Al ver a aquellos seres incompletos, un pobre sansimoniano, bastante cándido para profesar de buena fe su doctrina, los acoplaba caritativamente, queriendo, sin duda, transformarlos en religiosos de su orden. Por último, se encontraban presentes dos o tres de esos eruditos destinados a suministrar ázoe a la conversación, y varios saineteros dispuestos a mezclar en ella esos fulgores efímeros, que, como los destellos del diamante, no dan calor ni luz. Algunas paradojas vivientes, riendo para su capote, a fuer de gentes que amalgaman sus admiraciones o sus desprecios a hombres y cosas, utilizaban esa política de doble filo para conspirar contra todos los sistemas, sin tomar partido por ninguno. El crítico que no se asombra de nada, que tose en lo más culminante de una cavatina, que grita ¡bravo! antes que nadie, y contradice a los que anticipan su parecer, figuraba también entre los reunidos, procurando apropiarse las ocurrencias de las personas ingeniosas.
Entre aquellos comensales, cinco tenían porvenir, unos cuantos debían alcanzar alguna gloria vitalicia; los restantes, podían aplicarse, como todas las medianías la famosa mentira de Luis XVIII: «Unión y olvido».
El anfitrión mostraba la cavilosa alegría del hombre que gasta dos mil escudos. De vez en cuando, sus ojos se dirigían impacientemente hacia la puerta del salón, como si llamase al comensal que se hacía esperar. No tardó en presentarse un sujeto rechonchete, que fue saludado con un lisonjero rumor: era el notario que aquella mañana misma había autorizado la escritura de fundación del periódico. Un servidor, vestido de rigurosa etiqueta, abrió de par en par las puertas de un espacioso comedor, en el que cada cual fue a ocupar su sitio, sin cumplidos, en torno de una inmensa mesa.
Antes de abandonar los salones, Rafael los abarcó de una última ojeada. Realmente, su deseo se había realizado por completo. Las estancias estaban tapizadas de seda y oro; lujosos candelabros soportaban innumerables bujías, que hacían resaltar los más insignificantes detalles de los artísticos frisos, el delicado cincelado de los bronces y los suntuosos colores del mobiliario. Las flores raras de varias jardineras artísticamente confeccionadas con bambúes, esparcían suaves aromas. Todo, hasta los cortinajes, respiraba una elegancia sin pretensiones; había, en suma, en aquel conjunta cierta gracia poética, cuyo prestigio debía influir en la imaginación de un hombre sin dinero.
—La verdad es —dijo suspirando— que cien mil libras de renta son un bonito comentario del Catecismo y nos ayudan maravillosamente a poner la «moral en acciones». ¡Oh! ¡sí! mi virtud no se ha hecho para caminar a pie. Para mí, el vicio consiste en una buhardilla, un traje raído, un sombrero gris en invierno y las deudas al conserje. ¡Quiero vivir en el seno de este lujo un año, seis meses, lo que sea! Después, no me importa morir. Por lo menos, habré consumido, conocido, devorado mil existencias.
—¡Oye, oye! —contestó Emilio—, me parece que has confundido la berlina de un agente de cambio con la felicidad. ¡Bien pronto te aburrirías de la fortuna, si vieras que te arrebataba la probabilidad de ser un hombre superior! Entre las pobrezas de la riqueza y las riquezas de la pobreza, ¿ha titubeado alguna vez el artista? ¿No necesitamos luchar constantemente? ¡Vaya! ¡prepara tu estómago y fíjate! —añadió, indicando con un gesto heroico el majestuoso, el tres veces beatífico y tranquilizador aspecto que ofrecía el comedor del bienaventurado capitalista—. En realidad, ese hombre no se ha tomado el trabajo de amasar su dinero sino para nosotros. ¿Acaso no es una especie de esponja olvidada por los naturalistas en el orden de los políperos, y que se trata de exprimir con delicadeza, antes de dejar que los herederos le saquen el jugo? ¿No encuentras de buen gusto los bajos relieves que adornan las paredes? ¿Y las arañas? ¿y los cuadros? ¡Qué lujo tan bien entendido! Si hemos de creer a los envidiosos y a los que se precian de ver los registros de la vida, ese hombre dio muerte, durante la Revolución, a un alemán, y a algunas personas más, entre las que figuraban, según dicen, su mejor amigo y la madre de ese amigo. ¿Quién sospecharía que ha podido albergarse el crimen bajo las canas de ese venerable Taillefer? Su aspecto es el de un hombre sin tacha. Al ver el brillo de la plata, ¿no será para él una puñalada cada uno de sus reflejos?… ¡Bah! ¡bah! ¡tanto valdría creer en Mahoma! Si el público tuviera razón, aquí hay treinta hombres de corazón y de talento, que se aprestarían a devorar las entrañas y a beberse la sangre de una familia. Y nosotros dos, jóvenes, llenos de candor, de entusiasmo, ¿habríamos de ser cómplices de tal desafuero? ¡Ganas me dan de preguntar a nuestro capitalista si es hombre honrado!
—¡Ahora no! —exclamó Rafael—; pero, cuando esté borracho perdido, habremos comido.
Los dos amigos se sentaron, riendo. Desde luego, y con una mirada más rápida que la palabra, cada comensal pagó su tributo de admiración al suntuoso golpe de vista que ofrecía una larga mesa, blanca como capa de nieve recién caída y sobre la cual se alineaban simétricamente los cubiertos, coronados por dorados panecillos. La cristalería reproducía los colores del iris en sus reflejos estrellados, las bujías cruzaban hasta el infinito sus luminosos destellos, los manjares, colocados bajo campanas de plata, aguzaban el apetito y la curiosidad. Se hablaba poco, limitándose a mirarse los comensales próximos. Circuló el vino de Madera, y apareció el primer servicio en todo su esplendor; habría hecho honor al difunto Cambacérés y sido encomiado por Brillat-Savarin. A continuación, fueron servidos, con profusión regia, los vinos blancos y tintos de Burdeos y de Borgoña.
La primera parte del festín podía compararse, por todos conceptos, a la exposición de una tragedia clásica. El segundo acto resultó un poco más locuaz. Cada comensal había bebido razonablemente, cambiando indistintamente de marca, y al retirar los restos del magnífico plato, comenzaron a entablarse tempestuosas discusiones; las frentes pálidas enrojecieron, algunas narices se tiñeron de púrpura; los rostros se encendieron y las pupilas chispearon. Durante esta aurora de la embriaguez, la discusión no rebasó los límites de la cortesía; pero las bromas, las ocurrencias, fueron brotando poco a poco de todas las bocas; luego asomó la calumnia su cabecilla de serpiente, hablando en tono meloso; entre los grupos algunos cazurros escuchaban atentamente, confiados en conservar su serenidad.
En resumen: el segundo plato, encontró los ánimos bastante caldeados. Cada cual comió hablando, habló comiendo, bebió sin cuidarse de la afluencia de líquidos, tales eran de transparentes y olorosos y tan contagioso resultaba el ejemplo. Taillefer tomó a empeño animar a sus invitados, haciéndoles escanciar los terribles vinos del Ródano, el cálido Tokay, el rancio y espirituoso Rosellón. Desbocados, como caballos de coche-correo que parten de una parada de posta, aquellos hombres, aguijoneados por las burbujas del vino de Champaña, impacientemente aguardado, pero abundantemente vertido, dejando ya galopar su imaginación por el vacío de esos razonamientos que nadie escucha, emprendieron el relato de historias sin auditorio, repitiendo cien veces interpelaciones que quedaban invariablemente sin respuesta. Únicamente la orgía desplegó su potente voz, voz formada por cien clamores confusos que engrosaban, como los «crescendo» de Rossini. Después, llegaron los brindis insidiosos, las fanfarronadas, los retos. Todos renunciaron a ensalzar su capacidad intelectual, para reivindicar la de los toneles, pipas y cubas. Parecía que cada cual tuviera dos voces.
Hubo un momento en que todos los señores hablaron a la vez, entre las sonrisas de los criados. Pero aquella baraúnda de frases, en la que chocaban entre sí, a través de los gritos, las paradojas de dudosa claridad y las verdades grotescamente disfrazadas, con los juicios interlocutorios, las decisiones soberanas y las sandeces de todo género, como en lo recio de un combate se cruzan las granadas, las balas y la metralla, hubiera interesado indudablemente a más de un filósofo, por la singularidad de las ideas, o sorprendido a cualquier político por lo extravagante de los sistemas. Era un libro y un cuadro, todo en una pieza. Las filosofías, las religiones, las morales, tan diferentes de una latitud a otra, los gobiernos, en una palabra, todas las grandes manifestaciones de la inteligencia humana, cayeron bajo una guadaña tan larga como la del tiempo, y quizá hubiera sido difícil aclarar si la manejaba la Cordura ebria o la Embriaguez convertida en cuerda y clarividente.
Arrastrados por una especie de tempestad, aquellos cerebros parecían querer socavar, como las encrespadas olas socavan el acantilado de la costa, todas las leyes entre las cuales flotan las civilizaciones, satisfaciendo así, sin saberlo, la voluntad de Dios, que deja en la Naturaleza el bien y el mal, reservando exclusivamente para sí el secreto de su lucha perpetua. La discusión, furiosa y burlesca, fue, en cierto modo, un aquelarre de las inteligencias. Entre las acerbas chuscadas dedicadas por aquellos hijos de la Revolución al nacimiento de un periódico y las ocurrencias prodigadas por alegres bebedores al nacimiento de Gargantúa, mediaba todo el abismo que separa al siglo décimonono del decimosexto. Este preparaba una destrucción, riendo; aquél, reía entre las ruinas.
—¿Cómo se llama ese joven, sentado al otro lado de usted? —preguntó el notario, designando a Rafael—. Me parece haberle oído nombrar Valentín.
—¿Qué significa eso de Valentín a secas? —contestó Emilio riendo—. ¡Rafael de Valentín, si no lo toma usted a mal! Ostentamos un águila de oro en campo negro, coronada de plata, con pico y garras de gules y la hermosa divisa «¡
Non cecidit animus
!». No somos incluseros, sino descendientes del emperador «Valente», del tronco de los «Valentinois», fundador de las ciudades de «Valencia», en España y en Francia, heredero legítimo del imperio de Oriente. Si dejamos reinar a Mahmud en Constantinopla, es por pura condescendencia, y por falta de dinero y de soldados.
Y Emilio trazó una corona en el aire, con su tenedor, sobre la cabeza de Rafael. El notario reflexionó unos instantes y apuró su copa, exteriorizando un gesto significativo, con el que pareció confesar la imposibilidad de relacionar con su clientela las ciudades de Valencia y de Constantinopla, Mahmud, el emperador Valente y la familia de los Valentinois.
—La destrucción de esos hormigueros llamados Babilonia, Tiro, Cartago y Venecia, siempre aplastados bajo las plantas de un gigante que pasa, ¿no es, por ventura, un aviso dado al hombre por una potestad burlona? —repuso Claudio Vignon, especie de esclavo comprado para imitar a Bossuet a cincuenta céntimos línea.
—Y Moisés, Sila, Luis XI, Richelieu, Robespierre y Napoleón, son quizá un mismo hombre, que reaparece a través de las civilizaciones, como un cometa en el firmamento —contestó un sabiondo.
—¿Para qué sondear los arcanos de la Providencia? —observó el fabricante de baladas, Canalis.
—¡Adiós! ¡ya pareció la Providencia! —exclamó el crítico interrumpiéndole—. No conozco nada más elástico.
—Pero, señor mío, Luis XIV ha hecho perecer más hombres para construir los acueductos de Maintenon, que la Convención para fijar equitativamente los impuestos, para unificar la ley, nacionalizar a Francia y hacer que se distribuyan con igualdad las herencias —arguyó Massol, un jovenzuelo hecho republicano, por carecer de una partícula delante de su apellido.
—¡Caballerito! —le replicó el pacífico propietario Moreau de I'Oise—, supongo que no tomará usted el vino por sangre y dejará reposar nuestras cabezas sobre los respectivos hombros.
—¡Quién sabe! ¿Acaso los principios del orden social no merecen algunos sacrificios?
—¡Oye, Bixiou! —advirtió un joven a su vecino de mesa—. Ese titulado republicano supone que la cabeza de ese propietario sería un sacrificio.
—Los hombres y los acontecimientos no significan nada —declaró el republicano, continuando la exposición de su teoría entre flatulentas expansiones—. En política y en filosofía, sólo existen fundamentos e ideas.
—¡Qué horror! ¿no se arrepentiría de haber matado a sus amigos, por un quítame allá esas pajas?
—¡Alto, señor mío! El hombre que siente remordimientos es el verdadero malvado, porque tiene alguna idea dela virtud, mientras que Pedro el Grande, el duque de Alba, eran sistemas, y el corsario Mambard, una organización…
—¿Y no es libre la sociedad de prescindir de sus sistemas y de sus organizaciones? —preguntó Canalis.
—¡Ciertamente! —contestó el republicano.
—¡Bah! esa estúpida república, tan calurosamente patrocinada por usted, me produce náuseas: no podríamos trinchar tranquilamente un capón, sin tropezar en él con la ley agraria.
—Tus máximas son excelentes, ¡mi pequeño Bruto relleno de trufas!, pero te comparo con mi ayuda de cámara. El truhán está de tal modo poseído por la manía de la limpieza, que si le dejara cepillar mis ropas a su gusto, iría en cueros.
—¡Son ustedes unos majaderos! —replicó el ferviente republicano—. ¿Acaso pretenden ustedes limpiar una nación con mondadientes? A su juicio, la justicia es más peligrosa que los ladrones.
—¡Hola! ¿qué es eso? —exclamó el abogado Desroches.
—¡Qué cargantes se ponen con su política! —repuso a su vez el notario Cardot—. ¡Echad la llave! No hay ciencia ni virtud que valga una gota de sangre. Si nos propusiéramos practicar la liquidación de la verdad, probablemente la encontraríamos en quiebra.
—Es indudable que nos hubiera costado menos divertirnos en el mal que disputarnos en el bien. Por mi parte, daría todos los discursos pronunciados en la tribuna, desde hace cuarenta años, por una trucha, por un cuento de Perrault o un croquis de Charlet.
—¡Tiene usted razón!… Acérqueme los espárragos… Porque, bien mirado, la libertad engendra la anarquía, la anarquía conduce el despotismo y el despotismo retrotrae a la libertad. Han perecido millones de seres, sin haber logrado el triunfo definitivo de ningún ideal. ¿No es ése el círculo vicioso, en cuyo torno girará constantemente el mundo moral? Cuando el hombre cree haber perfeccionado, no ha hecho más que cambiar la situación de las cosas.
—En ese caso —exclamó el sainetero Cursy—, ¡brindo por Carlos X, padre de la libertad!
—¿Y por qué no? —dijo Emilio—. Cuando el despotismo está en las leyes, la libertad se alberga en las costumbres y viceversa—.
—¡Brindemos, pues, por la imbecilidad del poder, que nos da tanto poder sobre los imbéciles! —propuso el banquero.