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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (46 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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—¿Seguro que es la derecha?

—Da igual, inspector —dijo la agente, dando marcha atrás a la grabación hasta ver el todoterreno pasando en la dirección contraria.

Había otros cinco dedos en la otra mano.

—No es Diego Neira —dijo la agente.

Caldas suspiró:

—Está claro.

Mantuvo los ojos cerrados hasta que Estévez aparcó frente a la comisaría. Se preguntaba de quién serían las manos que mostraba la grabación.

El chico no se había llevado el Land Rover ni el barco de Castelo al faro, pero eso no lo exculpaba de la muerte del Rubio. Alguien le había ayudado a deshacerse del barco, y Leo Caldas no acertaba a adivinar quién.

Tragó saliva. Tampoco estaba seguro de querer descubrirlo.

Sabía que él mismo habría ayudado a un amigo a quien la vida hubiese vuelto la espalda.

Entró en el despacho del comisario Soto y le contó lo que la agente Barcia les había mostrado.

—¿Entonces quién carallo es?

—No lo sabemos —dijo Caldas—. Pero él no.

—¿Y qué le digo ahora al juez? Está obsesionado con el Land Rover.

Soto había comenzado a dudar, y Leo Caldas trató de tranquilizarlo:

—No le diga nada, comisario. Al menos hasta que localicemos el vehículo. El conductor ha de ser alguien muy cercano al chico.

—¿Tú crees?

—Por fuerza —afirmó el inspector—, tiene que serlo.

Orden:

1. Colocación de las cosas en el lugar que les corresponde. 2. Situación o estado de normalidad o funcionamiento correcto de algo. 3. Aquello que se manda obedecer.

A la una, el coche de su padre se detuvo ante la comisaría. Caldas había avisado al comisario Soto de su intención de adelantar unas horas el fin de semana. Necesitaba distanciarse del caso para poder contemplarlo con perspectiva.

—Estaré en el móvil si hay novedades —le dijo—, aunque poco podremos avanzar esta tarde si no aparece el Land Rover.

El padre sonrió al verlo sentarse a su lado y bajar unos dedos el cristal. También él esperaba una disculpa en el último momento.

—Tu tío Alberto tiene ganas de verte.

Caldas asintió y cerró los ojos.

Los abrió veinte minutos después, cuando su padre preguntó:

—¿Has hablado con Alba?

—No.

—¿Cuándo vas a hacerlo?

El inspector suspiró, y bajó un poco más la ventanilla. Si no fuesen circulando por una autovía a más de cien kilómetros por hora se habría tirado del coche en marcha.

—No lo sé, papá. Ni siquiera sé si voy a llamarla.

—¿Puedes abrir la guantera? —le pidió su padre.

—¿Cómo?

El padre de Leo Caldas extendió el dedo índice.

—La guantera es eso.

—Ya sé lo que es.

—Pues ábrela —le pidió—. Dentro hay un cuaderno azul. ¿Te importa apuntar tu nombre en la última página que veas escrita?

Leo Caldas sonrió:

—¿Llevas ahí el libro de idiotas?

—Sólo cuando voy en el coche.

El inspector abrió la guantera. Aunque su padre seguía refiriéndose a un cuaderno azul, las tapas desgastadas podían haber sido de cualquier otro color.

Lo colocó sobre sus rodillas. Había anotaciones manuscritas justificando la presencia de cada una de aquellas personas en el libro de idiotas. Pasó algunas páginas, y a medida que las fechas avanzaron, los nombres fueron haciéndose más familiares.

Tuvo que cerrarlo al notar los primeros síntomas del mareo. Iba a dejarlo de nuevo en su sitio cuando vio, entre los papeles que guardaba su padre en la guantera, una bolsita de plástico transparente cerrada con un precinto.

—Si no escribes tu nombre lo haré yo —le amenazó el padre, pero Leo Caldas ya no le escuchaba.

Sostenía en alto la bolsa que había encontrado en la guantera, incapaz de apartar la vista de las tiras de plástico que se alojaban en su interior.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Son bridas de esas que se atan así —dijo su padre, colocando juntas las manos sobre el volante y separando una de ellas de golpe, como si tirase de un extremo.

—¿De dónde las has sacado?

—Es una muestra que nos dieron un par de semanas antes de la poda en una reunión de bodegueros. Para ver si nos resultaba cómodo atar las viñas con ellas. Se supone que verdes son más discretas. Había olvidado que estaban ahí.

—¿Todos los bodegueros recibisteis una bolsa como ésta?

—Todos los que estábamos en aquella reunión.

—Mierda —murmuró el inspector—. ¿Puedes dar la vuelta?

—¿Cómo?

—Tengo que regresar a Vigo —repitió.

No necesitó añadir que era importante.

Desde el coche llamó al comisario Soto.

—Creo que sé dónde está el todoterreno —le dijo—. Vamos a necesitar una orden de registro. ¿Habla usted con el juez?

Justo:

1. Que obra de acuerdo con la justicia y la razón. 2. Que vive según la ley de Dios. 3. Exacto. 4. Apretado o algo estrecho.

Tomaron el desvío hacia Monteferro y luego el camino encajonado entre muros que descendía hasta la vivienda de los Valverde. Dos operarios instalaban un portalón nuevo, idéntico al que descansaba en el suelo con las maderas levantadas en uno de los extremos. Una furgoneta con el logotipo de la constructora de Valverde estaba aparcada a un lado.

Llamaron al timbre y la esposa de Marcos Valverde les salió al encuentro por el camino de grava. Vestía una chaqueta de piel y un pantalón vaquero con los bajos escondidos en la caña de unas botas altas.

—Buenas tardes —dijo Caldas, y ella le saludó con la sonrisa de Alba.

Entre las solapas de la chaqueta, dos ojales dilatadísimos luchaban por contener los botones de su camisa negra.

—Me alegra que hayan venido. Iba a llamar yo para darles las gracias. Marcos me contó lo de anteanoche. Si no llegan a intervenir ustedes, sabe Dios lo que habría ocurrido.

Caldas se encogió de hombros.

—¿Quieren pasar?

—Sí —dijo el inspector, y vio, junto al coche rojo de la señora, el deportivo negro de Valverde—. ¿Está su marido en casa?

Ella señaló algún lugar al otro lado de la vivienda.

—En la parte de atrás, con un empleado suyo. Estamos instalando una alarma. También vamos a comprar un perro —dijo con resignación—. Aunque hayan detenido a ese hombre, me va a costar conciliar el sueño cuando tenga que dormir aquí.

—¿También pasaron la noche de ayer en Vigo?

—Sí —confirmó—. Y hoy nos marcharemos en cuanto terminen de colocar la puerta.

La mujer los condujo alrededor de la fachada de hormigón y se detuvo junto a la cristalera abierta hacia el jardín y la bahía. Había un castaño sin hojas en medio del césped y, bajo las ramas del árbol, un banco de metal. Olía a tierra húmeda y a mar.

Vieron a Marcos Valverde con traje gris y corbata. Conversaba con un hombre joven cerca de uno de los muros que delimitaba la finca. Cuando reparó en la presencia de los policías, hizo una señal a su empleado y regresaron hacia la casa.

Mientras los dos hombres ascendían por la alfombra de hierba, Caldas volvió a dirigirse a la mujer.

—¿Hasta cuándo seguirán en Vigo?

—Hasta que la alarma esté lista —suspiró—. Aunque yo me quedaría siempre en la ciudad.

Caldas asintió.

—Me dijo que va todas las semanas, ¿no? A los conciertos…

—Los sábados, sí —aseguró la mujer, y Caldas intentó que su voz sonase natural al preguntar:

—¿Estuvo en el de hace dos semanas?

—No me pierdo uno desde hace meses, inspector —contestó ella—. Esos conciertos son una medicina para mí.

—Ya.

El constructor les tendió una mano firme mientras su empleado se perdía por el camino hacia la puerta. Apenas quedaba rastro del hombre temeroso al que habían tomado declaración el día anterior en la comisaría.

—¿Han encontrado a Arias? —les preguntó.

—De eso queríamos hablar.

—¿Les apetece una copa de vino? —preguntó la mujer de Valverde.

—No —murmuró Caldas, aunque la necesitaba.

—Déjenme decidir a mí cómo trato a mis invitados —repuso ella, torciendo las comisuras de la boca hacia abajo. Luego entró en la casa llevándose la mirada de Estévez prendida en su pantalón como con un anzuelo.

En lugar de acompañar a la mujer al salón, Leo Caldas comenzó a andar sobre la hierba junto a Valverde. Estévez los siguió a un par de pasos de distancia.

—¿Lo han encontrado o no? —se interesó el constructor una vez más.

—Sí.

Marcos Valverde dio un suspiro de alivio.

—¿Dónde?

—Estaba en Escocia —murmuró el inspector sin dejar de caminar—. Iba a recoger a su hija cuando lo detuvieron.

—Vaya… ¿Pudieron hablar con él?

—La policía británica, sí. Nosotros tendremos que esperar a que nos lo entreguen.

Leo Caldas se detuvo junto al árbol deshojado por el otoño, sacó de un bolsillo el paquete de tabaco y se sentó en el banco de hierro. Valverde se acomodó a su lado.

El inspector encendió un cigarrillo y contempló la fortaleza de Baiona y las olas que rompían frente al faro del cabo Silleiro, ocultando con su espuma la línea del horizonte.

—Una vista bonita, ¿no le parece? —se ufanó Valverde.

Caldas asintió.

—Su esposa me contó en una ocasión que usted tiene el don de conseguir todo aquello que se propone. Hizo fortuna, conquistó a la veraneante sofisticada de Madrid, logró que el propietario de la casa de sus sueños se la vendiese… —enumeró, señalando sin volverse la fachada de cristal—. ¿Sabe su mujer que, en una ocasión, no pudo doblegar la voluntad de una joven llamada Rebeca Neira? Eso no se lo ha contado nunca, ¿verdad?

—¿Cómo?

Valverde se había vuelto a mirarle, pero Caldas no apartó la vista del mar.

—Esa mujer fue sólo el principio —dijo—. Luego vino el capitán Sousa. Él también se enfrentó a usted.

—Espero que tenga pruebas para mantener eso que está insinuando, inspector.

—Tenemos el testimonio de Arias.

—¿De Arias? No me haga reír. Yo le vi golpear al capitán y lanzar aquel fardo al agua antes de estrellar el barco contra las rocas.

—Él no recuerda así aquella noche.

—¿De verdad pretende Arias cargarme esas muertes? Él, que se esfumó tras el naufragio y ahora ha vuelto a marcharse huyendo de ese chico.

—No —le corrigió Caldas—, Arias siempre ha huido de usted.

—¿De mí? —una sonrisa postiza cruzó su rostro—. ¿Un hombre como él huyendo de mí?

—Él conocía su don. Como el Rubio. Ambos comprobaron en la cubierta del
Xurelo
hasta dónde estaba dispuesto a llegar si algo se interponía en su camino. Por eso permanecieron mudos todos estos años.

—Eso son patrañas. Arias declararía cualquier cosa con tal de librarse de la cárcel. Hasta un niño se daría cuenta de que miente.

—Yo le creo —dijo el inspector—. Y también creo que usted mató a Justo Castelo.

—¿También se lo dijo él?

—No. Eso es cosa mía.

—Pues tiene mucha imaginación, inspector.

Caldas continuaba mirando al frente.

—El Rubio estaba dispuesto a hablar y usted no le iba a permitir que arruinase su vida. Le golpeó en la cabeza y lo lanzó al mar con las manos atadas.

—Está loco, Caldas —protestó, poniéndose en pie—. Voy a llamar a mi abogado.

—Haga lo que quiera.

Valverde miró al inspector y después a Estévez, quien permanecía vigilante, con la espalda apoyada en el tronco del castaño. Los músculos del aragonés se tensaron cuando el constructor se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta para buscar su teléfono móvil.

—¿Cómo se atreven a venir a mi casa a incriminarme en unas muertes sin una sola prueba?

—¿Quién le ha dicho que no hay pruebas? —respondió el inspector sin levantar la voz, consciente de que aquel hablar quedo exasperaba a Valverde—. Tenemos el objeto con el que golpeó a Castelo. Una llave de tubo de las que se emplean para apretar las ruedas de un coche. Apareció entre las rocas, bajo un acantilado —afirmó, extendiendo su mano hacia el oeste—. Ni se preocupó de lanzarla en medio del mar. Al fin y al cabo, ¿quién iba a investigar un suicidio?

—Esa llave no es mía —se defendió el constructor—. Mi coche está en el patio de entrada. ¿Por qué no van a comprobarlo antes de seguir con sus calumnias?

—No se preocupe por eso. Lo comprobaremos todo —le aseguró Leo Caldas—. Pero antes dígame una cosa: ¿vino a verle Justo Castelo el sábado por la noche?

Valverde trató de serenarse. No quería dar un paso en falso.

—Aunque hubiera venido, eso no significa…

—¿Vino o no? —le cortó el inspector.

—Estuvo aquí alrededor de las ocho —concedió—. Para hablar con mi mujer. A veces ella le compraba marisco sin pasar por la lonja, ya sabe…

—Ya —dijo Caldas—. Pero su mujer estaba en Vigo, en un concierto.

Valverde le miró a los ojos. Luego asintió.

—Es verdad. Por eso el Rubio ni siquiera entró en la casa. Se marchó y no volví a saber de él. Sólo supe que el domingo a primera hora lo vieron a bordo de su barco y que el lunes encontraron su cuerpo flotando en la playa.

—No —le corrigió Caldas—. No fue a él a quien vieron en el puerto el domingo. Era usted.

—Yo estuve en mi viñedo desde primera hora —se revolvió—. Había gente trabajando allí. Ellos se lo dirán.

—Le diré yo lo que sucedió: el sábado por la noche, antes de lanzar al Rubio al mar, registró sus bolsillos y se hizo con las llaves de su barco. Por la mañana, cuando Castelo ya llevaba horas bajo el agua, fue en su coche hasta el faro de Punta Lameda. Conocía el lugar porque el capitán solía colocar allí sus nasas. Usted sabía que el sitio era perfecto. Aparcó junto al faro y regresó caminando al puerto, oculto bajo la capucha del traje de aguas. Luego llevó el barco del Rubio hasta la poza y lo hundió para borrar sus huellas y para que a nadie pudiese extrañarle encontrar la embarcación en una cara del monte cuando el cuerpo aparecería en la otra. Después montó en su coche y se marchó a su viñedo, para que los podadores le sirviesen de coartada.

—¿Cree que alguien va a tragarse semejante historia?

—Yo creo que sí —respondió Leo Caldas—. Todo quedó recogido por la cámara de vigilancia de una casa cercana al desvío que lleva a Punta Lameda. En la grabación aparece un coche dirigiéndose al faro. Poco después se ve al conductor regresando a pie hacia el pueblo —dijo, moviendo dos dedos en el aire como piernas—. Y una hora más tarde, aunque aparentemente no ha regresado al faro, el conductor vuelve a estar al volante del coche que se aleja de allí. El coche es un todoterreno de color claro. Un Land Rover de un modelo antiguo con la antena quebrada y un desconchón en la pintura, en la parte de atrás.

BOOK: La playa de los ahogados
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