La tercera consecuencia del experimento fue que Schwartz, Steinberger y Lederman recibieron el premio Nobel de física, pero no fue sino en 1988, unos veintisiete años después de que se hubiera hecho la investigación. En algún sitio oí hablar de un periodista que entrevistaba al hijo, joven, de un recién laureado: «¿Te gustaría ganar un premio Nobel como tu padre?». «¡No!», dijo el joven. «¿No? ¿Por qué no?» «Quiero ganarlo solo.»
El premio. Hago unos comentarios. El Nobel sobrecoge a casi todos los que nos dedicamos a esto, quizá por el brillo de los premiados, desde el primero, Roentgen (1901), y entre los que están muchos de nuestros héroes, Rutherford, Einstein, Bohr, Heisenberg. El premio le da a un colega que lo gane cierta aura. Hasta cuando es vuestro mejor amigo, uno con en el que habéis hecho pis entre los árboles, quien lo gana, lo veis luego, en cierto sentido, de otra manera.
Yo sabía que me habían nominado varias veces. Supongo que podría haber recibido el premio por el «kaón neutro de larga vida»; lo descubrí en 1956, y podrían haberme dado el premio porque era un objeto muy inusual, que hoy sirve para estudiar la simetría fundamental CP. Me lo podrían haber dado por las investigaciones sobre la paridad con el proceso pión-muón (con W. S. Wu), pero Estocolmo prefirió honrar a los teóricos que las inspiraron. La verdad es que fue una decisión razonable. Además, el descubrimiento secundario de los muones polarizados y de su desintegración asimétrica ha tenido numerosas aplicaciones en el estudio de la materia condensada y de las físicas atómica y molecular, tantas, que se celebran regularmente congresos internacionales sobre el tema.
A medida que pasaban los años, octubre fue siempre un mes de nervios, y cuando se anunciaban los nombres de los ganadores del Nobel, solía llamarme uno u otro de mis queridos retoños con un «¿Qué ha…?». De hecho, hay muchos físicos —y estoy seguro de que lo mismo pasa con los candidatos en química y medicina, y a los premios que no son científicos— que no tendrán el premio pero cuyos méritos son iguales a los de quienes sí lo han recibido. ¿Por qué? No lo sé.
En parte se debe a la suerte, a las circunstancias, a la voluntad de Alá.
Pero yo he tenido suerte y no me ha faltado nunca el reconocimiento. Por hacer lo que amo hacer, se me hizo profesor titular de la Universidad de Columbia en 1958 con un sueldo razonable. (Ser profesor de una universidad norteamericana es el mejor trabajo de la civilización occidental. Puedes hacer todo lo que quieras hacer, ¡hasta enseñar!) Mi actividad investigadora fue vigorosa, con la ayuda de cincuenta y dos graduados, a lo largo de los años 1956-1979 (en este último me nombraron director del Fermilab). Casi siempre, los premios han llegado cuando yo estaba demasiado ocupado para preverlos: ser elegido miembro de la Academia Nacional de la Ciencia (1964), la Medalla de la Ciencia otorgada por el presidente (me la dio Lyndon Johnson en 1965), y varias medallas y citaciones más. En 1983 Martin Perl y yo compartimos el premio Wolf, concedido por el Estado de Israel, por haber descubierto la tercera generación de quarks y leptones (el quark b y el leptón
tau
). También llegaron los grados honorarios, pero este era un «mercado en el que manda el que vende»: cientos de universidades buscan cada año cuatro o cinco personas a las que honrar. Con todo eso, uno adquiere un poco de seguridad y una actitud calmosa respecto al Nobel.
Cuando por fin llegó el anuncio, en forma de una llamada de teléfono a las seis de la mañana del 10 de octubre de 1988, liberé un torrente oculto de alegría incontrolada. Mi esposa, Ellen, y yo, tras acusar recibo de la noticia con respeto, nos pusimos a reír histéricamente hasta que el teléfono empezó a sonar y nuestras vidas a cambiar. Cuando un periodista del
New York Times
me preguntó qué iba a hacer con el dinero del premio, le dije que no podía decidirme entre comprar una cuadra de caballos de carreras o un castillo en España —que, en inglés, es como un castillo en el aire—, y él lo publicó tal cual. Como os lo cuento: un corredor de fincas me llamó a la semana siguiente, para hablarme de un castillo en España con unas condiciones muy buenas.
Ganar el premio Nobel cuando uno está ya en una posición bastante prominente tiene unos efectos secundarios interesantes. Yo era el director del Fermilab, que tiene 2.200 empleados, y a la plantilla le encantó la publicidad; para ellos fue una especie de regalo de Navidad adelantado. Hubo que repetir una reunión del laboratorio entero varias veces para que todo el mundo pudiese escuchar al jefe, que ya era muy divertido, pero a quien de pronto se le consideró el igual de Johnny Carson (y a quien tomaban ahora en serio personas importantes de verdad). El
Sun-Times
de Chicago me puso los pelos de punta con el titular EL NOBEL CAE EN CASA, y el
New York Times
puso una foto mía sacando la lengua en la primera página, ¡y por encima de donde se dobla!
Todo esto pasa, pero lo que no pasó fue la veneración que el público siente ante el título. En recepciones por toda la ciudad se me presentaba como el ganador del premio
Nobel de la paz de física
. Y cuando quise hacer algo bastante espectacular, quizás temerario, ayudar a las escuelas públicas de Chicago, el agua bendita del Nobel funcionó. La gente escuchaba, las puertas se abrían y de pronto tuve un programa para mejorar la educación científica en las escuelas urbanas. El premio es un vale increíble que le permite a uno efectuar actividades sociales redentoras. La otra cara de la moneda es que, no importa en qué ganes el premio, te conviertes en el acto en un experto en todo. ¿La deuda brasileña? Claro. ¿La seguridad social? Vale. «Dígame, profesor Lederman, ¿qué largo debe tener la ropa de las mujeres?» «¡Tan corta como sea posible!», responde el laureado rebosante de lujuria. Pero lo que yo quise fue servirme sin vergüenza del premio para ayudar a que la educación científica avanzase en los Estados Unidos. Para esta tarea, bien vendría un segundo premio.
Eran considerables los triunfos conseguidos en la lucha por desentrañar las complejidades de la interacción débil. Pero todavía estaban por ahí esos cientos de hadrones fastidiándonos, una plétora de partículas, todas sujetas a la interacción fuerte, la que mantiene unido el núcleo. Esas partículas tenían una serie de propiedades: carga, masa y espín son algunas que hemos mencionado.
Los piones, por ejemplo. Hay tres clases diferentes de piones de masas poco diferentes, que, tras haber sido estudiadas en una variedad de colisiones, fueron puestas juntas en una familia, la de, qué raro, los piones. Sus cargas eléctricas son más uno, menos uno y cero (neutro). Resultó que todos los hadrones se agrupaban en cúmulos familiares. Los kaones se alinean como sigue: K
+
, K
−
, K°,
K
°. (Los signos, +, - y 0, indican la carga eléctrica, mientras que la barra sobre el segundo kaón neutro indica que es una antipartícula.) La familia sigma tiene este aspecto: Σ
+
, Σ
−
, y Σ°. Un grupo que os será más conocido es la familia de los nucleones: el neutrón y el protón, componentes del núcleo atómico.
Las familias están formadas por partículas de masa y comportamiento similares en las colisiones fuertes. Para expresar la idea más específicamente se inventó la denominación de «espín isotópico», o isoespín. El isoespín es útil porque nos permite considerar el concepto de «nucleón» como el de un objeto simple que aparece en dos estados de isoespín: neutrón o protón. Similarmente, el «pión» aparece en tres estados de isoespín: π
+
, π
−
, π°. Otra propiedad útil del isoespín es que es una magnitud que se conserva en las colisiones fuertes, como la carga. La colisión violenta de un protón y un antiprotón puede que produzca cuarenta y siete piones, ocho bariones y otras cosas, pero el número del espín isotópico total se mantendrá constante.
La cuestión era que los físicos intentaban poner un poco de orden en esos hadrones clasificándolos conforme a tantas propiedades como pudiesen encontrar. Por eso hay montones de propiedades de nombres caprichosos: el número de extrañeza, el bariónico, el hiperiónico y así sucesivamente. ¿Por qué número? Porque todas esas son propiedades cuánticas, y por lo tanto números cuánticos. Y los números cuánticos obedecen a los principios de conservación. De esta forma, los teóricos o los experimentadores sin experimento podían jugar con los hadrones, organizarlos e, inspirados quizá por los biólogos, clasificarlos en estructuras de familia mayores. A los teóricos les guiaban las reglas de la simetría matemática, de acuerdo con la creencia de que las ecuaciones fundamentales deberían respetar esas simetrías profundas.
En 1961, el teórico del Cal Tech Murray Gell-Mann concibió una organización que tuvo un éxito especial; le dio el nombre de Camino de las Ocho Vías, según la enseñanza de Buda: «Este es el noble Camino de las Ocho Vías: a saber, ideas rectas, intenciones rectas, palabras rectas…». Gell-Mann dispuso las correlaciones entre los hadrones, casi mágicamente, en grupos coherentes de ocho y diez partículas. La alusión al budismo era una alegría caprichosa más, tan común en la física, pero más de un místico se apoderó del nombre como prueba de que el orden verdadero del mundo guarda relación con el misticismo oriental.
Me vi en un apuro cuando, a finales de los años setenta, se me pidió que escribiese una pequeña autobiografía para el boletín de comunicaciones breves del Fermilab con ocasión del descubrimiento del quark
bottom
. Como no esperaba que la leyese alguien más que mis compañeros de Batavia, la titulé «Autobiografía no autorizada», de Leon Lederman. Para mi horror, el boletín del CERN y luego
Science
, la revista oficial de la Asociación Norteamericana para el Avance de la Ciencia, leída por cientos de miles de científicos de los Estados Unidos, se hicieron con el artículo y lo publicaron también. En él se leía esto: «Su [de Lederman] periodo de mayor creatividad vino en 1956, cuando escuchó una disertación de Gell-Mann sobre la posible existencia de los mesones K neutros. Tomó dos decisiones: la primera, ponerle un guión a su nombre…».
En cualquier caso, se llame como se llame, un teórico lucirá lo mismo, y el Camino de las Ocho Vías generó tablas de las partículas hadrónicas que recordaban a la tabla periódica de los elementos de Mendeleev, si bien, y así se reconocía, más arcanas. ¿Os acordáis de la tabla de Mendeleev con sus columnas de elementos con propiedades físicas similares? Su periodicidad fue una pista de la existencia de una organización interna, de la estructura de capas de electrones, aun antes de que se los conociese. Había algo dentro de los átomos que se repetía, que hacía un patrón a medida que el tamaño de los átomos aumentaba. Mirando hacia atrás y entendido ya el átomo, debería haber sido obvio.
El patrón de los hadrones, dispuesto conforme a una serie de números cuánticos, también pedía a gritos una subestructura. No es, sin embargo, fácil oír lo que nos gritan los entes subnucleares. Dos físicos de oído fino lo lograron, y escribieron sobre ello. Gell-Mann propuso la existencia de lo que él llamó estructuras matemáticas. En 1964 propuso que los patrones de los hadrones organizados se podrían explicar si existiesen tres «construcciones lógicas». Las llamó «quarks». Se supone comúnmente que sacó la palabra de la diabólica novela de James Joyce
Finnegans Wake
(«Three quarks for Muster Mark!»). George Zweig, colega de Gell-Mann, tuvo una idea idéntica mientras trabajaba en el CERN; llamó a las tres cosas «ases».
Probablemente, nunca sabremos de forma precisa cómo surgió esta idea germinal. Yo sé una versión porque estuve allí: en la Universidad de Columbia, en 1963. Gell-Mann daba un seminario sobre su simetría de las Ocho Vías cuando un teórico de Columbia, Robert Serber, señaló que una base de su organización «óctuple» supondría tres subunidades. Gell-Mann estaba de acuerdo, pero si esas subunidades fuesen partículas tendrían la propiedad inaudita de poseer tercios de cargas eléctricas enteras: 1/3, 2/3, −1/3…
En el mundo de las partículas, todas las cargas eléctricas se miden a partir de la carga del electrón. Todos los electrones tienen exactamente 1,602193 × 10
−19
culombios. No importa qué son los culombios. Sabed sólo que usamos esa complicada cifra como unidad de carga y la llamamos 1 porque es la carga del electrón. Por suerte, la carga del protón también es 1,000, y lo son la del pión cargado, la del muón (aquí la precisión es mucho mayor), etcétera. En la naturaleza sólo hay cargas enteras: 0, 1, 2… Se entiende que todos los enteros son múltiplos del número de culombios dados arriba. Las cargas tienen, además, dos modos: más y menos. No sabemos por qué. Es así. Cabe imaginar un mundo en el que el electrón pudiese perder, en un choque que lo arañase o en una partida de póquer, el 12 por 100 de su carga eléctrica. No puede ocurrir en este mundo. El electrón, el protón, el pi más y demás tienen siempre cargas de 1,000.
Así que cuando Serber sacó la idea de las partículas con cargas de tercios de enteros… olvídala. Nunca se había visto algo así, y el hecho, no poco curioso, de que todas las cargas sean un múltiplo entero de una sola carga estándar invariable había llegado, con el tiempo, a incorporarse a la intuición de los físicos. Hasta se usó esta «cuantización» de la carga eléctrica para buscar alguna simetría más profunda que la explicase. Sin embargo, Gell-Mann recapacitó y propuso la hipótesis de los quarks, pero a la vez emborronó la cuestión, o al menos así nos lo pareció a algunos, al sugerir que los quarks no son reales, sino construcciones matemáticas útiles.
Los tres quarks nacidos en 1964 se llaman hoy
up
(«arriba»),
down
(«abajo») y «extraño», o
u
,
d
y
s
. Hay, por supuesto, tres antiquarks:
u
,
d
y
s
. Había que escoger las propiedades de los quarks con delicadeza para que con ellos se pudieran construir todos los hadrones conocidos. Al quark
u
se le da una carga de +2/3; la del quark
d
es −1/3, como la del
s
. Los antiquarks tienen las mismas cargas pero de signo opuesto. Se seleccionaron otros números cuánticos de manera que también su suma fuese la correcta. Por ejemplo, el protón está formado por tres quarks —
uud
—, de cargas +2/3, +2/3 y −1/3, que suman +1, que pega con lo que sabemos del protón. El neutrón es la combinación
udd
, con cargas +2/3, −1/3, −1/3, lo que suma 0, y tiene sentido porque el neutrón es neutro, su carga es cero.