El mozo de labranza miraba a su vez a la condesa.
Estaba dando de comer a las vacas y sus músculos se tensaban del modo que lo hacían siempre bajo la piel bronceada y Buttercup estaba allí de pie, observando, cuando por primera vez el mozo miró a los ojos a la condesa.
Buttercup saltó de la cama y comenzó a pasearse por su cuarto. ¿Cómo pudo atreverse? Vaya, no hubiera tenido nada de particular si sólo la hubiese mirado, pero no la miró sino que «la miró».
—Es tan vieja —masculló Buttercup con ánimo tormentoso.
La condesa no cumpliría otra treintena, y eso era un hecho. Y su traje se veía ridículo en el establo; eso también era un hecho.
Buttercup se dejó caer en la cama y se apretó a la almohada que tenía atravesada sobre sus pechos. El traje era ridículo incluso antes de que llegara al establo. La condesa tenía un pésimo aspecto incluso en el mismo instante en que abandonó el carruaje, con aquella boca enorme tan pintarrajeada y aquellos ojitos de cerdo pintados y aquella piel empolvada y… y… y…
Agitada e inquieta, Buttercup lloró y se revolvió y se paseó por el cuarto y lloró otro poco, y sólo han existido tres destacados casos desde que David de Galilea padeció los efectos de este sentimiento cuando ya no logró soportar el hecho de que los cactus de su vecino Saúl superaran en belleza a los suyos. (En sus orígenes, los celos quedaron circunscritos exclusivamente al ámbito vegetal, a los cactus y a los ginkgos ajenos, aunque posteriormente, cuando ya existía la hierba, a la hierba, razón por la cual hasta el día de hoy se habla de ponerse verde de envidia, y por extensión, de celos.) Pues bien, el caso de Buttercup casi alcanzó a ocupar el cuarto puesto en la lista de todos los tiempos.
Aquélla fue una noche muy larga y muy verde.
Antes del amanecer, Buttercup se plantó delante de la choza del mozo de labranza. Oyó que ya estaba despierto. Llamó. Apareció él y se plantó en la puerta. A espaldas de Westley, Buttercup logró ver una pequeña vela y libros abiertos. Él esperó. Ella le miró, y después apartó la vista.
Era demasiado hermoso.
—Te amo —le dijo Buttercup—. Sé que esto debe resultarte sorprendente, puesto que lo único que he hecho siempre ha sido mofarme de ti, degradarte y provocarte, pero llevo ya varias horas amándote, y con cada segundo que pasa, te amo más. Hace una hora, creí que te amaba más de lo que ninguna mujer ha amado nunca a un hombre, pero media hora más tarde, supe que lo que había sentido entonces no era nada comparado con lo que sentí después. Mas al cabo de diez minutos, comprendí que mi amor anterior era un charco comparado con el mar embravecido antes de la tempestad. A eso se parecen tus ojos, ¿lo sabías? Pues sí. ¿Cuántos minutos hace de eso? ¿Veinte? ¿Serían mis sentimientos tan encendidos entonces? No importa. —Buttercup no podía mirarle. El sol comenzó a asomar entonces a sus espaldas y le infundió valor—. Ahora te amo más que hace veinte minutos, tanto que no existe comparación posible. Te amo mucho más en este momento que cuando abriste la puerta de tu choza. En mi cuerpo no hay sitio más que para ti. Mis brazos te aman, mis orejas te adoran, mis rodillas tiemblan de ciego afecto. Mi mente te suplica que le pidas algo para que pueda obedecerte. ¿Quieres que te siga para el resto de tus días? Lo haré. ¿Quieres que me arrastre? Me arrastraré. Por ti me quedaré callada, por ti cantaré, y si tienes hambre, deja que te traiga comida, y si tienes sed y sólo el vino árabe puede saciarla, iré a Arabia, aunque esté en el otro confín del mundo, y te traeré una botella para el almuerzo. Si hay algo que sepa hacer por ti, lo haré; y si hay algo que no sepa, lo aprenderé. Sé que no puedo competir con la condesa ni en habilidades ni en sabiduría ni en atracción, y vi la manera en que te miró. Y vi cómo tú la miraste. Pero recuerda, por favor, que ella es vieja y tiene otros intereses, mientras que yo tengo diecisiete años y para mí sólo existes tú. Mi querido Westley…, nunca te había llamado por tu nombre, ¿verdad…? Westley, Westley, Westley, Westley…, querido Westley, adorado Westley, mi dulce, mi perfecto Westley, dime en un susurro que tendré la oportunidad de ganarme tu amor.
Dicho lo cual, se atrevió a hacer la cosa más valerosa que había hecho jamás: le miró directamente a los ojos.
Y él le cerró la puerta en la cara.
Sin una palabra.
Sin una palabra.
Buttercup echó a correr. Giró como un remolino y salió a la carrera. Las lágrimas amargas afluyeron a sus ojos; no veía nada, tropezó, fue a golpear contra el tronco de un árbol, cayó al suelo, se levantó, siguió corriendo; le ardía el hombro allí donde se había golpeado con el tronco del árbol; era un dolor fuerte, pero no lo suficiente como para aliviar su corazón destrozado. Corrió a refugiarse en su alcoba, a aferrarse a su almohada. Segura tras la puerta cerrada con llave, inundó el mundo con sus lágrimas.
Ni una sola palabra. No había tenido esa decencia. Pudo haberle dicho «Lo siento». ¿Se habría arruinado si le decía «Lo siento»? Pudo haberle dicho «Demasiado tarde».
¿Por qué no le dijo al menos algo?
Buttercup se devanó los sesos pensando en ello. Y de pronto, tuvo la respuesta: no le había hablado, porque en cuanto hubiera abierto la boca, ya estaba. Que era guapo no cabía duda, pero ¿acaso era tonto? En cuanto hubiera puesto la lengua en movimiento, todo habría acabado.
—Gagagaga.
Eso es lo que habría dicho. Era el tipo de cosas que Westley decía cuando se sentía realmente brillante.
—Gagagaga, gacias, Buttercup.
Buttercup se enjugó las lágrimas y comenzó a sonreír. Inspiró hondo y lanzó un suspiro. Aquello formaba parte del crecimiento. A una la asaltaban estas pasiones fugaces y con sólo parpadear, éstas desaparecían. Una perdonaba las faltas, encontraba la perfección y se enamoraba locamente; al día siguiente, salía el sol y todo había concluido. Apúntalo en el apartado de la experiencia, muchacha, y a seguir viviendo. Buttercup se puso de pie, se hizo la cama, se mudó de ropa, se peinó, sonrió y entonces volvió a asaltarla otra crisis de llanto. Porque las mentiras que una se cuenta a sí misma tienen un límite.
Westley no era ningún estúpido.
Claro que podía fingir que lo era. Podía burlarse de las dificultades que tenía con el lenguaje. Podía reprenderse por haberse infatuado con un estúpido. La verdad era sencillamente ésta: tenía la cabeza bien plantada. Y dentro llevaba un cerebro que era tan magnífico como su dentadura. No le había hablado por algún motivo, y éste no tenía nada que ver con el funcionamiento de la materia gris. En realidad no le había hablado porque no tenía nada que decir.
No correspondía a su amor, y eso era todo.
Las lágrimas que acompañaron a Buttercup durante el resto del día no se parecían en nada a las que la cegaron haciéndola chocar contra el tronco del árbol. Aquéllas habían sido sonoras y ardientes; latían. Éstas eran silenciosas y tranquilas, y lo único que hacían era recordarle que no era lo bastante buena. Tenía diecisiete años, y todos los hombres que había conocido en su vida se habían derrumbado a sus pies, y aquello no había tenido ningún significado para ella. Y la única vez que importaba, ella no era lo bastante buena. Lo único que sabía hacer era cabalgar, ¿y cómo iba a interesarle eso a un hombre cuando ese hombre había sido mirado por la condesa?
Oscurecía cuando oyó unos pasos delante de su puerta. Llamaron. Buttercup se secó los ojos. Volvieron a llamar.
—¿Quién es? —preguntó finalmente Buttercup con un bostezo…
—Westley.
Buttercup se repantingó en la cama.
—¿Westley? —preguntó—. Conozco yo a algún West… ¡Ah, sí, muchacho, eres tú, qué gracioso! —Se dirigió a la puerta, corrió el cerrojo y con un tono más afectado, le dijo—: Me alegro mucho de que hayas pasado por aquí, porque me he sentido fatal por la broma que te gasté esta mañana. Claro que ni por un momento pensaste que iba en serio, al menos creí que lo sabrías, pero después, cuando empezaste a cerrar la puerta, por un terrible instante, creí que tal vez había llevado demasiado lejos la broma, pobrecillo, podrías haber creído que te decía en serio lo que te dije, aunque ambos sabemos que es imposible que eso llegue a ocurrir nunca.
—He venido a despedirme.
El corazón de Buttercup dio un vuelco, pero ella continuó con el tono afectado.
—¿Quieres decir que te vas a dormir y que has venido a darme las buenas noches? Qué atento de tu parte, muchacho, demostrarme que me has perdonado por la broma de esta mañana; agradezco tu delicadeza y…
—Me marcho —la interrumpió.
—¿Te marchas? —El suelo comenzó a estremecerse. Ella se aferró al marco—. ¿Ahora?
—Sí.
—¿Por lo que te dije esta mañana?
—Sí.
—Te he asustado, ¿verdad? Me tragaría la lengua. —Meneó la cabeza una y otra vez—. De acuerdo, pues; has tomado una decisión. Pero ten presente una cosa: cuando ella haya acabado contigo, no te aceptaré, aunque me lo supliques.
Él se la quedó mirando.
—Como eres hermoso y perfecto —se apresuró a agregar Buttercup—, te has vuelto vanidoso. Piensas que no se cansará de ti, pues te equivocas, lo hará, además eres demasiado pobre.
—Parto para América. A hacer fortuna. —(Esto ocurrió poco después de que existiera América, pero mucho después de que existiesen las fortunas)—. Pronto zarpará un barco de Londres. En América hay grandes oportunidades. Voy a aprovecharme de ellas. He estado preparándome. En mi choza. He aprendido a no dormir casi. Conseguiré un trabajo de diez horas diarias y después otro trabajo de otras diez horas diarias y ahorraré hasta el último céntimo que gane, salvo lo que necesite para mantenerme fuerte, y cuando haya reunido suficiente, compraré una granja y construiré una casa y haré una cama lo bastante grande como para que quepan dos personas.
—Estás loco si te crees que ella será feliz en una granja destartalada de América. Y menos con lo que gasta en trajes.
—¡Deja de hablar de la condesa! Hazme ese favor especial. Antes de que me vuelva locoooooo.
Buttercup le miró.
—¿Es que no entiendes nada de lo que está pasando?
Buttercup meneó la cabeza.
Westley también sacudió la cabeza y le dijo:
—Supongo que nunca has sido la más brillante.
—¿Me amas, Westley? ¿Es eso?
No podía dar crédito a sus oídos.
—¿Que si te amo? Dios mío, si tu amor fuera un grano de arena, el mío sería un universo de playas. Si tu amor fuera…
—Oye, la primera no la he entendido bien —le interrumpió Buttercup. Comenzaba a entusiasmarse—. Vamos a ver si me aclaro. ¿Estás diciendo que mi amor es del tamaño de un grano de arena y que el tuyo es esa otra cosa? Es que las imágenes me confunden tanto que… ¿Es tu universo de no sé qué más grande que mi arena? Ayúdame, Westley. Tengo la impresión de que estamos al borde de algo tremendamente importante.
—Durante todos estos años he permanecido en mi choza por ti. He aprendido idiomas por ti. He fortalecido mi cuerpo porque creí que podría halagarte un cuerpo fuerte. He vivido toda la vida rogando porque llegase el día en que te fijaras en mí. En estos años, cada vez que posaba en ti mis ojos, el corazón me latía desbocado en el pecho. No ha pasado ni una sola noche sin que me durmiera viendo tu rostro. No ha pasado ni una sola mañana sin que tu imagen aleteara tras mis párpados al despertar… ¿Has logrado entender algo de lo que acabo de decirte, Buttercup, o quieres que siga?
—No pares nunca.
—No ha pasado…
—Westley, si me estás tomando el pelo, te mataré.
—¿Cómo puedes soñar siquiera que te esté tomando el pelo?
—Es que no me has dicho que me quieres ni una sola vez.
—¿Es todo lo que necesitas? Sencillo. Te quiero. ¿De acuerdo? ¿Quieres que te lo diga en voz más alta? Te quiero. ¿Quieres que te lo deletree? T, e, q, u, i, e, r, o. ¿Quieres que te lo diga al revés? Quiérete.
—Ahora sí me estás tomando el pelo, ¿verdad?
—Puede que un poco; hace mucho tiempo que te lo digo, pero tú no querías escucharme. Cada vez que tú me decías: «Muchacho, haz esto», te parecía que yo te contestaba: «Como desees», pero era porque no me oías bien. «Te quiero» era lo que en realidad te decía, pero tú nunca me escuchaste, jamás.
—Te oigo ahora, y te prometo una cosa: nunca amaré a otro. Sólo a Westley. Hasta que muera.
Él asintió, y dio un paso atrás.
—Pronto enviaré a alguien a buscarte. Créeme.
—¿Mentiría acaso mi Westley?
Retrocedió otro paso.
—Se me hace tarde. Debo marcharme, es preciso. El barco no tardará en zarpar y Londres está lejos.
—Entiendo.
Westley tendió la mano derecha. A Buttercup le costaba respirar.
—Adiós.
Ella logró levantar la mano derecha hacia la de él. Se estrecharon las manos.
—Adiós —repitió él.
Ella asintió levemente.
Él retrocedió otro paso, pero no se volvió. Ella le observó.
Él se volvió.
Las palabras le salieron de un tirón:
—¿Te marchas sin un solo beso?
Se abrazaron.
Han habido cinco grandes besos desde el año 1642 d. C.: cuando el descubrimiento accidental de Saúl y Delilah Korn se propagó por la civilización occidental. (Antes de esa fecha, las parejas solían enlazar los pulgares.) La estimación exacta de los besos es algo terriblemente difícil, y a menudo provoca grandes controversias, porque si bien todos coinciden en la fórmula de afecto, pureza, intensidad y duración, nadie se ha sentido nunca completamente satisfecho con el peso que ha de darse a cada elemento. Cualquiera que sea el sistema de estimación empleado, existen cinco besos que todos consideran merecedores de la máxima puntuación.
Pues bien, éste los superó a todos.
A la mañana siguiente de la partida de Westley, Buttercup pensó que no tenía derecho a hacer otra cosa que estar sentada, enjugándose las lágrimas y sintiendo lástima de sí misma. Al fin y al cabo, el amor de su vida se había marchado, su existencia no tenía sentido, cómo podía enfrentarse al futuro, etcétera, etcétera.
Pero al cabo de dos segundos en ese estado de ánimo, se dio cuenta de que Westley había salido al mundo, que se acercaba cada vez más a Londres; entonces, ¿qué ocurriría si él quedara prendado de una hermosa muchacha de la ciudad mientras ella seguía allí, desmoronándose? O algo peor, ¿qué ocurriría si llegaba a América y trabajaba en sus empleos y construía su granja y la cama y la mandaba a buscar y cuando ella llegara allá él la mirara y le dijera: «Te enviaré de vuelta. Te has estropeado los ojos de tanto secarte las lágrimas; se te ha deslucido la piel de tanto apiadarte de ti misma; eres una criatura de aspecto desaliñado, me casaré con una india que vive en un tipi de por aquí y que siempre está en óptimas condiciones»?