—La cosa salió bien —dijo fríamente Plejanov—. Quizás tuviese usted razón. Quizás no la tuviese. Si hace usted otra cosa parecida, le degradaré. ¿Está claro? —Alzó un documento impreso, copia del expediente de Rod—. ¿Está la
MacArthur
preparada para el espacio?
—¿Cómo dice, señor? —la pregunta había sido formulada en el mismo tono que la amenaza, y Rod tardó unos instantes en accionar sus engranajes mentales—. Para el espacio, señor. No para un combate. Y no me gustaría que fuese muy lejos sin un reajuste general.
En la frenética hora que había pasado a bordo, Rod había realizado una inspección general, y ésa era una de las razones de que necesitara un afeitado. Ahora se sentía inquieto y sorprendido. El capitán de la
MacArthur
seguía junto a la ventana, evidentemente escuchando, pero no había dicho una palabra. ¿Por qué no le había preguntado el almirante
a él?
Mientras Blaine seguía preguntándose todo esto, habló Plejanov despejando sus dudas.
—Bueno, Bruno, tú eres Capitán de la Flota. ¿Qué dices?
Bruno Cziller se volvió. Rod se quedó asombrado: Cziller no llevaba ya la pequeña reproducción en plata de la
MacArthur
que indicaba que era su jefe. En vez de ella brillaban en su pecho el cometa y el sol del Estado Mayor de la Marina Espacial, y anchas fajas de almirante.
—¿Cómo está usted, teniente? —preguntó formulariamente Cziller; luego sonrió; aquella sonrisa oblicua era famosa en la
MacArthur—.
Tiene usted un aspecto magnífico. Al menos por el lado derecho. Bueno, estaba usted en la nave hace una hora. ¿Qué daños descubrió en ella?
Confuso, Rod fue informando del estado de la
MacArthur
según sus comprobaciones, y de los arreglos y reparaciones que había ordenado. Cziller asentía y hacía preguntas. Por último dijo:
—Y cree usted que está preparada para salir al espacio, pero no para la guerra, ¿no es cierto?
—Así es, señor. No podría enfrentarse a una nave grande, de ningún modo.
—Eso es cierto. Almirante, quiero recomendarle lo siguiente: el teniente Blaine está en condiciones de ascender y podemos darle la
MacArthur
para que vaya a repararla a Nueva Escocia y siga luego hasta la Capital. Puede llevarse con él a la sobrina del senador Fowler.
¿Darle la
MacArthur?
Rod le oyó confusamente, asombrado. Tenía miedo a creerlo, pero allí estaba la oportunidad de demostrarles algo a Plejanov y a todos los demás.
—Es muy joven. Demasiado. Nunca debería permitírsele tomar el mando de esa nave —dijo Plejanov—. Aun así, probablemente sea la mejor solución. No creo que haya ningún problema en el viaje a Esparta por Nueva Caledonia. La nave es suya, capitán. —Al ver que Rod no decía nada, Plejanov le gritó—. Mire, Blaine. Queda ascendido a capitán y tomará el mando de la
MacArthur.
Mi secretario le dará instrucciones escritas de aquí a media hora.
Cziller sonrió oblicuamente.
—Diga algo —sugirió.
—Gracias, señor. Yo... yo creí que le desagradaba.
—No esté tan seguro de lo contrario —dijo Plejanov—. Si tuviese otra alternativa sería usted ayudante de alguien. Quizás resulte usted un buen marqués, pero no tiene carácter para la Marina. Supongo que eso no importa mucho; de todos modos su carrera no es la Marina Espacial.
—Ya no, señor —dijo cuidadosamente Rod.
Aún le dolía dentro. El Gran George, que había destacado en el levantamiento de pesos a los doce años y poseía ya una gran corpulencia antes de los dieciséis... su hermano George había muerto en una batalla al otro lado del Imperio. Rod estaría planeando su futuro, o pensando voluntariamente en su casa, y el recuerdo llegaba como si alguien hubiese punzado su alma con una aguja. Muerto. ¿George?
A George correspondía heredar las fincas y los títulos. Rod sólo deseaba hacer carrera en la Marina con la posibilidad de convertirse algún día en Gran Almirante. Ahora... habían transcurrido menos de diez años y debía ocupar su puesto en el Parlamento.
—Tendrá usted dos pasajeros —dijo Cziller—. A uno lo conoce ya. Conoce usted a la señorita Sandra Bright Fowler, ¿verdad? La sobrina del senador Fowler...
—La conozco, señor. Hace años que no la veo, pero su tío cena muy a menudo en Crucis Court... Además la encontré en el campo prisión. ¿Cómo está?
—No muy bien —contestó Cziller; su sonrisa se desvaneció—. La enviamos a casa, y no tengo ni que decirle que debe tratarla con la mayor delicadeza. Viajará con usted hasta Nueva Escocia, o hasta la Capital incluso, si ella quiere. Queda al criterio de ella. Su otro pasajero, sin embargo, es una cuestión diferente.
Rod le miró atentamente. Cziller miró a Plejanov, que asintió, y continuó:
—Su excelencia, el comerciante Horace Hussein Bury, magnate, presidente del Consejo de Autonética Imperial, y figura importante de la Asociación de Comerciantes Imperiales. Viajará con usted hasta Esparta, y no debe moverse de la nave, ¿comprende?
—Bueno, no exactamente, señor —contestó Rod. Plejanov lanzó un bufido.
—Cziller lo ha dicho bastante claro. Pensamos que Bury está detrás de esta rebelión, pero no hay pruebas suficientes para una detención preventiva. Apelaría al Emperador. Pues bien, le enviaremos a Esparta para que curse su apelación. Eso es lo que la Marina considera más adecuado. Pero ¿a quién debo enviar con él, Blaine? Posee millones. Más aún. ¿Cuántos hombres podrían dar un planeta entero como soborno? Bury podría ofrecer uno.
—Yo... Sí, señor —dijo Rod.
—Y no se muestre tan desconcertado, demonios —aulló Plejanov—. No he acusado de corrupción a ninguno de mis oficiales. Pero lo cierto es que usted es más rico que Bury. Ni siquiera puede
tentarle.
Es mi principal razón para darle el mando de la
MacArthur,
así no tendré que preocuparme de mi próspero amigo.
—Comprendo. Gracias de todos modos, señor. —Y le
demostraré
que no es un error.
Plejanov asintió como si leyese los pensamientos de Blaine.
—Usted podría ser un buen oficial. Ésta es su oportunidad. Necesito que Cziller me ayude a gobernar este planeta. Los rebeldes mataron al general gobernador.
—¿Mataron al señor Haruna? —Rod estaba asombrado; recordaba al viejo caballero, con bastante más de cien años, cuando fue a casa a visitar a su padre—. Era un viejo amigo de mi padre.
—No fue al único que mataron. Pusieron las cabezas clavadas en picas a la salida de la Casa del Gobierno. Alguien pensó que eso forzaría a la gente a apoyar la lucha durante más tiempo. Les daría miedo rendirse. Bueno, ahora tienen una razón para tener miedo. El trato que usted hizo con Stone. ¿Hay alguna otra condición en ese trato?
—Sí la hay, señor. Quedará rescindido si se niega a cooperar con los servicios secretos. Tiene que dar el nombre de todos los conspiradores. Plejanov miró significativamente a Cziller.
—Que sus hombres se ocupen de eso, Bruno. Es un punto de partida. Muy bien, Blaine, disponga su nave y salga. —El almirante se levantó; la entrevista había terminado—. Tenemos mucho trabajo por delante, capitán. Empecemos.
Horace Hussein Chamun al Shamlan Bury Índico el último de los artículos que se llevaría con él y despidió a los criados. Sabía que esperarían a la salida de su
suite
para repartirse las riquezas que él dejaba atrás, pero le divertía hacerles esperar. Serían mucho más felices con la emoción del robo.
Una vez solo en la habitación se sirvió un gran vaso de vino. Era un vino de poca calidad introducido después del bloqueo, pero él apenas si lo advertía. El vino estaba oficialmente prohibido en Levante, lo que significaba que los traficantes pasaban cualquier producto alcohólico a sus clientes, incluso a los ricos como la familia Bury. Horace Bury nunca había llegado a apreciar realmente los licores caros. Los compraba para mostrar su riqueza, y para entretenerse; pero para él cualquier cosa servía. El café era una cuestión distinta.
Era un hombre bajo, como la mayoría en Levante, de piel oscura y nariz prominente, ojos negros y ardientes, rasgos afilados, gestos rápidos y un temperamento violento que sólo percibían sus más íntimos allegados. Solo ya, se permitió un gesto colérico. Sobre la mesa tenía un documento enviado desde el despacho del almirante Plejanov, e interpretó fácilmente las frases formulariamente corteses que le invitaban a abandonar Nueva Chicago y lamentaban el que no hubiese ningún pasaje civil disponible. La Marina sospechaba, y él sentía que un frío remolino de cólera amenazaba con dominarle a pesar del vino. Se mantenía tranquilo exteriormente, sin embargo, sentado ante su mesa.
¿Qué tenía contra él la Marina? Los servicios secretos tenían sospechas, pero ninguna prueba. Era el odio habitual de la Marina Espacial a los comerciantes imperiales, debido, pensaba, a que algunos miembros del estado mayor de la Marina eran judíos, y todos los judíos odiaban a los levantinos. Pero la Marina no podía tener ninguna prueba, porque si no no le invitarían a bordo de la
MacArthur
como huésped. Le pondrían grilletes. Eso significaba que Jonas Stone aún guardaba silencio.
Y debía seguir guardándolo. Bury le había pagado cien mil coronas con promesa de más. Pero no tenía confianza alguna en Stone: dos noches antes, Bury había visto a determinados hombres en la parte baja de la calle Kosciusko y les había pagado cincuenta mil coronas, por lo que esperaba que muy pronto Stone guardara silencio eterno. Podría susurrar secretos en su tumba.
¿Quedaban más cabos sueltos?, se preguntó. No. Lo que ha de suceder sucederá, alabado sea Dios... sonrió. Aquel pensamiento brotaba de modo espontáneo, y se despreciaba a sí mismo por aquella superstición estúpida. Que su padre alabase a Dios por sus éxitos; la fortuna sonreía al hombre que no dejaba nada en manos del azar; como él, que había dejado muy pocas cosas al azar en sus noventa años normales.
El Imperio había llegado a Levante diez años después de nacer Horace, y al principio su influencia fue muy escasa. En aquellos tiempos la política interior era distinta y el planeta ingresó en el Imperio con unas condiciones casi iguales a las de los mundos más avanzados. El padre de Horace Bury pronto comprendió que el imperialismo podía ser rentable. Pasó a ser uno de los elementos utilizados por los imperiales para gobernar el planeta, y amasó una inmensa fortuna: vendió audiencias con el gobernador, y traficó con la justicia como con berzas en la plaza del mercado, pero siempre cuidadosamente, siempre dejando que otros afrontasen la cólera de los hombres del servicio interior.
Su padre fue cuidadoso con las inversiones y utilizó su influencia para conseguir que Horace Hussein se educase en Esparta. Le había puesto incluso un nombre sugerido por un oficial de la Marina Imperial; sólo más tarde se enteraron de que Horace era bastante común en el Imperio y que además resultaba un poco cómico.
Bury ahogó el recuerdo de sus primeros días en las escuelas de la Capital con otro vaso de vino. ¡Había aprendido! Y ahora invertía el dinero de su padre y el suyo propio. Horace Bury no era un personaje del que uno pudiera reírse. Le había costado treinta años, pero sus agentes habían conseguido localizar al oficial que le había puesto aquel nombre. Las grabaciones de su agonía estaban ocultas en la casa que tenía Bury en Levante. Él había sido el último en reír.
Ahora compraba y vendía hombres que reían por él, compraba votos en el Parlamento, naves, y había comprado casi aquel planeta de Nueva Chicago. El control de Nueva Chicago daría a su familia influencia allí, más allá del Saco de Carbón, donde el Imperio era débil y se descubrían todos los meses nuevos planetas. Un hombre podía encontrar... ¡Cualquier cosa!
El ensueño había ayudado. Ahora citaba a sus agentes, el hombre que estaba al cargo de sus intereses allí, y Nabil, que le acompañaría como criado en la nave. Nabil era un hombre bajo, mucho más que Horace, más joven de lo que parecía, con una cara de hurón que podía adoptar miles de expresiones, y muy hábil con el puñal y el veneno, cuyo uso había aprendido en diez planetas. Horace Hussein Bury sonrió. Así que los imperiales le mantendrían prisionero a bordo de sus naves... Mientras las naves no se dirigiesen a Levante, les dejaría. Pero cuando llegasen a un puerto de gran tráfico, podría resultarles difícil hacerlo.
Rod trabajó durante tres días en la
MacArthur.
Hubo que reemplazar muchas piezas y materiales destruidos. Había pocos repuestos y la tripulación de la
MacArthur
se pasó horas en el espacio canalizando las naves de la flota de guerra de la Unión que orbitaban Nueva Chicago.
Lentamente la
MacArthur
fue quedando en perfectas condiciones de combate. Blaine trabajó con Jack Cargill, primer teniente y ahora segundo de a bordo, y con el teniente Jock Sinclair, ingeniero jefe. Como muchos otros oficiales de ingeniería, Sinclair era de Nueva Escocia. Su fuerte acento era común entre los escoceses en todo el espacio. Lo habían conservado orgullosamente como un distintivo durante las Guerras Separatistas, aun en planetas donde el gaélico era un idioma olvidado. Rod sospechaba para sí que los escoceses estudiaban aquel idioma en sus horas libres para que resultase ininteligible al resto de la humanidad.
Se soldaron las placas del casco, utilizando enormes fragmentos de armadura de las naves de guerra de la Unión. Sinclair hizo maravillas adaptando a la
MacArthur
el equipo disponible de Nueva Chicago, un repuesto de piezas que difícilmente se ajustaban al diseño original de la nave. Los oficiales de puente trabajaban noches y noches intentando explicar y traducir los cambios a la computadora principal de la nave.
Cargill y Sinclair estuvieron a punto de darse de puñetazos discutiendo algunas de las adaptaciones, sosteniendo Sinclair que lo importante era que la nave estuviese lista para el espacio, e insistiendo el teniente en que nunca podría controlar las reparaciones de las instalaciones de combate porque ni Dios sabía lo que se había hecho en la nave.
—No me agrada oír esa blasfemia —decía Sinclair cuando Rod se acercó a ellos—. ¿No es suficiente que tenga que soportar lo que se ha hecho ya a la nave?
—¡No, a menos que quieras hacer también tú de cocinero, chapucero maniático! Esta mañana no hubo manera de hacer funcionar la cafetera. Uno de tus artilleros se apoderó del calentador microndular. Ahora, por amor de Dios, haz que lo devuelva...