—Cuando te conviertas en la señora marquesa de Valentín —agregó—, ¡te conozco, alma celestial!, ese título y mi fortuna no valdrán…
—Ni uno solo de tus cabellos —interrumpió Paulina.
—Yo también soy millonario —siguió diciendo Rafael—; pero, ¿qué significan ahora las riquezas para nosotros? Únicamente puedo hacer ofrenda de mi vida; ¡tómala!
—Me basta con tu amor, Rafael; tu amor, que vale más que todo el mundo. ¿Piensas en mí? Pues ya soy la más dichosa entre las dichosas.
—¿Nos oirán? —observó Rafael.
—No hay nadie —contestó la muchacha, haciendo un picaresco mohín.
—Entonces, ¡ven a mis brazos! —exclamó Rafael, tendiéndoselos.
Paulina cayó en ellos, ciñendo con los suyos el cuello de Rafael.
—Abrázame —le dijo— en pago de los sinsabores que me has proporcionado para borrar la pena que tantas veces me han causado tus alegrías en compensación de las noches que he pasado en vela, pintando para que nada te faltara.
—¿Qué dices?
—Puesto que somos ricos, puedo confesártelo todo. ¡Inocente! ¡Cuán fácil es engañar a los hombres de talento! ¿Acaso podías tener chalecos blancos y camisa limpia, dos veces por semana, por tres francos mensuales? Bebías doble leche de la que pagabas. Yo proveía a todas tus necesidades, incluso las económicas… ¿Me habías tomado por tonta? —preguntó en tono de broma—. ¡Pues ya ves que me pasaba de astuta!
—Pero, ¿cómo te arreglabas?
—Trabajaba hasta las dos de la madrugada —contestó la muchacha—, y del producto de mi trabajo, entregaba la mitad a mi madre, reservando la otra mitad para ti.
Ambos se miraron durante unos instantes, embelesados de júbilo y de amor.
—¡Ah! —exclamó Rafael—, ¡quién sabe si algún día pagaremos estos momentos de ventura con algún espantoso pesar!
—¿Es que estás comprometido? —replicó Paulina—. ¡Ah! ¡no quiero cederte a ninguna mujer!
—Soy libre, amor mío.
—¿Libre? —repitió ella—. ¡Pues me perteneces!
Y se abalanzó de nuevo al cuello de Rafael, contemplándole con devota unción.
—Temo volverme loca —prosiguió, acariciando la blonda cabellera de su amante—. ¡Qué apuesto eres, y qué necia me resultó la tal condesa Fedora! ¡Qué satisfacción experimenté ayer, al verme aclamada por todos aquellos hombres! ¡De seguro no ha obtenido ella nunca un triunfo semejante!… ¡Oye! al sentir anoche el contacto de tu brazo, percibí una voz interior que me gritaba: ¡Es él! Volví la cabeza y te vi. ¡Créeme! Me retiré apresuradamente, porque me acometió el deseo de abrazarte delante de todo el mundo.
—¡Qué feliz eres, pudiendo desahogar tu alma! —exclamó Rafael—. Yo tengo el corazón angustiado. Quisiera llorar y no puedo… ¡No retires tu mano! Creo que pasaría toda mi vida mirándote así, dichoso, contento…
—¡Sigue, sigue! ¡repíteme esas palabras!
—¿Qué significan las palabras? —replicó Valentín, dejando deslizar una cálida lágrima sobre la mano de su amada—. Más tarde, trataré de expresarte mi amor; en este momento, sólo puedo sentirlo…
—¡Sí! —afirmó Paulina—, estoy persuadida de que tu alma, tu voluntad, ese corazón, que tan bien conozco, me pertenecen por entero, como yo te pertenezco.
—¡Para siempre, mi bien amado! —contestó Rafael, con acento conmovido—. Serás mi esposa, mi ángel bueno. Tu presencia ha disipado constantemente mis pesares y refrigerado mi alma; en este instante, tu angelical sonrisa me ha purificado, por decirlo así. Creo comenzar una nueva existencia. El cruel pasada y mis tristes locuras, me parecen terribles pesadillas alejadas para no volver. A tu lado, me siento redimido y aspiro el ambiente de la felicidad… ¡Oh! ¡no te apartes de mí! —añadió, estrechándola santamente contra su corazón palpitante.
—¡Venga la muerte cuando quiera! —exclamó Paulina extasiada—. ¡Ya he vivido!
¡Dichoso aquel que comprenda tales alegrías, porque las habrá conocido!
—¡Oye, Rafael! —dijo Paulina, después de un prolongado silencio—, quisiera que, en adelante, no entrara nadie en esta querida buhardilla.
—Tienes razón —contestó Rafael—. Tapiaremos la puerta, pondremos una reja en la ventana y compraremos la casa.
—¡Eso es! —asintió ella.
Y agregó, después de una breve pausa:
—Pero nos hemos olvidado de buscar tus originales. Ambos se echaron a reír candorosamente.
—¡Bah! —exclamó Rafael—, me tienen sin cuidado todas las investigaciones científicas.
—¡Ah, caballerito! ¿Y la gloria?
—Para mí no hay más gloria que tú.
—La verdad es que tu situación era poco envidiable, cuando hacías estos garabatos —dijo la muchacha, hojeando los papeles.
—¡Paulina mía!…
—¡Sí, tuya! bien puedes afirmarlo. ¿Qué quieres?
—¿Dónde vives ahora?
—En la calle de San Lázaro. ¿Y tú?
—En la de Varennes.
—¡Qué alejados estaremos hasta que…!
La muchacha cortó la frase, mirando a su amigo con aire coquetón y malicioso.
—Después de todo, es cuestión de quince días, a lo sumo —contestó Rafael.
—¿De veras? ¿Estaremos casados dentro de quince días? —preguntó Paulina, brincando como una chiquilla—. Pero bien mirado —repuso—, soy una hija desnaturalizada: ni siquiera pienso en mi padre, en mi madre, ni en nada del mundo. Aun no te he dicho que mi padre está enfermo de alguna gravedad. Volvió de las Indias muy achacoso, y estuvo a punto de morir en el Havre, a cuyo puerto fuimos a recibirlo… ¡Dios mío! —exclamó, después de consultar su reloj—, son ya las tres, y he de despertarle a las cuatro. Soy el ama de la casa. Mi madre accede a todos mis caprichos y mi padre me adora; pero yo no quiero abusar de sus bondades; ¡sería una falta censurable! Mi pobre padre fue quien se obstinó anoche en que fuese a los Italianos… Irás a verle mañana, ¿verdad?
—¿Quiere dignarse aceptar mi brazo la señora marquesa de Valentín? —preguntó Rafael.
—¡Ah! —repuso Paulina—, voy a llevarme la llave de este cuarto. ¿No es un palacio? ¿No es nuestro tesoro?
—¿Otro beso, Paulina?
—Y mil —contestó ella—. ¡Dios mío! —añadió mirando a Rafael—. ¿Será siempre así? Me parece un sueño.
Los dos enamorados descendieron lentamente la escalera.
Luego, muy juntitos, caminando a compás, sintiéndose invadidos por la misma dicha, arrullándose como dos palomas, llegaron a la plaza de la Sorbona donde aguardaba el coche de j Paulina.
—Quiero ir a tu casa —manifestó la muchacha—. Quiero ver tu dormitorio, tu despacho, sentarme ante tu mesa de trabajo. Después de todo, la visita no constituirá una novedad para mí —añadió ruborizándose—. ¡José! —ordenó al lacayo—, vamos a la calle de Varennes, antes de regresar a casa. Aun dispongo de tres cuartos de hora, puesto que he quedado en volver a las cuatro. Jorge avivará el paso de los caballos.
Y los dos amantes fueron conducidos, en pocos minutos, al suntuoso domicilio de Valentin.
—¡Qué contenta estoy de haberlo examinado todo! —exclamó Paulina, estrujando la seda de las cortinas que adornaban el lecho del marqués—. Cuando me duerma, estaré aquí en espíritu y me imaginaré tu querida cabeza reposando sobre esa almohada… ¡Dime Rafael! ¿no te has aconsejado de nadie para amueblar tu palacio?
—De nadie.
—¿De veras? ¿No habrá intervenido alguna mujer en…?
—¡Paulina!
—¡Oh! es que los celos me mortifican horriblemente. Tienes buen gusto. Mañana encargaré una cama semejante a la tuya. Rafael, ebrio de felicidad, atrajo hacia sí a Paulina.
—¡Adiós! espera mi padre —dijo ella.
—Te acompañaré, porque quiero estar a tu lado todo el tiempo posible.
—¡Qué bueno eres! No me atrevía a proponértelo…
—¿Acaso no eres mi vida?
Sería enojoso consignar fielmente esas pláticas amorosas, a las que sólo dan valor el acento, la mirada y algún gesto intraducible. Valentín acompañó a Paulina hasta su casa, y regresó a la suya con el corazón henchido de cuanto placer es dado experimentar al hombre en este valle de lágrimas.
Cuando se acomodó en su sillón, junto a la chimenea, pensando en la súbita y completa realización de todas sus aspiraciones, cruzó por su mente una idea torturadora, como acerado puñal que traspasa un pecho, al observar que la piel de zapa se había contraído ligeramente. Sin poderse contener, prorrumpió en el más tremendo de los juramentos, sin atenuarle con las jesuíticas reticencias de la abadesa famosa, recostó la cabeza en un sillón, y permaneció inmóvil con la mirada fija en una pátera, que no veía.
—¡Gran Dios! —exclamó—, ¿qué has hecho de todos mis proyectos? ¿qué, de todas mis ilusiones? ¡Pobre Paulina!
Y tomando un compás, midió lo que aquella mañana le había costado de existencia.
—¡No me resta vida para dos meses! —murmuró.
Un sudor glacial brotó de todos sus poros; pero reponiéndose bruscamente, obedeciendo a un indescriptible arrebato de furor, asió la piel de zapa, diciendo:
—¡Soy un majadero!
Y saliendo a todo correr, cruzó los jardines y arrojó el talismán al fondo de un pozo, exclamando:
—¡Siga su curso la procesión! ¡Al infierno todas estas necedades!
Desde aquel momento, Rafael, se entregó por completo a la dicha de amar, dejando latir su corazón al unísono del de Paulina. Su boda, retrasada por dificultades que no hace al caso relatar, se concertó para los primeros días de marzo. Se habían puesto a prueba, no dudaban de sí mismos, y como la ventura les había revelado toda la intensidad de su afecto, jamás hubo dos almas, dos caracteres, a los que la pasión hiciera coincidir tan perfectamente como a los suyos.
Al estudiarse, acreció su amor; ambos cobijaban idénticos sentimientos de delicadeza y de recato; la misma voluptuosidad, la más dulce de las voluptuosidades, la de los ángeles. No empañaba el horizonte de su dicha la más ligera nubecilla. Los deseos de cada uno, eran ley suprema para el otro. Ricos ambos, se hallaban en aptitud de satisfacer todos sus caprichos, y, sin embargo, no los tenían. Un gusto exquisito, el sentimiento de lo bello, una verdadera poesía animaba el alma de la esposa; desdeñando la ostentación y el boato, estimaba en más una sonrisa de su amigo que todas las perlas de Ormuz, y la muselina o las flores constituían sus más preciadas galas. Además, Paulina y Rafael huían del bullicio del mundo; ¡era tan bella, tan fecunda para ellos la soledad! Los ociosos tenían ocasión de ver todas las noches, indefectiblemente, a la gentil parejita de contrabando, en los Italianos o en la Opera. Al principio, fueron tema de la maledicencia en los salones; pero el torrente de acontecimientos que pasó por París, al poco tiempo hizo que se olvidara a los inofensivos amantes. Por otra parte, su matrimonio estaba convenido y publicado lo cual era una disculpa, en cierto modo, para los mojigatos, y por casualidad, sus criados eran discretos; circunstancias todas que impidieron que la malevolencia se cebara en ellos y que su dicha se amargara.
Una mañana de fines de febrero, época en que la relativa benignidad del tiempo presagiaba las delicias primaverales, Paulina y Rafael se desayunaban juntos en un pequeño invernadero, especie de saloncillo repleto de flores, a nivel del piso del jardín. El tibio y pálido sol de la estación invernal, cuyos rayos se quebraban a través de los arbustos raros, mitigaba en aquel momento los rigores de la temperatura. Los vigorosos contrastes de los diversos follajes, los colores de los floridos macizos, las caprichosas tonalidades de luz y de sombra, proporcionaban grato solaz a la vista. Cuando todo París continuaba calentándose al melancólico fuego de los leños del hogar, los jóvenes prometidos reían bajo un dosel de camelias, de lilas y de brezos. Sus gozosas cabezas asomaban por encima de los narcisos, de los lirios y de las rosas de Bengala. Sus pies hollaban una esterilla africana, de variados matices, que cubría el pavimento de la espléndida y voluptuosa estufa. Las paredes, revestidas de cutí verde, no presentaban el menor vestigio de humedad.
El mobiliario era de madera tosca en apariencia, pero barnizado y esmeradamente limpio. Un gatito acurrucado sobre la mesa, atraído por el olor de la leche, se dejaba tiznar de café por Paulina, que retozaba con él, defendiendo la crema que apenas le permitía olfatear, para apurar su paciencia y prolongar la escaramuza. A cada contorsión del felino, soltaba la carcajada y prorrumpía en mil bobadas, para estorbar a Rafael la lectura del periódico, que ya se le había caído de las manos diez veces. La matinal escena rebosaba una dicha indescriptible, como todo lo que es natural y sincero.
Rafael seguía fingiendo leer la hoja periodística, observando a hurtadillas la pelotera del gato con Paulina, con su Paulina, envuelta en un largo peinador que la velaba imperfectamente, su Paulina, con los cabellos en desorden y enseñando un blanco piececillo surcado de azuladas venas y encerrado en una chinela de terciopelo negro. Hechicera en su desaliño, seductora como las fantásticas creaciones de West-hall, parecía a la vez soltera y casada; quizá más soltera que casada, gozaba de una felicidad sin mezcla y sólo conocía los primeros deleites del amor.
Aprovechando un momento en que Rafael, absorto en su grata contemplación, había prescindido de la lectura, Paulina le arrebató el periódico, lo estrujó, hizo una bola de papel y la lanzó al jardín, y el gato corrió tras de la política, que, como siempre continuaba rodando a más y mejor. Cuando Rafael, distraído por la infantil escena, hizo ademán de echar mano a la hoja, que había desaparecido ya, resonaron francas y alegres risotadas, que se sucedieron como los gorjeos de un pajarillo.
—Tengo celos de tu periódico —dijo Paulina, secándose las lágrimas que su risa de chiquilla hizo brotar de sus ojos—. ¿No es una felonía —repuso, tornándose de nuevo en mujer, repentinamente— que te dediques a leer manifiestos rusos, en mi presencia, y que prefieras la prosa del emperador Nicolás a mis palabras y miradas de amor?
—No leía, ángel mío, te contemplaba.
En aquel momento, resonaron junto a la estufa las tardas pisadas del jardinero, cuyos forrados zapatones hacían crujir la arena del paseo.
—Perdone el señor marqués si le interrumpo, así como la señora —comenzó diciendo—; pero traigo una curiosidad nunca vista. Hace un instante, al sacar un cubo de agua del pozo, ha salido una rarísima planta marina. ¡Hela aquí! Debe ser impermeable, porque no estaba mojada, ni siquiera húmeda, sino seca como un leño y nada pegajosa. Como el señor marqués entiende positivamente mucho más que un servidor, he pensado entregársela, por lo que pudiera interesarle.