CUARTEL DE LA GUARDIA CIVIL, 9:30 HORAS
Nada más llegar al cuartel, el sargento le dijo al guardia que lo acompañaba:
–Lleva los caballos a las cuadras y reúneme a todo el personal en el patio dentro de media hora.
El sargento José Córdoba entró en el cuartel, saludó al guardia que cumplía su servicio en la puerta y entró en el despacho. Fue mirando uno a uno todos los partes de servicio que habían dejado sobre la mesa las parejas que habían regresado de sus puestos de vigilancia. Los guardó con el suyo dentro de un archivador, que llevaba en el lomo escrito con tinta la inscripción: Servicios de Vigilancia, año 1949. Después abrió una puerta situada a la derecha del despacho, que comunicaba directamente con su vivienda. Ésta se componía de dos salas: cocina-comedor, la primera al entrar; la otra era el dormitorio. Encontró a su esposa acostada, con un niño de dos años junto a ella. En la otra cama dormía una niña de cinco años. El sargento se inclinó sobre ellos y les dio un beso a cada uno; luego fue a la cocina, cogió una palangana y le echó el agua que contenía una jarra; se quitó la camisa y comenzó a afeitarse.
La habitación medía cuatro metros de larga por tres de ancha, y el lado más pequeño tenía una ventana que daba a la carretera. En una cantarera rústica, hecha de palos de roble y situada bajo la ventana, había un par de cántaros de arcilla blanca cocida. El agua que contenían se la compraba a un pobre hombre, que la transportaba desde el río con una reata de burros provistos de cantareras, con una capacidad de seis cántaros sobre cada animal. El hombre hacía dos veces el trayecto, recorriendo veinte kilómetros diarios acompañado de sus tres animales, para poder alimentar a sus nueve hijos, algunos de los cuales le ayudaban en el reparto del agua.
Frente a la ventana, en una pared lisa, había un mueble de ebanistería precioso: un aparador, cuyas puertas tenían figuras y detalles en relieve tallados a mano. Se lo habían regalado sus suegros el día de su boda, seis años antes. En él guardaban los manteles, la cubertería y una vajilla que su esposa reservaba para las ocasiones especiales. Sobre el mueble había un espejo grande que tenía los mismos adornos y relieves tallados en el marco de caoba, y en donde se reflejaban la ventana y las bonitas macetas de geranios que estaban en el alféizar apoyadas contra la reja. En el centro de la habitación había una mesa redonda rodeada de cuatro sillas; la mesa estaba cubierta con un mantel de hilo, hecho a mano por la propia esposa del sargento, sobre el que se hallaba un ramo de claveles rojos en un jarrón de porcelana blanca.
En un rincón de la habitación habían construido una cocina con su chimenea, toda en mampostería; en el rincón opuesto se hallaba un palanganero de hierro forjado, en cuyo espejo se miraba el sargento mientras terminaba de afeitarse, asegurándose de dejar a la misma altura sus patillas y dirigiendo las guías de su espeso bigote hacia arriba, retorciéndose las puntas.
El sargento acabó de engalanarse, frotando su cara recién afeitada a navaja con una fuerte colonia que le hizo saltarse las lágrimas, y salió al patio. Cuatro parejas de guardias se cuadraron cuando entró su jefe en el recinto.
–¡Descansen! –ordenó el sargento, respondiendo al saludo; luego continuó–: Guardias, los he reunido aquí, aun sabiendo que acaban de ser relevados de una larga noche de servicio, porque mucho me temo que en las próximas horas nos vamos a enfrentar a una situación delicada y tendremos que actuar con mucha eficacia y discreción –hizo una pausa, mirando directamente a cada unos de sus subordinados, esperando alguna pregunta por parte de éstos; luego, al comprobar que todos permanecían callados y atentos, prosiguió–: Estoy seguro, y ¡ojalá me equivoque!, de que el hijo de don Manuel González ha sido secuestrado por esos bandoleros que se esconden en la sierra. Naturalmente, al padre le habrán amenazado con matar al niño si nos avisa; por eso no nos ha dicho nada, sino que aseguró que el niño se encuentra en el molino. Don Manuel ha venido esta mañana al pueblo, y hay que averiguar a qué ha venido sin levantar sospechas. No quiero ningún comentario sobre esto fuera del cuartel hasta que estemos seguros. ¡No vayamos a meter la pata! ¿Entendido? Una pareja saldrá ahora mismo y se ocultará en el cruce de la Teja, para seguir a don Manuel y averiguar hacia dónde se dirige. Cuando sepan esto, regresarán aquí para informar. Otra pareja irá al encuentro del arriero que trae el pan desde el molino, para averiguar si es cierto que Pedrito ha pasado la noche allí –dicho esto, el sargento distribuyó el servicio.
ALGAR, 10:30 HORAS
El guardia, Manuel Pérez, pasó por delante del Banco de Andalucía y observó al caballo de don Manuel atado en la argolla de hierro de la fachada. Había visto desde lejos a su dueño cuando salía del banco y se dirigía al casino, y aún no lo había visto salir de allí. Manuel pasó de largo sin mirar hacia el local y se fue hasta la puerta de la posada de María Pardeza a preguntarle por el arriero:
–Señora María, ¿ha venido ya el panadero del molino?
–Sí señor, llegó hace un par de horas. Ya debe de estar durmiendo –le dijo la señora, quien al ver la cara de extrañeza del guardia, le aclaró–: Como trabaja toda la noche en el horno, cuando llega aquí descarga el pan y se va a su casa para acostarse y dormir hasta la tarde. ¿Deseaba usted algo?
–Es que he perdido una cartera, y no sé si fue en el molino o en el cortijo de Guadalupe. Quería preguntarle si él la había visto o se había enterado de algo.
–Pues vaya usted a su casa y pregúntele. Aquí desde luego no ha dicho nada.
El guardia le agradeció la información y se fue por la calle de San José, que subía hasta el Ayuntamiento, atravesaba la plaza y bajaba luego por el otro lado hasta salir a la carretera de Arcos. Poco antes de llegar a la carretera, a la izquierda, está el camino que sube hasta el cerro, donde vivían el panadero del molino y su vecino Juan el Manco.
El guardia encontró la puerta de la casa del arriero abierta y dedujo que éste aún no se había acostado; lo llamó y el hombre salió a verle.
–¿En qué puedo servirle, señor guardia? –le preguntó extrañado.
–Hombre, pues vengo a preguntarle si se ha encontrado usted una cartera. La perdí ayer, pero no sé si fue en el molino o en el cortijo de Guadalupe.
–Pues a mí no me han dicho nada –contestó el panadero.
–Y el señorito Pedro, ¿no comentó nada anoche? –dijo Manuel.
–¿Pedrito? Yo hace tiempo que no lo veo. Él nunca regresa tarde al cortijo cuando va al molino, y como cuando yo llego ya es de noche, pues nunca puedo verlo.
–Pero ayer pasó la noche en el molino, creo haber oído…
–¿En el molino? No; yo no lo he visto.
–Bueno, entonces esperaré a que me toque de nuevo el servicio en el cortijo de Guadalupe y buscaré por todo el camino; en donde cayó la cartera, allí mismo debe de estar. Perdone usted por molestarlo.
–¡Nada, hombre! Si me entero de que alguien se la ha encontrado, yo le diré que es de usted.
El guardia volvió a recorrer el camino en sentido contrario, llegó a la calle Real y se dirigió hacia el cuartel, situado a medio kilómetro del Ayuntamiento. Al verlo entrar, el sargento le preguntó:
–¿Qué pasa?
–Don Manuel ha entrado en el banco, y ahora está esperando en el casino. El arriero dice que no ha visto a Pedrito en el molino
–Vale, descansa de momento en tu casa. Ya iré yo luego al banco a informarme del asunto cuando don Manuel regrese hacia el cortijo.
El sargento se sentó en el comedor de su casa. Su mujer le había preparado el café y le había puesto una copa de aguardiente. Notaba a su marido preocupado y sabía que ya debería estar acostado, pero no le quiso preguntar nada. Sabía que, más pronto que tarde, él mismo se lo contaría todo.
Era la una y media de la tarde cuando José Córdoba vio reflejada en el espejo del aparador la imagen de don Manuel montado en su precioso caballo jerezano. Pudo ver cómo saludaba con la mano al centinela de la puerta y continuaba su camino hacia su casa. El sargento esperó todavía un cuarto de hora antes de salir a mirar a la calle para comprobar que don Manuel había desaparecido de la vista. Entonces, a paso ligero, fue hasta el Banco de Andalucía.
–¡Hola, don José! –dijo el banquero–. ¿En qué puedo servirle?
–Vengo en acto de servicio, don Luis. Le voy a hacer unas preguntas confidenciales, que espero que queden entre usted y yo.
–Usted dirá, mi sargento. ¿Quiere usted pasar a mi despacho?
Una vez instalados en el despacho, el sargento comenzó a hablar:
–Mire usted, he notado últimamente muy raro a don Manuel, como si estuviera preocupado por algo; pero él no dice nada. Quizás las cosas no le van del todo bien, ¿me comprende usted? Lo he visto entrar aquí; ha pasado toda la mañana en el casino, como esperando algo… ¿Cómo lo encuentra usted, don Luis?
–Pues sí, ha estado aquí. Y ahora que usted lo dice, sí, yo también lo he encontrado raro: es la primera vez que se lleva tanto dinero, y con esa urgencia.
–Dice usted que se ha llevado mucho dinero, ¿le ha comentado para qué?
–Para comprar unos sementales para su ganadería, y para comprar maquinaria para trillar. Yo creo que tenía que haberla comprado al principio del verano, no ahora: la temporada de la trilla está al terminar, y para la próxima aún quedan varios meses; no la necesita tan urgentemente. Sin embargo, ha insistido en llevarse todo el dinero hoy mismo, ¡cien mil pesetas nada menos!
–¡Que don Manuel lleva encima cien mil pesetas…! ¡Dios mío! Y va solo por esos caminos con tanto dinero… –el sargento se levantó–. ¡No digo yo lo que hay! Una pareja de guardias en su casa de día y de noche para protegerle a él y a sus bienes, y él no se atreve siquiera a pedirnos que lo escoltemos cuando más nos necesita…
–Pues sí que es raro, mi sargento. A mí desde luego me ha dejado totalmente limpio. Espero que no venga otro a sacar dinero hoy, pues he tenido que llamar a la central de Jerez para que me envíen fondos.
–Pues nada, don Luis. Voy a enviar una pareja para ver si lo alcanzan y que lo escolten hasta el cortijo. Cuento con que nadie sabrá nada de lo que hemos hablado usted y yo, ¿eh?
–¡Por supuesto, mi sargento! La discreción es la base de esta profesión. ¿No lo sabía usted?
JEREZ DE LA FRONTERA, 14:00 HORAS
«Son las dos de la tarde en el reloj de la Puerta del Sol de Madrid…», decía el locutor de Radio Nacional de España en el aparato de radio de la Comandancia de la Guardia Civil, sita en la calle de San Agustín, junto al castillo árabe de la Alameda Vieja, cuando sonó estridentemente el timbre del teléfono que había colgado en la pared del portal del cuartel.
–¡Diga! –dijo el guardia que prestaba servicio en la puerta.
–Le habla el sargento José Córdoba, desde la casa cuartel de Algar. Póngame con el comandante, ¡es urgente!
El guardia de servicio dejó el auricular colgando y fue al despacho del comandante. A los pocos minutos, el impaciente sargento escuchó la voz ronca de su superior al otro lado del teléfono.
–¡Diga! El comandante al habla –gritó éste, molesto por aquella llamada que llegaba justo en el preciso momento que ponía su reloj en hora, como tantos millones de españoles, con las campanadas del reloj de la Puerta del Sol madrileña y se arrellanaba en su asiento para escuchar el «Diario hablado» de las dos de la tarde.
–Mi comandante, todo hace suponer, según la investigación que he llevado esta mañana, que se ha producido el secuestro de un niño de trece años de edad, hijo de don Manuel González, el dueño del cortijo de Guadalupe. El zagal no volvió anoche a su casa, y su padre nos dijo que estaba con sus tíos en el molino. Según la investigación, el niño estuvo en el molino, pero se fue al cortijo antes de que anocheciera. Por otra parte, don Manuel ha sacado esta mañana cien mil pesetas del Banco de Andalucía. Por lo tanto, deduzco que le han secuestrado al hijo y le exigen un rescate bajo amenaza de matar al niño si no lo paga, y también si avisa a la autoridad. Se ignora el número de personas que han intervenido en el secuestro, en el caso de que se trate de eso. No sé si el número de guardias con que cuenta el cuartel de Algar será suficiente para rodear la zona, una vez que se haya descubierto el lugar de la entrega del rescate. Por lo tanto, solicito órdenes para actuar en consecuencia.
El comandante le voceó al guardia de la puerta:
–¡Guardia! Tráigame un mapa del término de Algar, ¡rápido! –luego, por el teléfono, le dijo al sargento–: Sargento, espere cerca del teléfono. Voy a estudiar la situación y luego lo llamo.
El comandante colgó el auricular y se sentó en su despacho. Un guardia le llevó un paquete de mapas del Ejército, en donde estaban ampliamente detallados los más insignificantes relieves del terreno.
ALGAR, 21 HORAS
EL sargento José Córdoba era un manojo de nervios. Algo le decía en su interior que había metido la pata, hasta el fondo. Sin embargo, si analizaba paso a paso todas las gestiones que había realizado eran correctas:
1º Si sospechaba de un secuestro debía de actuar. No podía consentir que los delincuentes se escaparan con el dinero, creando un precedente peligroso y ridiculizando espantosamente a los guardias civiles de Algar.
2º Ignoraba el número de personas que componían la banda. En la Feria de la primavera anterior habían conseguido matar a tres de ellos, que habían atacado al cortijo de la Atalaya, pero no podía conocer el número de hombres que la integraban ahora. ¿Cuántos eran los secuestradores? ¿Y si sus guardias se encontraban en inferioridad de condiciones frente a una docena o más de bandidos?
3º Tenía la orden de comunicar a sus superiores cualquier cosa grave relacionada con la seguridad del territorio que estaba bajo su mando.
Todo eso estaba bien, pero había algo que le daba miedo, causándole una angustia dolorosa que le hacía dar vueltas, nervioso, de un lado al otro de la puerta del cuartel: temía por la vida del chiquillo. El reglamento, por mucho que lo hubiera cumplido al pie de la letra, no tenía en cuenta esa posibilidad. Y si se impedía pagar el rescate, como le había ordenado el comandante, el rehén podía perder su vida.