La Palabra (15 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: La Palabra
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Cuando llegó el día de zarpar, Steven Randall finalmente se alegró.

Ahora, recostado sobre la cama de su camarote, se volvió sobre un lado. Junto al teléfono estaban el montón de
souvenirs
y recuerdos que Darlene había acumulado durante la travesía. Randall tomó el fajo de folletos que anunciaban los eventos de cada día desde que habían estado a bordo. Había cinco de esos programas que contenían cuatro páginas cada uno, las primeras dos en inglés y las otras dos en francés. Cuatro de los folletos representaban las actividades que habían estado disponibles durante los últimos cuatro días a bordo, y el quinto describía el programa de hoy. Mañana no habría programa, puesto que llegarían a Southampton al amanecer.

Desplegando los programas como si fueran una mano de naipes enormes, Randall podía ver cuán poco realmente representaban acerca de sus propias actividades en la travesía. Y sin embargo, cada uno estimulaba su memoria. Hasta ahora había sido un espléndido viaje por mar; descansado e intelectualmente estimulante. Excepto por una experiencia incómoda el primer día, poco después de embarcar y justo antes de zarpar, éste había sido un viaje perfecto.

El primer día. Estudió el programa, impreso en la parte superior con las palabras S. S. FRANCE y decorado con ilustraciones de la Estatua de la Libertad, la Torre Eiffel, y el S. S.
France
. El primer día.

EVENTS DU JOUR

VIERNES, JUNIO 7

LOS RELOJES SE ADELANTAN 15 MINUTOS A LAS 6 P. M.

14:30
PARTIDA DE NUEVA YORK

16:00
TÉ CON MÚSICA

Salón Fontainebleau, Veranda

Cubierta Central

Randall puso a un lado el programa, y revivió lo que podía recordar de sus primeros
Events du Jour
; los rememoró en resplandores fugaces.

Después de subir la empinada escalerilla hacia la cubierta de primera clase siguiendo a Darlene, cuya indumentaria atraía la atención de los pasajeros y los oficiales del barco (sin sostén bajo una delgada blusa, con un ancho cinturón de piel, falda de seda corta, muy corta, medias negras, botas altas de piel), se habían dirigido hacia la fiesta de Buen Viaje que para George L. Wheeler se ofrecía en una sala privada, contigua a la entrada del teatro sobre la Cubierta Veranda.

La esposa de Wheeler había salido con sus hijos a su casa de campo en Canadá, así que ésta era una fiesta menos social que profesional y de negocios. La sala privada estaba abarrotada por los hombres de rostro serios, suaves y limpios y las dulces damas del Ejército de Salvación, todos ellos empleados de Mission House. Sin embargo, había algunas caras nuevas que Randall nunca antes había visto; rostros definitivamente pedagógicos o teológicos, la mayoría de ellos con sus esposas de mediana edad. Entrando a la sala con Darlene del brazo, aceptando el champaña que le ofrecían los camareros uniformados de blanco, pero rechazando los bocadillos, presentando su «secretaria» a todo aquel a quien reconocía, Randall advirtió a Naomí Dunn parada no lejos del entusiasta Wheeler.

Randall se había encaminado hacia ella cuando Wheeler lo distinguió y, dando un salto, le estrechó la mano.

—El comienzo de un viaje histórico, Steven; ¡histórico! —exclamó—. Y esta linda jovencita… ¿es su secretaria, de la que me había hablado?

Nerviosamente, Randall hizo las presentaciones. El editor estaba definitivamente intrigado por Darlene, a quien había conocido previamente a través del expediente de Towery.

—Se está usted embarcando en una actividad divina, señorita Nicholson. Como asistente del señor Randall, usted estará realizando un servicio para la Humanidad. No creo que usted conozca a nadie aquí… Steven, ¿le importaría si presento esta encantadora dama a la concurrencia?

Wheeler se encaminó con Darlene, y Randall se encontró momentáneamente a solas con Naomí Dunn. Ella estaba tiesa y constreñida, dando la espalda al tapiz de la pared y sorbiendo de su copa de champaña.

—Hola, Naomí… ¿puedo llamarla Naomí?

—¿Por qué no? Estaremos trabajando juntos.

—Eso espero. Qué bien que viniera a despedirnos.

Ella sonrió.

—Lo siento, pero no he venido a despedirlos. Viajaré con el señor Wheeler y con usted.

Randall no ocultó su sorpresa.

—George no lo había mencionado. Estoy encantado.

—El señor Wheeler nunca viaja lejos sin mí. Yo soy su banco de memoria, su enciclopedia, su contacto con el Nuevo Testamento. El señor Wheeler sabe todo lo necesario acerca del negocio editorial, pero cuando se trata de antecedentes bíblicos, confía en mí. Señor Randall, yo seré su guía durante buena parte de este viaje.

—Me complace muchísimo —dijo Randall.

Con diversión disimulada, Naomí le miró a la cara.

—¿De veras le complace? —Naomí miró por encima de él—. Será mejor que circule yo. La Primera Lección comenzará mañana por la tarde.

Cinco minutos después, Wheeler tenía cogido a Randall por el codo y lo conducía a una esquina de la sala.

—Hay dos personajes que usted debe conocer. Son extremadamente importantes para nuestro futuro. Ellos conocen nuestro secreto, por supuesto, y lo apoyan. En realidad, forman parte del proyecto. Sin ellos estaríamos desvalidos. El doctor Stonehill, de la Sociedad Bíbli ca Americana, y el doctor Evans, del Consejo Nacional de Iglesias.

El doctor Stonehill era calvo, lúgubre y un poco pomposo; y era un enamorado de las estadísticas.

—Prácticamente todas las iglesias de los Estados Unidos apoyan nuestro trabajo y contribuyen a nuestro presupuesto —le dijo a Randall—. Nueva actividad fundamental es la distribución de Biblias. Cada año surtimos a las iglesias asociadas con copias de las Escrituras, publicadas sin apéndices ni comentarios. Editamos Biblias, o extractos bíblicos, en mil doscientos lenguajes diferentes. En un solo año, junto con la Sociedad Bíblica Unida, distribuimos recientemente ciento cincuenta millones de ejemplares de las Escrituras en todo el mundo. En un solo año, conste. Estamos orgullosos de eso.

El hombre, complacido, adoptó la actitud de un pavo real. Como si el mérito de esos ciento cincuenta millones de Biblias fuese personalmente suyo. Randall no supo qué decir.

—Impresionante —musitó.

—Hay una razón que explica semejante aceptación universal —dijo el doctor Stonehill—. La Biblia es un libro para todos los hombres y todos los tiempos. Tal vez esto sea porque, como lo dijo el Papa Gregorio, la Biblia es el arroyo donde el elefante puede nadar y el cordero puede vadear… El Papa Gregorio en el siglo VI, usted sabe.

Randall lo sabía, pero su cabeza comenzaba a experimentar un vértigo.

—Con el descubrimiento, el Nuevo Testamento incrementará su valor —prosiguió el doctor Stonehill ponderadamente—, y la distribución de nuestra Sociedad se habrá de decuplicar; yo lo predigo. Hasta el presente ha habido 7.959 versículos en el Nuevo Testamento. Pero con la adición de… ni siquiera me atrevo a mencionar todavía el nuevo evangelio por su nombre…, pero con su adicción a los versículos canónicos, el entusiasmo general por Nuestro Señor no tendrá límites. La Versión del Rey Jaime, usted lo sabe, tiene 36.450 palabras de Jesús. Pero ahora, ahora…

Ahora, lo único que Randall quería era que lo rescatasen.

Minutos más tarde, alegando que tenía sed, se echó a buscar un oasis, pero pronto se encontró de nuevo en las garras de Wheeler y en la presencia del doctor Evans, jefe del Consejo Nacional de Iglesias.

El doctor Evans era mejor. Estaba tan sólo medio calvo, no era lúgubre en absoluto y rugía con controlado ardor. Era un hombre agradable, y lo que estaba diciendo intrigaba más a Randall que las estadísticas del doctor Stonehill, especialmente en ese ambiente de alboroto.

—El Consejo Nacional de Iglesias —estaba diciendo el doctor Evans— es la agencia oficial de treinta y tres comisiones eclesiásticas (protestantes, ortodoxas orientales, y una católica) en los Estados Unidos. Ninguna edición bíblica puede alcanzar el éxito total en Norteamérica sin nuestro completo apoyo. Nosotros hemos estado representados desde un principio en el proyecto del señor Wheeler, y estamos absolutamente satisfechos porque el profesor Monti ha hecho el descubrimiento arqueológico más significativo en la historia de la cristiandad. Eso no tiene paralelo. La importancia del hallazgo de ese quinto evangelio excede con mucho a la de los Rollos del Mar Muerto en Israel y la de los papiros de Nag Hamadi en Egipto. La cabal importancia de este descubrimiento aún no puede imaginarse.

—¿Cuál es su cabal importancia? —preguntó Randall—. Por supuesto, para empezar, comprueba que Jesús realmente existió.

—Oh no; no es eso —dijo el doctor Evans—. Después de todo, sólo una pequeña escuela de escépticos, principalmente en Alemania, negó siempre que Jesús hubiera existido como persona. La mayoría de los eruditos bíblicos, en verdad, nunca se preocupó mayormente por la autenticidad histórica de Jesús. Nosotros siempre hemos creído que la vida de Nuestro Señor quedó tan claramente establecida como lo quedaron las vidas de Sócrates, Platón o Alejandro Magno. Los asirios y los persas nos legaron mucha menor información acerca de sus famosos líderes, y sin embargo nunca hemos cuestionado su existencia. Por lo que toca a Jesús, siempre hemos tenido presente que el ámbito de Su actividad estuvo restringido, y que la duración de su ministerio fue extremadamente breve y que Sus seguidores fueron principalmente personas sencillas. No podríamos nosotros esperar que hubieran construido templos o erigido estatuas para honrar a Aquel que muchos parecieron considerar como un mero evangelista rural; Aquel injustamente caracterizado por Shelley como un simple demagogo parroquial. Aun la muerte de Jesús, en el contexto de Su época, fue de escasa importancia.

Randall no había pensado en eso antes.

—¿De veras piensa usted que Su muerte fue ignorada?

—¿Cuándo ocurrió? Ciertamente. Desde el punto de vista del Imperio Romano, el juicio de Jesús en Jerusalén fue puramente un disturbio local de menor importancia, de los cuales los romanos tenían cientos. Incluso, el informe de Petronio acerca del juicio de Jesús (pese al gran valor que tiene hoy para nosotros) fue meramente otro reportaje rutinario en el año 30 A. D. De hecho, señor Randall, la mayoría de los sabios bíblicos siempre han pensado que es asombroso y afortunado que se haya escrito algo acerca de Jesús por parte de gente que había recabado información de aquellos que habían conocido a Nuestro Señor. Y sucede que, a través de los evangelios, hemos recibido tal testimonio. Las cortes judiciales por lo general se han basado en el testimonio de los declarantes como evidencia de los hechos. Los evangelios nos han proporcionado tal evidencia. Los eruditos siempre comprendieron que los detalles biográficos acerca de Jesús fueron escasos porque los testigos, con sus relatos orales (en los cuales se inspiraron los evangelistas), no estaban interesados en la biografía de Cristo, sino en Su divinidad. Sus seguidores no sintieron la necesidad de registrar la historia porque para ellos la historia estaba a punto de terminar. A ellos no les interesaba la apariencia de Jesús, sino Sus actos y Sus palabras. No podían concebir la necesidad de preservar la vida o la descripción de Jesús, porque ellos esperaban Su reaparición inmediata «sobre las nubes del cielo». Pero los legos, la gente ordinaria, nunca han comprendido esto, así que los escépticos y los incrédulos se han multiplicado. Para la gente de nuestros días, educada en biografía e historia, Jesús se ha convertido en un ser irreal, en el personaje ficticio de un cuento folklórico, como Hércules o Paul Bunyan.

—Y ahora, con la nueva Biblia, usted piensa que sus dudas terminarán.

—Para siempre —dijo firmemente el doctor Evans—. Con el advenimiento de la nueva Biblia, el escepticismo universal se acabará. Jesús, el Mesías, será totalmente aceptado. La prueba será tan sólida como si se le hubiese preservado en fotografías o en película. Una vez que se sepa que Jesús tuvo un hermano que se anticipó a la duda al encargarse de asentar hechos de primera mano acerca de Su vida, una vez que se sepa que han sobrevivido fragmentos de un manuscrito que contiene el relato de un testigo ocular acerca de Su Ascensión, el mundo experimentará una conmoción y la fe se restaurará en todas partes. Sí, señor Randall, lo que el señor Wheeler y sus colegas están a punto de presentar al mundo no sólo arrasará la desconfianza, sino que además inspirará un milenio de fe y esperanza entre los hombres. Durante siglos, los seres humanos han deseado creer en un Redentor. Ahora, por fin, podrán hacerlo. Usted se está embarcando en una jornada memorable, señor Randall. Todos estamos adentro. Y es por esa jornada que le deseo un buen viaje.

Aturdido, incapaz todavía de absorber las implicaciones del hallazgo, Randall buscó una tregua en otra copa de champaña, y luego la simple realidad en la persona de Darlene Nicholson.

Buscando, la encontró cerca de la puerta. Un oficial francés se acababa de acercar a ella, inclinándose para murmurarle algo al oído. Darlene asintió con la cabeza y apresuradamente lo siguió fuera del salón privado. Sintiendo curiosidad por esa salida tan repentina, Randall rellenó su copa y, sorbiéndola, decidió averiguar a dónde había ido ella.

Abriéndose paso a través de la multitud de visitantes, Randall emergió hacia la zona del ascensor. A Darlene no se la veía por ningún lado. Preparándose para buscarla en la Cubierta Principal, de repente la vio parada frente a las ventanas abiertas de la Cubierta Veranda; y no estaba sola. Estaba sumergida en una profunda conversación con un hombre joven. Darlene tenía veinticuatro años de edad, y el joven de apariencia formal que estaba con ella no podía haber sido más que uno o dos años mayor. El holgado traje que vestía no ocultaba su delgada estructura. Tenía el cabello rubio de un tono arenoso, muy corto y erizado, y era de mandíbula prominente. Parecía suplicante ante Darlene.

Entonces, rememorando una instantánea que Darlene le había mostrado una vez con el propósito de mortificarlo, Randall reconoció al joven. Era Roy Ingram, su antiguo novio de Kansas City. Era contador, o cuando menos planeaba serlo. Antes de que pudiera especular acerca de la presencia de Roy aquí, Darlene advirtió a Randall, le hizo un ademán y se dirigió hacia dentro precediendo al joven para presentárselo.

Randall buscó la manera de escapar, pero era demasiado tarde. Los dos ya estaban ahí. Darlene sostenía en su mano un ramillete de gardenias, y Randall no podía creer que esos ramilletes todavía existieran.

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