Mis hermanas y yo estábamos apretados contra mamá, mirando a aquellos hombres, asustados.
–No teman, no les va a pasar nada. Estaremos aquí unas horas y luego, antes de que amanezca, nos iremos.
–Sí, pero si alguien los ha visto venir hacia aquí, o se enteran de que han venido, me detendrán a mí –dijo mi padre.
–No tenga usted miedo, la Guardia Civil no pasa por el molino hasta el amanecer, y para entonces estaremos lejos de aquí. El hombre echó una mirada alrededor, como si buscara alguna cosa, y dijo:
–Aquí, el compañero, tiene calentura. No sabemos si es que algo de lo que ha comido le ha sentado mal o es otra cosa, se ha hartado de comer murtas. Además, con el agua que nos ha caído encima habrá empeorado. Si no fuera por eso no les habríamos molestado. ¿No tendrán ustedes algo para la fiebre?
El muchacho tenía escalofríos. Mi madre buscó en un tarro y encontró una pastilla de Okal, de las que le daba don Juan, el médico de Algar; luego cogió unas ramitas secas de romero y unos dientes de ajo, para prepararle una infusión casera que nos hacía en el invierno cuando había gripe.
Uno de los hombres vio los garbanzos en remojo y los trozos de tocino y morcilla que nos había dado mi hermana Ana, la que trabajaba en el Molino. El hombre se dirigió a mi madre.
–Señora, hace días que no comemos otra cosa que fiambres, porque de día estamos escondidos, descansando, y de noche no podemos encender fuego: el fuego se ve de lejos. Háganos usted un potaje de garbanzos y nosotros se lo pagaremos. Por favor.
Diciendo esto, sacó un duro de la cartera y lo puso encima de la mesa. El muchacho enfermo rebuscó también en su bolsillo, sacó otro duro y lo puso al lado del otro sin decir palabra. Diez pesetas era lo que ganaba un jornalero, segando de sol a sol: el potaje estaba bien pagado.
Mi madre se puso manos a la obra. En un momento estuvo la olla puesta al fuego con todos los avíos. Nosotros, en el rincón, no nos movíamos. Luego, mientras hervían los garbanzos, mi madre cogió pan duro, lo cortó en pequeñas rebanaditas y las iba echando en los platos. También puso unas hojas de hierbabuena en cada uno. En cuanto el potaje estuviese hecho, mi madre sacaría un cazo de caldo y lo echaría en cada plato. De esta forma los hombres tendrían un buen plato de sopa caliente antes de los garbanzos.
El hombre que parecía mandar comenzó a hacerle preguntas a mi padre, pero él no le contestaba, pues estaba preocupado, cogido entre dos fuegos: por un lado, si la Guardia Civil se enteraba de que él había cobijado a los rojos, lo acusaría de cómplice y lo detendría; por otro lado, si se enfrentaba a los maquis, también lo matarían. Habían circulado historias terribles acerca de lo que les hacían los guardias a los que ayudaban a los maquis, y de lo que les hacían estos a los chivatos.
–Miren, ustedes comen y se van. Yo no quiero saber nada, ni de ustedes ni de nadie; sólo quiero vivir tranquilo y criar a mis hijos, nada más. Lo que hay en el cortijo ustedes lo saben, y al pueblo hace tiempo que no vamos. Así que no me pregunten nada que yo no les puedo aclarar nada –dijo mi padre, visiblemente asustado.
El hombre no insistió. Sacó un cuarterón de tabaco de «Jorge Ruso» y les ofreció a mi padre y a los otros hombres. Luego, ya más relajados, contaron que habían intentado varias veces pasar a Gibraltar sin éxito, debido a la vigilancia que había a causa de los contrabandistas; pero seguirían intentándolo.
Eran las cuatro de la mañana en el reloj de bolsillo del joven enfermo cuando terminaron de comer. Mi madre era muy exagerada para la comida, siempre cogía la olla más grande para hacer los potajes, de forma que siempre sobrase. Esta vez, después de haberse comido la sopa de pan y un buen plato de garbanzos con la pringada de tocino y morcilla, quedaba media olla de potaje: ya teníamos hecha la comida para el mediodía.
Los tres hombres salieron de casa aprovechando una escampada y desaparecieron en la noche. Era la primera vez que veíamos a los rojos en carne y hueso. No supimos a qué habían venido ni qué buscaban hasta el otro día: venían a secuestrar a Don Manuel.
Don Manuel iba montado en su caballo, a media mañana. Se dirigía hacia el molino, y estaba ya cerca de éste cuando, de pronto, vio salir de entre las adelfas del río a tres hombres que se dirigían hacia él con sus caballos al galope. Eran desconocidos y no le gustó que estuvieran en sus tierras, ni la forma de presentarse. Don Manuel se asustó, espoleó a su caballo y salió disparado hacia el molino. Cuando los perseguidores comprendieron que era imposible alcanzarlo antes de que llegase al molino, dejaron de perseguirlo, volvieron a atravesar el río y se perdieron en el monte.
–Bueno, Rebeca, ya te he contado bastante. Ahora, déjame ver las noticias un poco.
La niña hizo un mohín con la boca y asintió contrariada:
–Vale… Pero luego seguimos, ¿eh, abuelito?
L
as noticias que sobresalían en los telediarios y en la prensa escrita estaban relacionadas con la polémica suscitada con el Estatuto de Cataluña. Miguel movió negativamente la cabeza de un lado a otro y dijo:
–Al final la liarán otra vez. Estos nacionalistas no aprenden de la Historia.
–Abuelo, ¿y no cogieron a ninguno? –dijo Rebeca.
–¿Coger a quién? ¿De qué me estás hablando, hija?
–De los maquis…
–¡Ah! Sí, pero fue unos meses más tarde. Cogieron a un grupo que estaba oculto en el monte esperando el dinero del rescate de un secuestro para marcharse de España.
–¿Y cómo los detuvieron?
–A esos los detuvieron en la Sierra del Aljibe. Allí estaban unos cuantos, dirigidos por un tal Loriguillo. Según me contaron, pasó lo siguiente:
Pedro Loriguillo salió de una choza construida entre alcornoques en un lugar de la sierra del Aljibe, cerca del pico de Canuto Largo. Se desperezó, estirando los brazos y mirando el bonito paisaje que tenía delante: el Sol asomaba justo por encima de la cresta de la sierra de Ronda, bañando de luz el lugar donde se hallaba.
Una masa vegetal verde de diferentes tonos lo rodeaba. No tenía nada que hacer, salvo esperar a que llegasen los restantes grupos de maquis: el de Ubrique y el del Gastor; ocho hombres en total. El comando de Ubrique había perdido a tres hombres en la primavera anterior, abatidos por la Guardia Civil de Algar en una redada efectuada en los montes de los Hurones.
Loriguillo estaba contento porque había realizado con éxito su aportación a la Causa: reunir un tercio de lo que costaba el viaje que los iba a llevar hasta América, a Méjico exactamente.
El grupo del Gastor había atacado un cortijo y mataron a tiros a la pareja de guardias que lo custodiaban. Luego resultó que allí no encontraron tanto dinero como esperaban, y sólo pudieron llevarse un poco más de tres mil pesetas y algunas joyas de oro difíciles de vender, pues serían tasadas a la mitad de su valor o aún menos, si trataban de deshacerse de ellas. A la vista del alto riesgo que corrieron para tan pobre botín, el grupo de Ubrique lo pensó hacer de otra manera. El plan era el siguiente: efectuar un secuestro y pedir el suficiente dinero de rescate como para cubrir los gastos del viaje de todos los restantes miembros de la brigada Fermín Galán.
Pedro Loriguillo le prestó al «médico» de su grupo, quien se ocuparía de cuidar al rehén para que pudieran entregarlo en el mejor estado de salud posible. La familia de éste se las apañaría para reunir el dinero del rescate.
Loriguillo se alejó un poco de la casa. Estaba recogiendo ramas secas para hacer leña y preparar el café cuando un reflejo de luz atrajo su atención. Pedro miró en aquella dirección y sintió un escalofrío al ver el origen del destello. Soltó las ramas y salió corriendo hacia la casa gritando:
–¡Los guardias!, ¡vienen los guardias!
El reflejo de la luz solar en el charol del tricornio de un guardia civil había atraído la mirada del buscador de leña. En el interior de la choza, los tres compañeros de Loriguillo saltaron de sus camas, unos simples montones de paja esparcidos en el suelo y cubiertos con mantas. Una vez descubiertos, los guardias no perdieron tiempo. Deseaban sorprender a los bandidos mientras dormían en la casa, sin pegar un solo tiro, para llevarlos al cuartel y obligarlos a cantar; pero lo abrupto del terreno y la dificultad de caminar de noche por el monte los obligaron a retrasarse. Ahora ya era demasiado tarde.
–¡Están rodeados! –dijo un guardia–. ¡Salgan todos con las manos en alto!
–¡Ven tú a buscarnos! –dijo Loriguillo disparando hacia el lugar de donde procedía la voz y donde él había visto moverse unos arbustos.
Sus compañeros tomaban posiciones en las ventanas. Había una al lado de la puerta, y otras dos en la parte trasera. Los ocho guardias que rodeaban la casa se dieron cuenta de que sólo podían acercarse a la choza por los laterales. Mientras que seis guardias disparaban sin cesar hacia las ventanas y la puerta, los otros dos avanzaron uno por cada lado, hasta llegar a las paredes; cogieron rastrojo del suelo y formaron un pequeño haz, lo encendieron y lo echaron sobre el tejado de retamas. Pero la retama estaba húmeda, por el rocío caído durante la noche, y el truco no dio resultado: el haz de rastrojo, envuelto en llamas, fue rodando por la pendiente del tejado y cayó al suelo delante de una ventana. Al ver el fuego cayendo del tejado, uno de los maquis gritó:
–¡Están quemando el techo! ¡Nos van a achicharrar!
El terror a morir quemado vivo hizo que se asomara para ver el alcance del fuego: una bala le entró por el cuello. Su cuerpo se quedó sobre el alféizar de la ventana, con la cabeza y los brazos colgando hacia fuera.
Los guardias lo intentaron de nuevo: cogieron rastrojo y retamas secas, las ataron a una vara con un pañuelo, le metieron fuego e introdujeron la tea resultante entre las retamas del techo. Primero comenzó a salir un humo denso, bajo la mirada expectante del guardia que mantenía la vara hundida, clavándola aún más. Parecía que la tea se había apagado, pues sólo salía humo, y el guardia se disponía a sacarla otra vez cuando vio salir entre el humo una llamita vacilante que aumentaba poco a poco a medida que el fuego prendía en el techo de la choza.
Minutos más tarde, unas llamas de casi un metro de altura salían del tejado. Trozos de retamas encendidas se hundían dentro de la cabaña y el humo salía por las ventanas; la atmósfera era asfixiante. Otro de los maquis vio retirarse a uno de los guardias incendiarios y salió a dispararle. El guerrillero cayó hacia atrás, fulminado, al recibir cuatro disparos simultáneos en el cuerpo.
El tejado se había convertido en brasas; la paja y las mantas que servían de colchones formaban una gran hoguera que alcanzaba al techo; el hombre que yacía muerto sobre la ventana tenía el pantalón ardiendo y esparcía un olor nauseabundo a carne quemada.
–¡Vámonos! –gritó un hombre, al que se le había prendido la camisa
Salió corriendo de la casa, cuesta abajo, y recibió una andanada de tiros. Cayó a seis metros de la puerta que acababa de abrir. Un guardia se había levantado frente a la puerta para dispararle y fue visto por Loriguillo, que le disparó desde la ventana y dio en el blanco: el guardia cayó de espaldas, muerto.
Pedro miró alrededor. No podía aguantar el calor del fuego, ni el humo, se asfixiaba… Decidió rendirse. Tiró el fusil por la ventana y salió con los brazos en alto. A un metro de la puerta recibió seis balazos: fue ejecutado allí mismo.
–Abuelo, ¿qué pasó con los maquis que estuvieron en tu casa?
–Ya te lo dije: se fueron e intentaron secuestrar a don Manuel, el amo de aquellas tierras. La noticia del intento de secuestro de D. Manuel González corrió por todo Algar; la Guardia Civil aumentó las rondas de vigilancia por aquella zona del molino.
–Abuelo, ¿ése era un molino de viento como los que hay en el libro de «El Quijote»?
–No, no… ¡Qué va! El Molino de Santa Ana era una casa grande, construida en medio del río. El muro de la casa formaba una pequeña presa de cuatro metros de profundidad. Las aguas se introducían a través de una ventana abierta en el muro, que dirigía el agua por una canalización subterránea hasta la sala donde estaba el molino propiamente dicho. El paso del agua hacía girar las aspas del eje, en cuyo extremo habían sujetado una rueda grande de granito. La piedra estaba colocada dentro de un cajón grande, en donde se echaba el cereal que se quería moler. Una vez molido se recogía en sacos de tela, que se colocaban en la parte inferior del cajón bajo una ventanilla, por donde salía la harina. Allí se molían todas las clases de cereales que se producían en la comarca.
El molino tenía su entrada hacia poniente. Era una puerta grande, por donde entraban las carretas y las caballerías, y por la que se accedía al patio interior para efectuar la carga o descarga de los productos. La puerta del edificio daba paso a un pasillo empedrado y en el centro de éste había una puerta a cada lado. La de la derecha daba al horno, donde se amasaban y cocían con leña las teleras de pan (barras de dos y tres kilos de peso); las tortas de pan con aceite, pasas y matalahúva; los roscos, los chuscos y molletes. Luego se cargaban en carretas y se llevaban hasta Algar. También se llevaban a los cortijos y caseríos de la zona cargados sobre mulos que en fila india subían todas las veredas que rodeaban al molino.
La puerta de la izquierda daba a la vivienda de los dueños del molino: don José González y Ana García, quienes vivían con sus tres hijos: Andrés, Bartolo y María José.
El agua del río atravesaba todo el patio por una canalización subterránea que iba desde la ventana del muro norte hasta la ventana del lado sur, por donde salía el agua en cascada después de hacer girar la rueda de granito. Junto al molino había una huerta con árboles frutales y hortalizas.
En los años del hambre (1941 a 1944), este molino salvó a centenares de personas, que hubiesen muerto irremediablemente por falta de alimentos: diariamente acudían grupos de personas hambrientas, con los niños a cuestas a través del monte, por senderos tortuosos, cubriendo los siete kilómetros que separan Algar del molino. A todo el que llegaba se le daba una rebanada grande de pan con aceite, mientras hubiera. Algunos días toda una hornada de pan se distribuía en rodajas entre la gente que hacía cola delante de un ventanuco que daba al horno, pues las puertas del molino siempre permanecían cerradas durante aquellos años.