La paloma
es la historia de un incidente en París. Una parábola de cotidianidad insólita que se agranda hasta adquirir la dimensión de una pesadilla.
Un personaje singular descubre cierto día la presencia inesperada de una paloma ante la habitación en la que reside. Este percance, imprevisto y minúsculo, cobra proporciones aterradoras en la mente del protagonista, y convierte en una pesadilla pavorosa y grotesca a un tiempo la jornada de su vida, de la que el lector será testigo.
Patrick Süskind
La paloma
ePUB v2.1
Mística23.07.12
Título original:
Die Taube
Patrick Süskind, 1988.
Traducción: Pilar Giralt Gorina
Editor original: Mística (v1.0 a v2.1)
Corrección de erratas: GusiX, jugaor, Mística
ePub base v2.0
Cuando le ocurrió lo de la paloma —que desquició su existencia de la noche a la mañana—, Jonathan Noel ya pasaba de los cincuenta, tenía a sus espaldas un período de veinte años largos exentos del menor incidente y jamás hubiese contado con que pudiera sucederle todavía algo trascendental excepto, en su día, la muerte. Y le parecía muy bien, ya que los sucesos no le gustaban e incluso aborrecía los que trastornaban el equilibrio interior y sembraban la confusión en el orden exterior de la vida.
La mayoría de estos sucesos se remontaban, gracias, a Dios, a mucho tiempo atrás, al triste pasado de su infancia y juventud del que prefería no acordarse nunca y, que, si lo hacía, le causaba la mayor desazón: una tarde de verano en Charenton, en julio de 1942 cuando volvía a su casa después de pescar —aquel día había descargado una tormenta y llovido después de un calor prolongado, y por el camino hacia su casa se había quitado los zapatos y caminado con los pies descalzos por el asfalto caliente y húmedo, pisando los charcos, un placer indescriptible…— llegó, pues, a su casa después de pescar y corrió a la cocina con la esperanza de encontrar allí a su madre, guisando; pero su madre no estaba, sólo estaba el delantal, colgado del respaldo de la silla. Su madre se había ido, dijo el padre, había tenido que emprender un largo viaje. Se la han llevado, dijeron los vecinos, primero al Vélodrome d’Hiver y más tarde al campo de Drancy y de allí al Este, de donde nadie regresa. Y Jonathan no comprendió nada de este hecho, el hecho lo confundió totalmente, y unos días después también su padre desapareció, y Jonathan y su hermana pequeña se encontraron de repente en un tren que se dirigía al Sur, y fueron acompañados de noche por unos desconocidos a través de una pradera y arrastrados por un trozo de bosque y puestos de nuevo en un tren que se dirigía al Sur, lejos, increíblemente lejos, y un tío al que no habían visto nunca los recogió en Cavaillon y los llevó a su granja, cerca del pueblo de Puget, en el valle del Durance, y allí los mantuvo ocultos hasta el final de la guerra. Entonces los puso a trabajar en los campos de labranza.
A principios de los años cincuenta —Jonathan ya empezaba a encontrarle gusto a la vida de labrador— su tío le dijo que debía presentarse para el servicio militar y Jonathan, obediente, se enganchó por tres años. Durante el primero se dedicó exclusivamente a acostumbrarse a las incomodidades de la vida en común y de cuartel. En el segundo le embarcaron con destino a Indochina, y pasó la mayor parte del tercer año en un hospital, con disentería amébica, una bala en un pie y otra en una pierna. Cuando volvió a Puget en la primavera de 1954, su hermana había desaparecido, emigrado a Canadá, según le dijeron. El tío exigió ahora a Jonathan que se casara sin pérdida de tiempo y, precisamente, con una muchacha llamada Marie Baccouche, del pueblo vecino de Lauris, y Jonathan, que no la había visto nunca, hizo lo que le mandaban, incluso de buen grado, porque a pesar de no tener una idea exacta sobre el matrimonio, esperaba encontrar por fin en él aquel estado de tranquilidad monótona y ausencia de incidentes, que era su único deseo. Sin embargo, cuatro meses después Marie dio a luz un niño, y aquel mismo otoño se fugó con un tunecino, vendedor de frutas en Marsella.
De estos últimos sucesos concluyó Jonathan que no se podía confiar en los seres humanos y sólo era posible vivir en paz manteniéndose alejado de ellos. Y como ahora era además el hazmerreír del pueblo, lo cual no le molestaba por la burla en sí, sino por la atención general que suscitaba, tomó una decisión por primera vez en su vida: fue al Crédit Agricole, retiró sus ahorros, hizo la maleta y se marchó a París.
Entonces tuvo dos grandes golpes de suerte. Encontró trabajo de vigilante en un Banco de la rue de Sèvres y encontró un techo, lo que se llama una
chambre de bonne
, en el sexto piso de una casa de la rue de la Planche. Se accedía a la habitación por un pasillo interior, la angosta escalera de la entrada de proveedores y un pasillo estrecho débilmente iluminado por una ventana. A este pasillo daban dos docenas de cuartuchos con puertas numeradas, pintadas de gris, y al fondo se hallaba el número 24, la habitación de Jonathan. Medía tres metros cuarenta de longitud por dos metros veinte de anchura y dos metros cincuenta de altura, y poseía como únicas comodidades una cama, una mesa, una silla, una bombilla y una percha; nada más. En los años sesenta se aumentó la potencia eléctrica lo suficiente para conectar una placa de cocina y una estufa; se instalaron cañerías de agua corriente y se proveyó a las habitaciones de lavabos y calentadores. Hasta entonces, todos los inquilinos del desván, si no infringían la prohibición de usar un infiernillo de alcohol, habían comido frío, dormido en habitaciones frías y lavado sus calcetines, su escasa vajilla y a sí mismos con agua fría en un único lavabo en el pasillo, junto a la puerta del retrete común. Nada de esto molestaba a Jonathan, que no buscaba comodidad, sino un albergue seguro que sólo le perteneciera a él, que le protegiera de las desagradables sorpresas de la vida, y del que nadie pudiera echarle nunca. Y cuando entró por primera vez en la habitación número 24 supo enseguida: Esto es lo que siempre has querido, aquí te quedarás. (Exactamente lo que se supone que ocurre a los hombres en el llamado amor a primera vista, cuando sienten de pronto que una mujer desconocida hasta ahora es la mujer de su vida y permanecerán a su lado hasta el fin de sus días).
Jonathan Noel alquiló esta habitación por cinco mil francos antiguos al mes, salía de ella cada mañana para ir al trabajo en la cercana rue de Sèvres, volvía al atardecer con pan, salchichas, manzana y queso, comía, dormía y era feliz. Los domingos no abandonaba ni un momento la habitación, sino que la limpiaba y cambiaba las sábanas de la cama. Así vivió, tranquilo y satisfecho, año tras año, decenio tras decenio.
En este tiempo cambiaron determinadas cosas externas, como el precio del alquiler y la clase de inquilinos. En los años cincuenta vivían aún muchas chicas de servicio en los otros cuartos, además de parejas jóvenes y algunos jubilados. Más tarde se vio entrar y salir a muchos españoles, portugueses y norteafricanos. A fines de los años sesenta dominaron los estudiantes, y, después dejaron de estar alquiladas las veinticuatro habitaciones. Muchas permanecían vacías o servían a sus propietarios, que vivían en los pisos inferiores, de trastero o cuarto de invitados ocasional. El número 24 de Jonathan se había convertido al correr los años en una vivienda relativamente confortable. Había comprado una cama nueva y empotrado un armario en la pared, cubierto con una moqueta gris los siete metros y medio cuadrados de suelo y, forrado con un bonito papel rojo brillante el rincón donde cocinaba y se lavaba. Poseía una radio, un televisor y una plancha. Ya no colgaba sus víveres, como antes, en el exterior de la ventana, dentro de una bolsita, sino que los guardaba en una nevera diminuta colocada debajo del lavabo, de modo que ahora la mantequilla no se le derretía ni se le secaba el jamón aun en el verano más caluroso. A la cabecera de la cama se había clavado un estante en el que tenía nada menos que diecisiete libros, que eran: un diccionario médico de bolsillo en tres tomos, varios volúmenes ilustrados sobre el hombre de Cromagnon, técnicas de fundición de la Edad de Bronce, el antiguo Egipto, los etruscos y la Revolución Francesa, un libro sobre veleros, uno sobre banderas, uno sobre el mundo animal de los trópicos, dos novelas de Alejandro Dumas, padre, las memorias de Saint-Simon, un libro de cocina sobre platos únicos, el Pequeño Larousse y el
Breviario para el personal de vigilancia y protección con atención especial a las instrucciones sobre el empleo de la pistola de servicio
. Debajo de la cama tenía almacenada una docena de botellas de vino tinto, entre ellas una de Château Cheval Blanc grand cru classé, que reservaba para el día de su jubilación en 1998. Un ingenioso sistema de lámparas eléctricas conseguía que Jonathan pudiera sentarse a leer el periódico en tres puntos diferentes de su habitación —a la cabecera y a los pies de la cama, así como ante una mesita— sin deslumbrarse y sin que se proyectara ninguna sombra sobre el periódico.
Claro que a causa de las numerosas adquisiciones la habitación se había empequeñecido todavía más y, en cierto modo, crecido hacia dentro como una ostra que fabrica demasiado nácar, y con sus diversas y refinadas instalaciones se parecía más a un camarote de barco o a un lujoso compartimiento de coche cama que a una sencilla
chambre de bonne
. Había conservado, sin embargo, en el transcurso de los treinta años su cualidad esencial: era y seguía siendo la isla segura de Jonathan en un mundo inseguro, su sólido refugio, su albergue y, sí, incluso, su amante, porque la pequeña habitación le abrazaba con ternura cuando volvía al atardecer, le calentaba y protegía, le alimentaba el cuerpo y el alma, estaba siempre allí cuando la necesitaba y no le abandonaba nunca. Era, de hecho, lo único que en su vida había demostrado ser digno de confianza. Y por esto no había pensado ni por un momento en separarse de ella, ni siquiera ahora, cuando ya pasaba de los cincuenta y a veces le costaba un poco de esfuerzo subir los numerosos peldaños, y cuando su sueldo le permitiría alquilar un apartamento en toda regla, con cocina, retrete y cuarto de baño propios. Seguía fiel a su amada e incluso tenía la intención de unirse a ella con lazos más estrechos. Quería perpetuar su relación, comprándola. Ya había cerrado el trato con Madame Lassalle, la propietaria. Costaría cincuenta y cinco mil francos nuevos, de los cuales ya había pagado cuarenta y siete mil. El resto de ocho mil francos debía quedar saldado a finales de año. Y entonces sería definitivo y nada en el mundo podría desunir a Jonathan y a su amada habitación hasta que la muerte los separase.
Así estaban las cosas cuando en agosto de 1984, un viernes por la mañana, ocurrió lo de la paloma.
Jonathan acababa de levantarse. Se había puesto zapatillas y bata para ir al retrete del piso, como cada mañana antes de afeitarse. Antes de abrir la puerta, acercó la oreja al entrepaño y escuchó por si oía a alguien en el pasillo. No le gustaba encontrar a otros inquilinos y menos por la mañana, cuando iba en pijama y bata, y menos aún en dirección al retrete. Encontrarlo ocupado ya sería bastante desagradable para él, pero la idea de tropezar ante el retrete con un inquilino se le antojaba francamente horrible. Le había ocurrido una sola vez, en el verano de 1959, hacía veinticinco años, y aún se estremecía al recordarlo: el susto simultáneo a la vista del otro, la pérdida simultánea de anonimato en una circunstancia que requería un anonimato total, el simultáneo retroceso y paso adelante, las palabras corteses simultáneamente proferidas, por favor, después de usted, oh, no, después de usted, Monsieur, no tengo ninguna prisa… no, usted primero, insisto… y todo esto ¡en pijama! No, se negaba a experimentarlo otra vez y no había vuelto a experimentarlo gracias a su profiláctica escucha. Aguzando el oído, veía el pasillo a través de la puerta. Conocía todos los ruidos del piso. Sabía interpretar cada crujido, cada chirrido, cada leve murmullo o susurro e incluso el silencio. Y sabía con toda seguridad —ahora que había aplicado dos segundos el oído a la puerta— que no había nadie en el pasillo, que el retrete estaba desocupado, que todos seguían durmiendo. Hizo girar con la mano izquierda el botón de la cerradura de seguridad y con la derecha el pomo de la cerradura de golpe, descorriendo el pestillo, y con un ligero tirón la puerta se abrió.