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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Infantil y juvenil, Policíaco

LA PALABRA CLAVE y otros misterios (3 page)

BOOK: LA PALABRA CLAVE y otros misterios
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Alberto Saura

Al salir del Museo de Historia Natural, mientras cruzaba la calle para dirigirme hacia la boca del metro, vi un gran gentío en un extremo del edificio. También había coches de la policía y pude oír la sirena de una ambulancia que se acercaba.

Estuve dudando durante un minuto, pero luego seguí mi camino. La multitud de curiosos siempre estorba a los policías en su trabajo de salvar vidas. Mi padre, que es detective de la policía, siempre se queja de lo mismo, y ahora no iba a ser yo quien les dificultara la tarea.

Así que me puse a pensar en el examen sobre la polución del aire que tenía que sufrir para pasar a la clase superior. Mentalmente ordené las notas que sobre ese tema había tomado en el Museo.

Naturalmente, sabía que podría enterarme de lo que había ocurrido al leer los periódicos de la tarde. Además, se lo preguntaría a mi padre después de cenar. Algunas veces, mi padre nos hablaba de sus casos, siempre sin dar demasiados detalles. Mamá y yo ya sabíamos que estaba prohibido hablar con nadie de lo que él nos contaba.

Cuando aquella noche le pregunté sobre el suceso de la mañana, mamá me miró preocupada y dijo:

—Tu padre ha estado en el Museo casi todo el día. Yo dije:

—Yo también estaba allí, a primera hora de la mañana, preparando mi examen—. Mamá estaba preocupada:

—Debe de haber habido algún tiroteo en el Museo o sus alrededores.

Para tranquilizarla, papá explicó:

—No exactamente. Un hombre intentó esconderse en el Museo, pero no lo consiguió.

—Yo sí lo hubiera conseguido —dije—. Conozco todos los rincones del Museo.

Papá, a quien no le gustaba verme alardear, frunció el ceño:

—Los hombres que le perseguían no le dejaron ni entrar, lo cogieron fuera del Museo, lo acuchillaron y huyeron. Pero estoy seguro de que les atraparemos. Ya sabemos quienes son.

Hizo un movimiento con la cabeza y prosiguió:

—Son los que quedaron de la banda que atracó aquella joyería hace dos semanas. Conseguimos recuperar las joyas, nos falta un diamante, uno muy grande, valorado en más de dos millones de pesetas.

—Tal vez fuera el diamante lo que buscaban los asesinos —dije.

—Exactamente. El hombre muerto intentaba seguramente separarse de los otros dos y largarse con el diamante para él solo. Después de matarle le registraron todos los bolsillos y casi le arrancaron la ropa.

—¿Consiguieron el diamante, papá? —pregunté.

—¿Cómo quieres que lo sepa? La mujer que nos informó del asesinato encontró al hombre cuando ya casi no podía ni hablar. La mujer explicó que la víctima le había dicho cuatro palabras, muy despacio: «Vea a… Alberto… Saura…» Luego murió.

—¿Quién es Alberto Saura? —preguntó mamá. Papá se encogió de hombros.

—No lo sé. Ni tan sólo sé si esto fue en realidad lo que dijo el moribundo. La mujer estaba casi histérica. Si ella no se equivoca y eso fue lo que dijo la víctima, tal vez los asesinos no consiguieron el diamante. Tal vez el muerto lo haya confiado a ese Alberto, quien quiera que sea. Puede que se diera cuenta de que iba a morir y quisiera devolverlo para tranquilizar su conciencia.

—¿Hay algún Alberto Saura en la guía telefónica? —pregunté yo.

Papá dijo:

—¿Crees que no lo hemos comprobado? Sí, hay dos, pero ambos están libres de sospecha: uno es un enfermo crónico y otro vive en Australia desde hace diez años. Y en nuestros archivos y en los de la Oficina Central, tampoco tenemos nada.

Luego, mamá reflexionó:

—Tal vez no se trate de una persona, puede que sea una marca.
Galletas Alberto Saura,
o algo parecido.

—Podría ser —dijo papá— pero no existe ninguna firma con ese nombre. Sin embargo, existen en otras ciudades personas que llevan ese nombre. Vamos a investigar a todos los Albertos Sauras del país aunque no figuren en la guía telefónica. Van a ser días de lenta rutina.

De pronto, tuve una idea y me desbordé:

—Escucha papá, tal vez tampoco sea una marca, puede que sólo sea una cosa. Tal vez aquella mujer no oyera «Vea a Alberto Saura» sino «Ve al bar Tesoro», o algo así ¿comprendes? Si el hombre muerto tenía un bar, a lo mejor escondió el diamante en algún rincón de su establecimiento o en el fondo de una botella de vino… o… como suena casi igual «Vea a Al…berto Saura» que «Ve al bar… Tesoro», ¿qué te parece? ¿O a lo mejor fue «Ve al barco Sara…» ¡A lo mejor era marinero y el diamante está en su barco Sara! Muchas embarcaciones llevan nombres de chica ¿verdad? No es nada extraño el que un barco se llame Sara. ¡Quizá lo que dijo en realidad fue «Ve al barco Sara» y no «Vea a Alberto Saura»!

Sonriendo, papá me señaló con el dedo.

—Muy bien, Lorenzo. Una gran idea. Pero ese hombre no poseía ningún bar llamado Tesoro, ni ningún barco llamado Sara, ni nada con esos nombres, al menos por lo que sabemos hasta ahora. Hemos registrado el lugar donde vivía y no hemos encontrado ningún papel con esos nombres ni nada que se le parezca. Y tampoco hemos hallado nada referente a bares o barcos.

—Bueno —me resigné, un poco desilusionado—. A fin de cuentas supongo que no debía ser una idea tan buena. ¿Por qué, si no, habría dicho
«vea a o ve
al o vea al»?
O bien escondió el diamante en algún sitio o bien no lo hizo. Pero él lo sabía. ¿Por qué entonces dijo
«vea al…»
o algo parecido?

Y luego, de pronto, se me ocurrió otra idea.
¿Y si…?

Papá se levantaba como si quisiera poner en marcha el televisor cuando yo pregunté:

—Papá: ¿podrías entrar en el Museo a estas horas?

—¿Como policía? Claro que sí.

—Papá: —propuse casi sin aliento— creo que sería mejor ir a echar una ojeada. Ahora. Antes de que empiece a entrar de nuevo la gente.

—¿Por qué?

—Tengo una idea, tal vez sea una tontería, pero…

Papá no insistió. Le gustaba que tuviera mis propias ideas. Pensaba que tal vez algún día llegaría a ser también detective. Por eso me dijo:

—Está bien, sigamos tu iniciativa y veamos qué pasa.

Llamó al Museo, tomamos un taxi y llegamos allí justo cuando el anochecer extinguía las últimas luces diurnas. En la puerta encontramos al guarda que iba a acompañarnos.

Nunca había estado en el Museo cuando estaba todo oscuro.

Parecía un inmenso y oscuro túnel del metro y la linterna del guarda lo hacía todo más oscuro y misterioso.

Tomamos el ascensor hasta la cuarta planta donde unas inmensas sombras se recortaban en la pared contra la linterna del guarda.

—¿Quieren que les encienda las luces de esta sala? —nos preguntó el guarda.

—Sí, por favor —pedí.

Allí estaban todos, algunos en vitrinas, pero los más grandes en el centro de la gran sala. Huesos y dentaduras, columnas vertebrales de los gigantes que habían dominado la tierra hace cientos de millones de años.

—Quiero ver éste de cerca, —solicité—. ¿Puedo saltar la barandilla?

—De acuerdo —accedió el guarda y me ayudó. Me incliné sobre la plataforma observando el material gris, como de mármol, sobre el que se exhibía el esqueleto.

—¿Qué es esto? —pregunté. Tenía un color muy parecido al de la argamasa de la plataforma, pero se notaba como un bultito añadido, como un botón.

—Chicle —dijo el guarda enfadado—. No sé cómo vigilar a los críos…

—Ese hombre intentaba escapar y quiso probar suerte guardándolo aquí… para que los otros no…

Antes de que pudiera terminar mi frase, papá ya me había quitado el chicle de las manos. Empezó a deshacerlo en pequeños trocitos. Algo en su interior brilló al recibir el contacto de la luz. Papá lo puso en un sobre.

—¿Cómo lo has sabido? —me preguntó.

—Ven, mira lo que pone aquí. Añádele
«Vea» o «ve al…»
y ya tienes la palabra clave.

Era un esqueleto magnífico. Tenía un cráneo como el de un lagarto inmenso, unas patas traseras grandísimas, y las delanteras como muñones, y una larga cola que junto a las vértebras del cuerpo formaba una columna de unos nueve metros de longitud. El animal debió de pesar unos tres mil kilos, como un elefante, más o menos. Vivió en la Era Secundaria, hace unos doscientos millones de años. El letrero ponía «Albertosaurio».

El décimotercer día de las fiestas de Navidad

Ese año todos estuvimos muy contentos cuando hubo pasado el día de Navidad.

Fue una Nochebuena horrible. Yo permanecí despierto todo el tiempo que pude esperando, en cualquier momento, oír el estallido de una bomba. Mamá estuvo también despierta, junto a mí, hasta la medianoche del día de Navidad, hasta que papá llamó para anunciar:

—Perfecto, no ha ocurrido nada. Estaré en casa tan pronto como pueda.

Mamá y yo bailamos de alegría por el comedor como si celebráramos la llegada del Papá Noel. Al cabo de una hora llegó papá y nos fuimos a la cama. Ese día dormimos mejor que nunca.

Nuestra familia es un caso especial. Papá es detective de la policía y esos días, con las amenazas de los terroristas, puede llegar a estar muy ocupado. Por eso, cuando el día 20 de diciembre llegó a la Comisaría la amenaza de que el Día de Navidad estallaría una bomba en las oficinas soviéticas de las Naciones Unidas, se lo tomaron muy en serio.

Todos los miembros del cuerpo fueron puestos en servicio.

También intervino el Servicio Secreto. Los soviéticos tenían sus propios medios de seguridad, pero a papá no le bastaban.

El peor día fue la víspera de Navidad.

—Si alguien está lo suficientemente loco para querer colocar una bomba y no le asusta el ser apresado luego, lo más probable es que lo consiga por muchas precauciones que tomemos.

La voz de papá delataba una angustia que raras veces notábamos en él.

—Supongo que no existe ningún medio para saber de quién se trata —dijo mamá. Papá negó con la cabeza.

—La amenaza está escrita con letras de periódico pegadas sobre un papel, sin huellas dactilares, sólo manchas. Lo único que tenemos es un material corriente que no podemos investigar porque no nos llevaría a nada, y una amenaza. ¿Qué podemos hacer?

—Supongo que debe tratarse de alguien a quien no le gustan los rusos —comentó mamá.

—Esto no nos ayuda mucho —dijo papá—. Naturalmente los soviéticos dicen que se trata de una amenaza de los judíos y hemos tenido que vigilar a los de la Liga para la defensa de los Judíos.

—Pero papá —intervine yo—, esto no tiene ningún sentido. El pueblo judío no hubiera elegido el día de Navidad para hacer una cosa así, ¿no te parece? Para ellos ese día no significa nada y tampoco significa nada para la Unión Soviética. Oficialmente son ateos.

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