La pista del Lobo (24 page)

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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

BOOK: La pista del Lobo
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Su marido escapó para salvar la vida. Estaba acusado de vender el periódico del Partido Socialista Obrero Español de la provincia de Cádiz, «El Pueblo».

Había otro poema al lado:

«A MI ESPOSA»

Continuamente me pregunto qué estará haciendo mi amada,

La que yo dejé sola, triste y desamparada…

No pude decirle ni adiós, me perseguían los guardias.

No tuve tiempo de abrazarla, ni siquiera a besarla…

¿Qué será de ella, Elena de mi alma?

Le arranqué la vida al abandonarla.

Tengo que ir a verla, aunque sea esto lo último que haga

Y tenga que enfrentarme al pelotón de los guardias.

Ni un solo momento he podido olvidarla, en todos estos años,

Desde que me fui de casa.

¡Ah! Mi pobre mujercita de ojos verdes, mi chata…

Cuánto estarás sufriendo sola, abandonada…

Tengo que ir a verla, a abrazarla y consolarla,

Acariciar su cuerpo, secar sus lágrimas

Con millones de besos en su bonita cara.

Iré a verla, aunque se enteren los guardias.

Ésos que aún se empeñan en dividir en dos a España.

Y me detendrán… Me llevarán a Cádiz, a la Tacita de Plata,

A esa plaza de toros que hay en la entrada,

A la que no va nadie, ni siquiera para mirarla,

Porque saben que en lugar de reses bravas,

Llevan personas para matarlas.

Y entonces… ¿Qué será de ti? Mi pobre mujercita, mi chata…

Elena no pudo continuar leyendo: sus ojos se empañaron de nuevo.

Cuando el abuelo acabó su relato, Rebeca también tenía los ojos húmedos de escuchar esa historia. La niña se restregó los ojos y le dijo:

–Abuelo, me has hecho llorar. Pero no entiendo por qué no quieres venir tú de vacaciones a ese pueblo, ¿qué tienes tú que ver con todo eso?

–No tenemos nada que ver, hija mía; pero me traen malos recuerdos, y también sufrimos injustamente las consecuencias de aquel horrendo crimen: Don Manuel se dejó caer en la silla y se cruzó de brazos. En el pueblo la situación se tornó insostenible para muchas familias, por la falta de trabajo. Mis padres, al perder el suyo tras la muerte de Pedrito González, se vieron obligados a abandonar la casa. Nos fuimos a vivir de alquiler a la calle Palomar, en un sobrado situado en el número cincuenta y cinco, en lo más alto de la calle. Había tantas necesidades que la gente se ofrecía a trabajar por lo que fuera, aunque solamente les pagaran con la comida.

En aquellos años hubo una gran cantidad de familias que abandonaron el pueblo y juraron nunca más volver. Emigraron hacia el Norte: Barcelona, Toulouse, París, Suiza, Alemania… Nosotros también acabamos por abandonar el pueblo.

Después de pasar veinte años de mi vida en el extranjero me instalé aquí, en Madrid, donde tú naciste, hija mía, y donde tu madre ha podido estudiar esa carrera de Derecho. Si hubiera nacido en Algar, ¿tendría ese título? ¿Cuántos hijos de los jornaleros que viven en el pueblo habrán logrado sacar adelante una carrera universitaria? Ninguno.

¿Y me preguntas tú por qué no voy al pueblo? Mis padres fueron obligados a irse para criar a sus hijos, fueron arrancados de sus raíces, y murieron en tierra extraña.

Ésta es la historia que debía de contarte, hija mía. Espero que responda a todas tus preguntas.

Epílogo

C
uando el conductor del Nissan Terrano II vio la Venta del Tempul redujo la velocidad, viró hacia la derecha y frenó en seco, quedando aparcado delante del porche acristalado del edificio.

El grupo compuesto por Lucía, Jorge y Rebeca se bajó del coche todo terreno y los tres se quedaron un momento mirando el paisaje de alrededor antes de entrar en el local.

Observaron el porche de la venta, una terraza con sillas y mesas para que las ocupen los clientes mientras disfrutan del paisaje, protegidos del frío invernal por la cristalera. Al lado izquierdo del local había una terraza situada bajo unos chopos, con sillas y mesas para comer al aire libre.

Los tres recién llegados se acercaron al mostrador. Él iba vestido con unos bermudas de color beige y camisetas de tirantes negra; ella con pantaloncito corto, blanco, y también con la misma clase de camiseta, ajustada a unos hermosos senos que se mantenían firmes sin necesidad de sujetador. Rebeca llevaba una blusa azul y minifalda blanca.

Bartolo, el dueño de la venta, acudió a su encuentro. Era un hombre de unos sesenta años de edad, de baja estatura y cara redonda, risueña, que delataba su carácter amable. Limpió con un paño el mostrador delante de ellos y les preguntó:

–¿Qué desean los señores?

–Pónganos dos cervezas y un zumo de naranja.

Lucía observaba el local. Había otros clientes en el bar, hablando entre ellos. Cuando llegó el camarero con las bebidas, le preguntó:

–¿Por dónde se va al río? Queremos bañarnos.

–¿En el río? –se extrañó el hombre–. Es peligroso bañarse en él. Detrás del local tenemos una piscina para uso exclusivo de los clientes. Si lo desean pueden ustedes usarla, es gratis.

–Estupendo –dijo Jorge–. Yo prefiero las piscinas a los ríos, incluso a las playas: no me gusta llenarme de arena.

–¿Cómo es que el río es peligroso? –preguntó decepcionada Lucía–. Nosotros veníamos a acampar en el Tajo del Águila.

El camarero la miró con atención. Vio a una mujer morena, con el pelo largo y lacio hasta los hombros, y con unos ojos preciosos, de color celeste claro. Le calculó unos treinta años.

–Señora: han hecho una pequeña playa en la otra orilla, en el Tajo del Águila; pero en este lado del río hay un acantilado de tres metros. Estamos en la cola del pantano del Guadalcacín. Si lo prefieren, en Algar hay un hotel de tres estrellas, al lado de la piscina municipal…

–De todas formas, yo quiero ver el río –dijo Lucía–. Vamos andando y veamos cómo está el sitio.

Jorge miró su reloj y vio que eran sólo las doce: temprano para comer. Quería bañarse. Habían viajado setecientos kilómetros desde las tres de la madrugada, y todavía no tenían claro si habían llegado al final del trayecto. También tenía hambre.

–¿Qué tienen para comer? –le preguntó al ventero.

–Lo que ustedes quieran se lo podemos preparar. Tenemos carne de caza principalmente. Pueden dar un paseo hasta el río o bañarse en la piscina tranquilamente. Cuando vuelvan, les tendré preparado el menú que ustedes quieran.

–¿Por dónde se va al río? –dijo Lucía.

–Si van andando, crucen la carretera y vayan todo recto. Si van en coche, bajen por el camino de la derecha hasta aquel peñasco –dijo Bartolo–. Entren con el coche y después sigan a pie.

Se fueron andando a través del campo que había enfrente. Llegaron al final del llano y empezaron a bajar una pendiente de unos treinta metros llena de árboles, hasta llegar al río Majaceite.

Estuvieron mirando el lugar un buen rato y luego volvieron para bañarse en la piscina y comer. Estaban ya en los postres cuando el camarero pasó al lado para servir a otros clientes y Lucía le preguntó:

–¿Está muy lejos el Molino de Santa Ana?

–¿El molino? –se sorprendió el hombre–. El molino está en ruinas. Desde que inauguraron el pantano, hace casi cuarenta años, no se ha vuelto a utilizar. Se ha derrumbado. Ese molino era de mis padres. Cuando finalizaron las obras del pantano de los Hurones le cortaron el agua al molino, y arruinaron el negocio. Luego, mis padres compraron este local. No vale la pena de ir hasta allí: no hay nada que ver, y se les puede pinchar alguna rueda del coche en el camino.

Al oír eso, Rebeca dejó de comer y se quedó mirando a su madre. Como ésta no decía nada, la niña no pudo aguantar más y le dijo al camarero, que ya se marchaba cargado de platos:

–Mi abuelo vivía cerca del molino. No ha podido venir porque está enfermo. Es el hijo de «María la Chispenda».

El hombre se detuvo al instante; un mazazo en la cabeza no le hubiera dado el mismo resultado. Dejó en la mesa contigua los platos que llevaba, se llevó las manos a la cabeza y se acercó a la niña sin dejar de mirarla:

–¿Tú eres la nieta de Miguel?

Y al asentir Rebeca con la cabeza, el hombre la abrazó y la besó. Con los ojos empañados por las lágrimas, dijo:

–«La Chispenda» era como una madre para mí; su hijo Miguel era mi amigo de infancia. Mi mejor amigo. Mis padres fueron a verlos hace muchos años, a Valencia; luego ellos se fueron al extranjero y los perdimos. No volvimos a saber de ellos.

Pasaron un rato de presentaciones y de recordar viejos tiempos; luego, Lucía preguntó:

–Entonces, si no existe el molino, esas teleras de pan que tienen aquí, ¿dónde las hacen?

–Las hacemos nosotros aquí mismo, en la parte trasera del local tenemos un horno. Vengan si quieren y se lo mostraré –dijo el dueño de la venta.

La familia lo siguió hasta la panadería. Rebeca vio el patio interior y el almacén de mercancías del local. Se imaginó por un momento a una fila de caballos cargados de pastillas de tabaco, y a los contrabandistas en la noche oscura, descargándolos en las propias narices de los guardias.

–¿Sabes qué estoy pensando? –dijo Jorge, sacándola de sus pensamientos–. Que podíamos acampar en el río y venir aquí para comer y bañarnos. ¿Qué tal lo veis?

–Por mí, de acuerdo –dijo Lucía.

–¡Gracias! –exclamó Rebeca–. ¡Me encanta este sitio!

Volvieron al río con el coche e instalaron las tiendas de campaña bajo los árboles. Durante los días siguientes fueron a ver la presa del pantano de los Hurones. El molino lo encontraron completamente derrumbado, y en los canchos de los buitres sólo pudieron fotografiar a una pareja de éstos, del centenar de ejemplares que quedaban censados como especie protegida, según les dijo un guarda forestal. Tampoco lograron ver ninguna nutria ni jineta en el cauce del río.

Cuando se marcharon de vuelta hacia Madrid, la pareja de enamorados y la niña iban muy contentas: se habían divertido, y habían podido salir durante un mes de la rutina del paisaje congestionado de coches de las calles de la capital.

En el tronco de unos chopos, situados junto al río, grabaron a navaja tres corazones, unidos con unas flechas que los atravesaban, y, junto a ellos, las iniciales de sus nombres.

A una docena de kilómetros, río abajo, se desviaron de la carretera para ver la presa del Gualdalcacín, el mayor embalse de Andalucía. ¡Quién lo iba a decir! El pueblo más seco de la provincia tenía ahora suficiente agua para abastecer todas las necesidades de agua potable y de riego de casi un millón de personas, la población de la comarca de Jerez y de la Bahía de Cádiz juntas. Lucía sonrió al pensar en la cara que iba a poner su padre cuando se enterase de todo eso.

Nota del autor

El secuestro narrado en esta obra es un hecho histórico, real. Ocurrió cerca de mi casa, cuando yo apenas contaba seis años de edad.

A pesar de mi corta edad, estos hechos se grabaron con tal fuerza en mi memoria que aún puedo recordarlos hoy, después de tantos años, como si acabasen de ocurrir.

Para reconstruir esta historia he contado con la valiosa ayuda de mis padres, quienes me relataban una y otra vez todo lo sucedido en el pueblo. Para el resto del relato, y en lo referente a personajes de otras poblaciones, he contado con la ayuda de don José López Murillo, natural de Almacella (Lérida), refugiado político español residente en París; y de don Luis Bellido, natural de Ronda (Málaga), también exiliado en Francia. Trabajé con ellos en la misma empresa durante cinco años, y me hablaron largamente sobre las condiciones políticas y sociales que vivieron en España. También me mostraron documentos, revistas, fotos y periódicos de aquella época, en la que, viéndose cercados por el régimen de Franco, tenían un único objetivo: escapar. José López Murillo huyó por los Pirineos; Luis Bellido lo hizo por Gibraltar.

Sin embargo, dado que mi deseo era escribir una novela, he manejado los datos obtenidos a mi antojo, huyendo de la rigurosidad que supone escribir un libro de Historia y acomodándolos según las necesidades de mi relato. Por lo tanto, los nombres de las personas que aparecen en la novela, así como algunas fechas y acontecimientos, son ficticios.

Mapa donde se muestran los lugares en los que sucedieron los hechos relatados en esta novela.

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