En la concepción de Bohr los electrones de los estados de energía altos saltan espontáneamente a los niveles más bajos. Acordaos ahora de nuestra pequeña clase sobre la conservación de la energía. Si los electrones saltan hacia abajo, pierden energía, y de esa energía perdida hay que dar cuenta. Bohr dijo: «no es problema». Un electrón que cae emite un fotón cuya energía es igual a la diferencia de la energía de las órbitas. Si el electrón salta del nivel 4 al 2, por ejemplo, la energía del fotón es igual a
E4 → E2
. Hay muchas posibilidades de salto, como
E4 → E1
;
E4 → E3
;
E4 → E2
. También se permiten los saltos multinivel, como
E4 → E2
y entonces
E2 → E1
. Cada cambio de energía da lugar a la emisión de una longitud de onda correspondiente, y se observa una serie de líneas espectrales.
La explicación del átomo
ad hoc
, cuasiclásica de Bohr, fue una obra, aunque heterodoxa, de virtuoso. Echó mano de Newton y Maxwell cuando convenía. Los descartó cuando no. Recurrió a Planck y Einstein allí donde funcionaban. Algo monstruoso. Pero Bohr era brillante y obtuvo la solución correcta.
Repasemos. Gracias a la obra de Fraunhofer y Kirchhoff en el siglo XIX conocemos las líneas espectrales. Supimos que los átomos (y las moléculas) emiten y absorben radiación a longitudes de onda específicas, y que cada átomo tiene su patrón de longitudes de onda característico. Gracias a Planck, supimos que la luz se emite en forma de cuantos. Gracias a Hertz y Einstein, supimos que se absorbe también en forma de cuantos. Gracias a Thomson, supimos que hay electrones. Gracias a Rutherford, supimos que el átomo tiene un núcleo pequeño y denso, vastos vacíos y electrones dispersos por ellos. Gracias a mi madre y a mi padre, aprendí todo eso. Bohr reunió estos datos, y muchos más. A los electrones sólo se les permiten ciertas órbitas, dijo Bohr. Absorben energía en forma de cuantos, que les hacen saltar a órbitas más altas. Cuando caen de nuevo a las órbitas más bajas emiten fotones, cuantos de luz, que se observan en la forma de longitudes de onda específicas, las líneas espectrales peculiares de cada elemento.
A la teoría de Bohr, desarrollada entre 1913 y 1925, se le da el nombre de «vieja teoría cuántica». Planck, Einstein y Bohr habían ido haciendo caso omiso de la mecánica clásica en uno u otro aspecto. Todos tenían datos experimentales sólidos que les decían que tenían razón. La teoría de Planck concordaba espléndidamente con el espectro del cuerpo negro, la de Einstein con las mediciones detalladas de los fotoelectrones. En la fórmula matemática de Bohr aparecen la carga y la masa del electrón, la constante de Planck, unos cuantos π, números —el 3— y un entero importante (el número cuántico) que numera los estados de energía. Todas estas magnitudes, multiplicadas y divididas oportunamente, dan una fórmula con la que se pueden calcular todas las líneas espectrales del hidrógeno. Su acuerdo con los datos era notable.
A Rutherford le encantó la teoría de Bohr. Planteó, sin embargo, la cuestión de cuándo y cómo el electrón decide que va a saltar de un estado a otro, algo de lo que Bohr no había tratado. Rutherford recordaba un problema anterior: ¿cuándo decide un átomo radiactivo que va a desintegrarse? En la física clásica, no hay acción que no tenga una causa. En el dominio atómico no parece que se dé ese tipo de causalidad. Bohr reconoció la crisis (que no se resolvió en realidad hasta el trabajo que publicó Einstein en 1916 sobre las «transiciones espontáneas») y apuntó una dirección posible. Pero los experimentadores, que seguían explorando los fenómenos del mundo atómico, hallaron una serie de cosas con las que Bohr no había contado.
Cuando el físico estadounidense Albert Michelson, un fanático de la precisión, examinó con mayor atención las líneas espectrales, observó que cada una de las líneas espectrales del hidrógeno consistía en realidad en dos líneas muy juntas, dos longitudes de onda muy parecidas. Esta duplicación de las líneas significaba que cuando el electrón va a saltar a un nivel inferior puede optar por dos estados de energía más bajos. El modelo de Bohr no predecía ese desdoblamiento, al que se llamó «estructura fina». Arnold Sommerfeld, contemporáneo y colaborador de Bohr, percibió que la velocidad de los electrones en el átomo de hidrógeno es una fracción considerable de la velocidad de la luz, así que había que tratarlos conforme a la teoría de la relatividad de Einstein de 1905; dio así el primer paso hacia la unión de las dos revoluciones, la teoría cuántica y la teoría de la relatividad. Cuando incluyó los efectos de la relatividad, vio que donde la teoría de Bohr predecía una órbita, la nueva teoría predecía dos muy próximas. Esto explicaba el desdoblamiento de las líneas. Al efectuar sus cálculos, Sommerfeld introdujo una «nueva abreviatura» de algunas constantes que aparecían con frecuencia en sus ecuaciones. Se trataba de
2πe² / hc
, que abrevió con la letra griega alfa (α). No os preocupéis de la ecuación. Lo interesante es esto: cuando se meten los números conocidos de la carga del electrón,
e
, la constante de Planck,
h
, y la velocidad de la luz,
c
, sale α = 1/137. Otra vez el 137, número puro.
Los experimentadores siguieron añadiéndole piezas al modelo del átomo de Bohr. En 1896, antes de que se descubriese el electrón, un holandés, Pieter Zeeman, puso un mechero Bunsen entre los polos de un imán potente y en el mechero un puñado de sal de mesa. Examinó la luz amarilla del sodio con un espectrómetro muy preciso que él mismo había construido. Podemos estar seguros de que las amarillas líneas espectrales se ensancharon, lo que quería decir que el campo magnético dividía en realidad las líneas. Mediciones más precisas fueron confirmando este efecto, y en 1925 dos físicos holandeses, Samuel Goudsmit y George Uhlenbeck, plantearon la peculiar idea de que el efecto podría explicarse si se confería a los electrones la propiedad del giro o «espín». En un objeto clásico, una peonza, digamos, el giro alrededor de sí misma es la rotación de la punta de arriba alrededor de su eje de simetría. El espín del electrón es la propiedad cuántica análoga a ésa.
Todas estas ideas nuevas eran válidas en sí mismas, pero estaban conectadas al modelo atómico de Bohr de 1913 con muy poca gracia, como si fuesen productos cogidos de aquí y allá en una tienda de accesorios. Con todos esos pertrechos; la teoría de Bohr ahora tan potenciada, un viejo Ford remozado con aire acondicionado, tapacubos giratorios y aletas postizas, podía explicar una cantidad muy impresionante de datos experimentales exactos brillantemente obtenidos.
El modelo sólo tenía un problema. Que estaba equivocado.
La teoría de retales iniciada por Niels Bohr en 1912 se iba viendo en dificultades cada vez mayores. En ésas, un estudiante de doctorado francés descubrió en 1924 una pista decisiva, que reveló en una fuente improbable, la farragosa prosa de una tesis doctoral, y que en tres años haría que se produjese una concepción de la realidad del micromundo totalmente nueva. El autor era un joven aristócrata, el príncipe Louis-Victor de Broglie, que pechaba con su doctorado en París. Le inspiró un artículo de Einstein, quien en 1909 había estado dándole vueltas al significado de los cuantos de luz. ¿Cómo era posible que la luz actuara como un enjambre de puñados de energía —es decir, como partículas— y al mismo tiempo exhibiera todos los comportamientos de las ondas, la interferencia, la difracción y otras propiedades que requerían que hubiese una longitud de onda?
De Broglie pensó que este curioso carácter dual de la luz podría ser una propiedad fundamental de la naturaleza y que cabría aplicarla también a objetos materiales como los electrones. En su teoría fotoeléctrica, siguiendo a Planck, Einstein había asignado una cierta energía al cuanto de luz relacionada con su longitud de onda o frecuencia. De Broglie sacó entonces a colación una simetría nueva: si las ondas pueden ser partículas, las partículas (los electrones) pueden ser ondas. Concibió un método para asignar a los electrones una longitud de onda relacionada con su energía. Su idea rindió inmediatamente frutos en cuanto se la aplicó a los electrones del átomo de hidrógeno. La asignación de una longitud de onda dio una explicación de la misteriosa regla
ad hoc
de Bohr según la cual al electrón sólo se le permiten ciertos radios. ¡Está claro como el agua! ¿Lo está? Seguro que sí. Si en una órbita de Bohr el electrón tiene una longitud de onda de una pizca de centímetro, sólo se permitirán aquellas en cuya circunferencia quepa un número entero de longitudes de onda. Probad con la cruda visualización siguiente. Coged una moneda de cinco centavos y un puñado de peniques. Colocad la moneda de cinco centavos (el núcleo) en una mesa y disponed un número de peniques en círculo (la órbita del electrón) a su alrededor. Veréis que os harán falta siete peniques para formar la órbita menor. Esta define un radio. Si queréis poner ocho peniques, habréis de hacer un círculo mayor, pero no
cualquier
círculo mayor; sólo saldrá con cierto radio. Con radios mayores podréis poner nueve, diez, once o más peniques. De este tonto ejemplo podréis ver que si os limitáis a poner peniques enteros —o longitudes de onda enteras— sólo estarán permitidos ciertos radios. Para obtener círculos intermedios habrá que superponer los peniques, y si representan longitudes de onda, éstas no casarán regularmente alrededor de la órbita. La idea de De Broglie era que la longitud de onda del electrón (el diámetro del penique) determina el radio permitido. La clave de esta idea era la asignación de una longitud de onda al electrón.
De Broglie, en su tesis, hizo cábalas acerca de si sería posible que los electrones mostrasen otros efectos ondulatorios, como la interferencia y la difracción. Sus tutores de la Universidad de París, aunque les impresionaba el virtuosismo del joven príncipe, estaban desconcertados con la noción de las ondas de partícula. Uno de sus examinadores quiso contar con una opinión ajena, y le envió una copia a Einstein, quien remitió este cumplido hacia De Broglie: «Ha levantado una punta del gran velo». Su tesis doctoral se aceptó en 1924, y al final le valdría un premio Nobel, con lo que De Broglie ha sido hasta ahora el único físico que haya ganado el premio gracias a una tesis doctoral. Pero el mayor triunfador sería Erwin Schrödinger; él fue quien vio el auténtico potencial de la obra de De Broglie.
Ahora viene un interesante
pas de deux
de la teoría y el experimento. La idea de De Broglie no tenía respaldo experimental. ¿Una onda de electrón? ¿Qué quiere decir? El respaldo necesario apareció en 1927, y, de todos los sitios, tuvo que ser en Nueva Jersey, no la isla del canal de la Mancha, sino un estado norteamericano cercano a Newark. Los laboratorios de Teléfonos Bell, la famosa institución dedicada a la investigación industrial, estaban estudiando las válvulas de vacío, viejo dispositivo electrónico que se utilizaba antes del alba de la civilización y la invención de los transistores. Dos científicos, Clinton Davisson y Lester Germer, bombardeaban varias superficies metálicas recubiertas de óxido con chorros de electrones. Germer, que trabajaba bajo la dirección de Davisson, observó que ciertas superficies metálicas que no estaban recubiertas de óxido reflejaban un curioso patrón de electrones.
En 1926 Davisson viajó a un congreso en Inglaterra, y allí conoció la idea de De Broglie. Corrió de vuelta a los laboratorios Bell y se puso a analizar sus datos desde el punto de vista del comportamiento ondulatorio. Los patrones que había observado casaban perfectamente con la teoría de que los electrones actúan como ondas cuya longitud de onda está relacionada con la energía de las partículas del bombardeo. Él y Germer no perdieron un momento antes de publicar sus datos. No fue demasiado pronto. En el laboratorio Cavendish, George P. Thomson, hijo del famoso J. J., estaba realizando unas investigaciones similares. Davisson y Germer compartieron el premio Nobel de 1938 por haber sido los primeros en observar las ondas de electrón.
Dicho sea de paso, hay sobradas pruebas de la afección filial de J. J. y G. P. en su cálida correspondencia. En una de sus cartas más emotivas, se lee esta efusión de G. P.:
Estimado Padre:
Dado un triángulo esférico de lados ABC…
[Y, tras tres páginas densamente escritas del mismo tenor,]
TU HIJO, GEORGE
Así, pues, ahora el electrón lleva asociada una onda, esté encerrado en un átomo o viaje por una válvula de vacío. Pero ¿en qué consiste ese electrón que hace ondas?
Si Rutherford era el experimentador prototípico, Werner Heisenberg (1901-1976) tiene todas las cualidades para que se le considere su homólogo teórico. Habría satisfecho la definición que I. I. Rabi daba de un teórico: uno «que no sabe atarse los cordones de los zapatos». Heisenberg fue uno de los estudiantes más brillantes de Europa, y sin embargo estuvo a punto de suspender su examen oral de doctorado en la Universidad de Munich; a uno de sus examinadores, Wilhelm Wien, pionero en el estudio de los cuerpos negros, le cayó mal. Wien empezó por preguntarle cuestiones prácticas, como esta: ¿Cómo funciona una batería? Heisenberg no tenía ni idea. Wien, tras achicharrarle con más preguntas sobre cuestiones experimentales, quiso catearlo. Quienes tenían la cabeza más fría prevalecieron, y Heisenberg salió con el equivalente a un aprobado: un acuerdo de caballeros.
Su padre fue profesor de griego en Munich; de adolescente, Heisenberg leyó el
Timeo
, donde se encuentra toda la teoría atómica de Platón. Heisenberg pensó que Platón estaba chiflado —sus «átomos» eran pequeños cubos y pirámides—, pero le apasionó el supuesto básico de Platón: no se podrá entender el universo hasta que no se conozcan los componentes menores de la materia. El joven Heisenberg decidió que dedicaría su vida a estudiar las menores partículas de la materia.
Heisenberg probó con ganas hacerse una imagen mental del átomo de Rutherford-Bohr, pero no sacó nada en limpio. Las órbitas electrónicas de Bohr no se parecían a nada que pudiese imaginar. El pequeño, hermoso átomo que sería el logotipo de la Comisión de Energía Atómica durante tantos años —un núcleo circundado por órbitas con radios «mágicos» donde los electrones no radian— carecía del menor sentido. Heisenberg vio que las órbitas de Bohr no eran más que construcciones artificiales que servían para que los números saliesen bien y librarse o (mejor) burlar las objeciones clásicas al modelo atómico de Rutherford. Pero ¿eran reales esas órbitas? No. La teoría cuántica de Bohr no se había despojado hasta donde era necesario del bagaje de la física clásica. La única forma de que el espacio atómico permitiese sólo ciertas órbitas requería una proposición más radical. Heisenberg acabó por caer en la cuenta de que este nuevo átomo no era visualizable en absoluto. Concibió una guía firme: no trates de nada que no se pueda medir. Las órbitas no se podían medir. Pero las líneas espectrales sí. Heisenberg escribió una teoría llamada «mecánica de matrices», basada en unas formas matemáticas, las matrices. Sus métodos eran difíciles matemáticamente, y aún era más difícil visualizarlos, pero estaba claro que había logrado una mejora de gran fuste de la vieja teoría de Bohr. Con el tiempo, la mecánica de matrices repitió todos los triunfos de la teoría de Bohr sin recurrir a radios mágicos arbitrarios. Y además las matrices de Heisenberg obtuvieron nuevos éxitos donde la vieja teoría había fracasado. Pero a los físicos les parecía que las matrices eran difíciles de usar.