisible.

—¿Ve? Una masa interna, rígida, utilizada para el despegue. Podemos imaginar lo que hay allí dentro: el motor de fusión, la cámara purificadora de aire y agua para la tripulación. Hemos supuesto que esta sección fue lanzada por aceleración a alta impulsión.

—¿Y los anillos?

—Tanques de combustible hinchables, creemos. Algunos están vacíos ahora, como puede ver. Quizás los mantengan como espacio vital. Otros, indudablemente, los soltaron.

—Vaya, vaya. —Rod estudió la silueta mientras Horvath le observaba desde el otro lado de la pantalla; por último dijo—: Doctor, esos tanques no podían estar en la nave cuando despegó.

—No. Tuvieron que ser lanzados a su encuentro en la sección central. Sin pasajeros, pudieron darles un empuje mucho más elevado.

—¿Es un acelerador lineal? Los tanques no parecen metálicos.

—Bueno... no. No parecen metálicos.

—El combustible debe de ser hidrógeno, ¿no? Entonces, ¿cómo pudieron lanzarlo?

—Bueno, no sabemos —Horvarth vaciló otra vez—. Quizás hubiese una zona central metálica. Desprendida también.

—Bueno. Está bien. Gracias.

Tras pensarlo un rato, Rod colocó las imágenes en el intercomunicador. Casi todo pasaba por el intercomunicador, que servía a la vez como biblioteca, centro de diversión y de comunicaciones de la
MacArthur.
En los intervalos entre alertas, o durante un combate, un canal del intercomunicador podía mostrar... cualquier cosa. Diversiones enlatadas. Torneos de ajedrez. Partidas de ping-pong entre los campeones de cada sección. Una obra de teatro si la tripulación tenía tiempo suficiente... y a veces lo tenía. Cuando se veían obligados a permanecer inmovilizados.

La nave alienígena era lógicamente el principal tema de conversación en la sala de oficiales.

—Se ven sombras en esa especie de buñuelos huecos que tiene —afirmó Sinclair—. Y se mueven.

—Pasajeros. O muebles —dijo Renner—. Lo que significa que al menos esas cuatro secciones primeras las utilizan como espacio vital. Eso quizás signifique que hay un
montón
de pajeños.

—Sobre todo —dijo Rod, que entraba entonces —si están tan hacinados como en la nave minera. Siéntense caballeros. Sírvanos —añadió, haciendo una señal al camarero.

—Uno por cada hombre a bordo de la
MacArthur
—dijo Renner—. Y menos mal que hemos adaptado todo ese espacio extra...

Blaine pestañeó. Sinclair miraba como si el siguiente acontecimiento que transmitiese el intercomunicador pudiese provocar una pelea a quince asaltos entre el ingeniero jefe y el primer piloto...

—Sandy, ¿qué piensa de la idea de Horvath? —preguntó Renner—. No me interesa nada su teoría del lanzamiento de globos de combustible con una zona central metálica. ¿No sería mejor colocar en los tanques unos cascos metálicos? Mayor apoyo estructural. A menos que...

—¿Sí? —dijo Sinclair. Renner no dijo nada.

—¿De qué se trata, Renner? —preguntó Blaine.

—Nada importante, señor, una idea loca. Tengo que aprender a disciplinar mi mente.

—Suéltelo, señor Renner.

Renner era nuevo en la Marina, pero estaba aprendiendo a identificar aquel tono.

—De acuerdo, señor. Bueno, el hidrógeno es metálico a temperatura y presión adecuadas. Si esos tanques estuviesen
realmente
presurizados, el hidrógeno transmitiría una corriente... pero se necesitaría el tipo de presiones que existen en el núcleo de un planeta gaseoso gigante.

—¿Piensa usted
realmente,
Renner, que...?

—No, por supuesto que no, capitán. Era sólo una idea.

La extraña idea de Renner atosigó a Sandy Sinclair durante la guardia siguiente. Los oficiales de ingeniería no solían hacer guardias en el puente, pero los técnicos de Sinclair acababan de terminar una revisión de los sistemas vitales del puente y Sinclair quería comprobarlo. En vez de mantener a otro oficial de vigilancia con armadura mientras se sometía el puente al vacío, Sandy decidió vigilar él mismo.

Sus reparaciones funcionaban perfectamente, como siempre. Luego, después de quitarse la armadura, Sinclair contempló plácidamente desde su silla de mando a los pajeños. El programa pajeño gozaba de una tremenda popularidad en la nave, dividiéndose la atención entre la pajeña grande del camarote de Crawford y las miniaturas. La pajeña grande acababa de reconstruir la lámpara de su cabina. Ahora daba una luz más roja y más difusa, y la pajeña estaba además reduciendo la longitud de la litera de Crawford para proporcionarse casi un metro cuadrado de espacio de trabajo. Sinclair contempló admirado el trabajo de la pajeña; era muy hábil y tenía una gran seguridad en sí misma. Que discutan lo que quieran los científicos, pensó Sandy; aquel ser era
inteligente.

En el Canal Dos jugaban las miniaturas. Tenían más público que la pajeña grande; y Bury, viéndolos a todos contemplar a los pequeños pajeños, sonreía para sí.

El Canal Dos captó la mirada de Sinclair, que apartó la vista de la pajeña grande, y luego súbitamente se incorporó de un salto. Las miniaturas estaban en plena relación sexual.

—¡Retiren eso del intercomunicador! —ordenó Sinclair. El operador pareció demorarse, pero al fin la pantalla cambió y el Canal Dos quedó en blanco. Momentos después, Renner salió al puente.

—¿Qué es lo que pasa con el intercomunicador, Sandy? —preguntó.

—No pasa nada —dijo Sinclair ásperamente.

—Sí pasa. El Canal Dos no se ve.

—Así es, señor Renner. Ha sido orden mía. —Sinclair parecía incómodo.

—Y ¿por qué pone objeciones al... programa? —preguntó Renner, sonriendo.

Other books

Hellfire Part Two by Masters, Robyn
Spellbent by Lucy A. Snyder
Roumeli by Patrick Leigh Fermor
Falcon by Helen Macdonald
Sweet and Dirty by Christina Crooks