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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (16 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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Lupe sirvió el café en el salón. Los dos Echagüe coincidieron en hacer uso del azucarero.

—No, no. Sírvete tú —pidió César al ver que su padre retiraba la cucharilla.

—Gracias —replicó el anciano.

Azucaróse el café y mirando a su hijo anunció, con voz temblorosa:

—Luego acompáñame al pueblo. Aunque es domingo, podremos arreglar lo tuyo.

—No es necesario, papá. Si hablé como lo hice fue para disuadirte.

—Como quieras —replicó el anciano—. Iré yo solo. Ya te advertí que no tengo más que una palabra. Tú debieras imitarme. Si pediste lo que te corresponde fue porque temías perderlo. Yo necesito muy poco para vivir. Sólo esta casa y lo que hay en ella. Será lo único que quedará mío. Todo lo demás te lo traspasaré esta tarde.

—Mientras tú vivas serás el dueño de todo.

—No opino lo mismo. A menos que reconozcas que hoy te has portado mal.

—¿Quieres que te pida perdón por haberte dicho unas cuantas verdades?

—Sólo quiero que reconozcas que te equivocaste.

—Lo lamento. Lo lamento más de lo que puedes imaginar; pero soy yo quien tiene razón. El ayudar a Artigas es una barbaridad.

Don César bebió su café, secóse los labios con una pequeña servilleta y, levantándose, salió del salón sin volver a dirigir la palabra a su hijo. Éste tabaleó nerviosamente con las uñas sobre la mesa. A poco también se levantó.

Un cuarto de hora después estaba en el sótano de la casa, que había utilizado años antes su tío para ocultar armas y dinero, así como caballos.

Encendió una lámpara de petróleo y yendo hacia un arcón de roble levantó la tapa. Dentro estaba el traje que había vestido el día en que MacAdams le hirió en casa de Leonor. Ésta había lavado la sangre y zurcido el agujero abierto por la bala. Sin embargo, desde entonces aquel traje había permanecido allí. Tanto Leonor como él imaginaron que no volvería a ser necesario; pero si Heriberto Artigas no entraba en razón, lo cual no era probable, habría que usar, no sólo aquel traje, sino también los dos revólveres que en sus fundas, y pendientes de un ancho cinturón, se hallaban debajo de las prendas de vestir.

César había bajado especialmente por aquellos revólveres. Los sacó de sus fundas. Eran dos Colts de Caballería, de largo cañón y calibre 44. Estaban descargados. Antes nunca lo estuvieron. Maquinalmente, mientras su pensamiento estaba muy lejos de lo que hacía, el joven cogió un frasco de pólvora y unos tacos y balas de plomo. Con lenta meticulosidad fue cargando los departamentos de los cilindros. Después aplicó los fulminantes de cobre y con los pulgares levantó y bajo suavemente los percutores. Las dos armas no habían envejecido. Seguían tan eficaces como el día en que disparó una de ellas contra la espalda de Charlie MacAdams
[1]
.

Enfundando de nuevo los revólveres, César cerró el arcón y regresó al vestíbulo. Luego, sin hacer caso del café que había tomado, se acostó, durmiéndose en seguida. Sabía administrar sus energías y aquella noche podían hacerle falta.

Capítulo IV: Un jinete enmascarado

Ayudado por Julián, César terminó de vestirse en el sótano. Se ciñó a la cintura los dos revólveres, después de repasarlos por si se había caído alguno de los fulminantes, y riendo ante el abatimiento de su fiel mayordomo, cubrióse el rostro con el antifaz de seda negra.

—No voy de aventuras, Julián —dijo—. Sólo a ver a unos amigos y a darles unas órdenes. Volveré en seguida si, como espero, los encuentro en casa.

—¿Y es necesario ir así?

—Si fuese como César de Echagüe, cuatro o cinco personas se enterarían de quién es
El Coyote
.

—¿Y si alguien lo ve por las calles de Los Ángeles?

—Tendría que ser gato para poder verme en medio de las tinieblas. No temas.

—Eso es más fácil aconsejarlo que cumplirlo. Bueno, ya sé que usted no tiene miedo; pero yo sí lo tengo por usted.

—Y yo por mi padre. Adiós, Julián. Ve a abrir la puerta secreta.

El Coyote
montó en el caballo que estaba atado a una de las anillas que colgaban de la pared y comenzó a subir la rampa que conducía a la salida secreta que daba al jardín del rancho. Salió al exterior y aspiró el penetrante aroma de la primavera. Nunca huele tanto la primavera como en las noches. De día se va; pero de noche se adivina.

Mientras se dirigía a un moderado galope hacia Los Ángeles,
El Coyote
volvió a pensar en don César de Echagüe. El viejo había cumplido lo que prometió. Toda la hacienda había sido traspasada aquella tarde a su hijo. Él se quedó sólo con la casa. Al volver hizo llevar los documentos a César, y cuando éste quiso hablarle de ello, le atajó con un:

—Prefiero no hablar de eso. Ya está arreglado y no se puede deshacer. Moralmente seguiré siendo el dueño de mi casa; pero si prefieres que no lo sea, dímelo.

—Para mí nada ha cambiado —replicó el joven.

Pero en los ojos de su padre temió ver que para él todo era ya distinto.

Penetró en Los Ángeles por el lado del barrio indígena y al llegar ante una casa de pobre aspecto inclinóse hacia la puerta y dio tres recios golpes espaciados y otros dos muy seguidos. Hasta aquel momento no se había cruzado con nadie; pero aunque hubiera ocurrido lo contrario, la noche era muy oscura y nadie hubiese podido ver otra cosa que un jinete mejicano, encuentro nada anormal en aquella tierra.

Oyó por fin el pesado caminar de Adelia, la india que había sido una de sus mejores colaboradoras. Abrióse la puerta y
El Coyote
, inclinándose para no tropezar con el dintel, penetró en el zaguán de la casa. La gruesa india cerró en seguida la puerta y, levantando la lámpara, miró, sonriente, al
Coyote
.

—Temí que no volviera más, patrón —dijo.

—¿Es que no has recibido tu dinero cada mes?

—Claro; pero… como no le veíamos…

—He estado fuera. Pero os volveré a necesitar a todos. ¿Están en casa los Lugones?

—Leocadio, sí. Juan, Evelio y Timoteo han ido a vigilar las tierras de don Goyo Paz.

—Dile a Leocadio que venga y vuelve tú también. Hemos de hablar un ratito.

Salió la india, tras dejar la lámpara sobre una mesa de pino, y regresó a poco acompañada de Leocadio Lugones. Éste traía el sombrero en la mano y lo manoseaba nerviosamente.

—¿Cómo está, patrón? ¡Cuantísimo tiempo sin saber de usted! Teníamos miedo que fuera verdad lo de su muerte, aunque sabíamos que aquel Lukas Starr no era usted.

—No perdamos el tiempo recordando cosas pasadas. ¿Sabes si Heriberto Artigas estuvo hoy en el rancho de don Goyo?

—Claro que estuvo —contestó Leocadio.

—¿Le fue a proponer que le ayudara si el juez Salters ordenaba que le quitasen la hacienda?

—No sé si le propuso eso, patrón —replicó Leocadio—; pero debió de ser algo por el estilo, porque casi en seguida que se fue nos llamó don Goyo y nos dijo que preparásemos los rifles y que estuviéramos dispuestos a marchar hacia el rancho de don Heriberto.

—No dijo cuándo, ¿verdad?

—No; pero nos pidió que en vez de ir sólo por las noches a su casa, pasásemos también los días allí. Dijo que pronto les daríamos una lección a los yanquis.

—¡Qué colección de locos! —refunfuñó
El Coyote
—. Estoy seguro de que ninguno más le ha prometido ayuda. En fin, ya lo arreglaremos. Toma este papel. He escrito en él mis instrucciones. Seguidlas al pie de la letra. Por muy extrañas que os parezcan, obedecedlas. No quiero que paguen justos por pecadores.

—Ya sabe, patrón, que siempre le hemos obedecido sin preguntarle nada. Lo que usted hace está bien hecho y nosotros no somos quiénes para discutir órdenes. ¿Vamos a darles una lección los yanquis?

—Todo lo contrario. Esta vez iremos a su favor.

—Pero…

—Hasta cierto punto nada más. Lee las instrucciones y ya comprenderás. Ahora he de hablar contigo, Adelia. No es necesario que te marches, Leocadio. Puedes oírlo todo, pues las órdenes inmediatas las recibirás de Adelia.

—Dígame, patrón —pidió la obesa india.

—El juez Salters ha dado ya al
sheriff
la orden de proceder a la incautación de las haciendas de don Heriberto Artigas. El
sheriff
no la ha ejecutado aún porque no ha podido reunir el suficiente número de comisarios que le ayuden a ponerla práctica. Él sabe, como todos, que Artigas se resistirá, y no puede ir con dos o tres alguaciles, como ha hecho en otros casos. Necesita, por lo menos, veinticinco hombres, y aun así no le sobrará ninguno. Puede, incluso, que solicite refuerzos militares. Si los consigue irá a ver a Artigas con trescientos hombres o más. En el Juzgado se hablará de todo ello. Aguza bien el oído, y en cuanto averigües el momento en que se va a poner práctica el plan, avisa a Leocadio. Él sabe lo que debe hacer. Después, si es de noche, enciende una luz en la ventana más alta, y si es de día, enciende fuego el hogar, echa hierba verde y haz que humo salga a intervalos. Así yo sabré que va a ocurrir. ¿Me has entendido bien?

—Perfectamente, patrón. ¿Quiere que se lo repita?

El Coyote
asintió. La india repitió detalladamente las instrucciones recibidas. Cuando hubo terminado, el enmascarado aprobó con unos movimientos de cabeza, después sacó una bolsa de gamuza y de ella extrajo cinco monedas de veinte dólares. Dio una a la india y otras cuatro a Leocadio.

—Para vosotros —dijo—. Al final, si todo sale bien, recibiréis el triple…

El Coyote
acalló las expresiones de agradecimiento de la india y de Leocadio, y en cuanto Adelia le informó de que la calle continuaba solitaria, salió de la casa.

El regreso al rancho lo hizo
El Coyote
al galope. Julián, que le había oído, abrió la puerta secreta y en seguida le ayudó a quitarse el traje.

—Calma tu miedo —le dijo César—. Nadie me ha visto, excepto los que debían verme. Ahora a esperar los acontecimientos. Avisa a Lupita. Tengo que darle un trabajo.

Salió otra vez al jardín y entró en la casa como si regresara de pasear por las tierras del rancho. En el despacho de su padre había luz; pero el joven no intentó hablar con el anciano. Contra su voluntad se veía obligado a mantener entre su padre y él un muro de incomprensiones. No podía decirle, siquiera, lo que había preparado para salvarle.

Marchó a su habitación y en la puerta encontró a Lupita, aguardándole.

—Mi padre me dijo que deseaba usted darme unas órdenes —dijo la joven.

—Sí. Entra.

Entraron los dos en la sala a la que daba la alcoba de César. Éste abrió un armario y sacó de él un catalejo de latón. Tendiéndoselo a la joven, explicó:

—Desde mañana subirás al desván y pasarás todo el tiempo que te sea posible observando la casa de Adelia. Ya sabe cuál, ¿no?

Lupe asintió.

—Si de noche ves brillar una luz, me avisas en seguida. Y si de día ves salir de su chimenea un humo blanco y denso que a intervalos dejara de verse, avísame también. Para que nadie se extrañe, de cuando en cuando yo subiré a relevarte. Con este catalejo lo verás todo perfectamente.

Lupe tomó el catalejo y salió del cuarto. César cerró la puerta. Volvió luego hacia el tocador de su mujer. Encima del fino mármol del mueble se encontraba una artística miniatura de Leonor de Echagüe. En aquellos momentos ella debería de estar pensando en él, bajo el puro cielo de Monterrey, tan igual a aquél y sin embargo, según decían muchos, tan distinto. Quizá porque el mar estaba allí más cerca y, como dicen los poetas, el cielo nunca es tan puro como cuando puede cambiar un beso con el mar.

Por primera vez en varios días se alegraba de que Leonor no estuviese allí. Le habría sido muy difícil ocultarle su nueva actuación, aunque tal vez ella le hubiese comprendido y animado a seguir adelante.

Tal vez, al fin, todo se arreglara sin necesidad de que él interviniese. ¡Ojalá!

Capítulo V: Heriberto Artigas pide auxilio

Transcurrieron cinco días sin que ocurriera nada. Por dos veces
El Coyote
acudió a casa de Adelia, sin que se le llamase, sólo con el fin de averiguar si la india cumplía sus órdenes. Adelia le pudo informar así de dos detalles muy importantes. El primero era el de que, poco a poco, el
sheriff
iba reuniendo los hombres necesarios para llevar a cabo el embargo. Los californianos se negaron a alistarse a sus órdenes; pero de diversos lugares fueron llegando norteamericanos dispuestos a todo a cambio de los cien dólares que prometían a cada uno. Ya tenía unos quince y esperaba para antes del domingo tener los que le faltaban. El segundo detalle fue el de que Artigas tenía también un espía en el Juzgado. Adelia, tras cuyo inexpresivo rostro se ocultaba una aguda inteligencia, lo había descubierto casi en seguida, ya que el hombre no sospechaba que la encargada de la limpieza pudiera sentir algún interés por lo que él estaba haciendo.

—Eso quiere decir que no le cogerán desprevenido —se dijo
El Coyote
.

Por Leocadio y sus hermanos averiguó, también, que los demás hacendados no se atrevieron a apoyar a Artigas y sólo le prometieron su apoyo moral. Don Justo Hidalgo era el único, además de don Goyo y don César de Echagüe, que le ofreció alguna gente; pero en vez de ofrecérsela de la que estaba a su servicio, le propuso darle el dinero necesario para contratar a un par de indios o mejicanos de los que rondaban, sin oficio ni beneficio, por la plaza. Artigas rechazó la oferta. A él le interesaba agrupar a su alrededor los intereses completos del mayor número posible de hacendados, a fin de que éstos, para defenderse, le defendieran.

Artigas era, como había dicho César de Echagüe, un hombre inteligente. Carecía del lastre de los escrúpulos de conciencia y estaba dispuesto a traicionar a todos si con semejante traición podía obtener un beneficio material, por pequeño que fuese.

Su principal interés al acudir a don César no fue sólo, como creyera el joven Echagüe, obtener una ayuda material en hombres. Estaba enterado de la gran influencia política de Edmonds Greene, el yerno del viejo hacendado, y confiaba en que si las cosas se complicaban, Greene, para salvar al padre de su mujer, se vería obligado a salvarle también a él. No ignoraba que sus títulos de propiedad carecían de valor, de acuerdo con las estipulaciones del tratado de Guadalupe Hidalgo entre mejicanos y norteamericanos que puso fin a la guerra entre ambas naciones. En dicho tratado se garantizaba a los habitantes de los territorios cedidos a la Unión el libre usufructo de los bienes que legalmente poseyeran. El despojo de las misiones franciscanas se hizo con amplias violaciones a la Ley, especialmente por lo que hacía referencia a los títulos de propiedad concedidos por España a los que se instalaron en California. Así se había hecho en el caso de Suttler, que, por cesión del Gobierno mejicano, era dueño de la mayor parte de California. No se podía admitir que un solo hombre poseyese tantísima tierra. Y lo mismo ocurría en su propio caso, ya que los propietarios legales de las tierras que él había usurpado eran los franciscanos, únicos que podían presentar títulos de cesión otorgados por el Gobierno español. Washington y luego Monterrey no podían aceptar como legítimo el saqueo de las misiones, aunque también es cierto que no hicieron nada por devolver a los misioneros sus tierras. Seguían la táctica de dividir para vencer, y Artigas era uno de los que debían ser divididos. Pero ante el peligro en que se hallaría su suegro, comprometido tontamente en la empresa de Artigas, seguramente Greene influiría para que se echara tierra al asunto y, todo lo más, se despojase al hacendado de una parte de sus tierras.

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